Somos los hijos de quienes hicieron lo mejor que
pudieron con lo que tenían.
Crecimos entre silencios que ocultaban lo que nunca
se habló, entre normas que no se cuestionaban y emociones que se contenían
hasta volverse invisibles.
Aprendimos a leer gestos más que palabras, a sobrevivir en la incertidumbre de lo que no se decía y a encontrar sentido en lo que, para ellos, no tenía nombre.
No se trata de juzgar su nivel de conciencia, sino
de comprender que cada generación carga con el peso de su propia historia, que
nuestros padres también fueron hijos de un tiempo en el que la vulnerabilidad
era un lujo y la introspección, un camino poco transitado. Ellos crecieron en
un mundo donde las heridas no se nombraban, solo se sobrellevaban. Donde los
límites eran rígidos o inexistentes. Donde el amor se demostraba con
sacrificios, no con palabras.
Y sin embargo, aquí estamos. Aprendiendo a poner en
palabras lo que ellos no pudieron decir. A reconocer los miedos que nos fueron
heredados sin culpa. A darnos el permiso de sentir sin miedo al juicio. Porque
sanar no es culpar, es entender que lo que recibimos fue lo que ellos supieron
dar. Es mirar con compasión su historia y con responsabilidad la nuestra.
Somos los hijos de padres que no fueron a terapia,
pero hemos elegido un camino distinto. Nos toca trascender lo aprendido sin
despreciarlo, construir sin destruir, honrar sin repetir. Nos toca aceptar que
no podemos cambiar el pasado, pero sí transformar su eco en nuestra vida. Nos
toca abrazar nuestras heridas con ternura, convertirlas en fuentes de sabiduría
y permitirnos ser, con cada paso, la generación que abre el camino a nuevas
formas de amar, de vivir, de estar, de Ser!
Fotografía: Enrique Maximiliano Obregón Prado y
Enedina Huerta Martinez
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