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28 de agosto de 2020

1982-2020: el enemigo común

Alejandro Lodi 

La percepción de una amenaza externa genera cohesión interna. Disuelve divergencias y promueve convergencias. La ley primera de Fierro: unión fraterna “adentro” para no ser devorados por “los de afuera”. El cese de la pelea entre hermanos que hasta recién parecían odiarse, como condición para no sucumbir frente al enemigo común. El riesgo de ese enemigo pone a prueba el sentimiento de comunidad. Si es frágil, triunfará el enemigo. Si es sólido, en cambio, existirá reconocimiento del otro y de una causa común que favorecerá la victoria.

Se trata del patrón psíquico más primitivo: el patrón del enemigo. Es primitivo porque está íntimamente ligado a la supervivencia y, por lo tanto, a la emoción del miedo. El patrón del enemigo no solo no es

racional, sino irracional (es decir, puede expresarse “en contra” de la razón). Se activa en la psique personal y colectiva de un modo espontáneo ante el registro de un contexto de amenaza a la comunidad de pertenencia. Pero también puede ser provocado, obrado a voluntad por conciencias que quieran obtener un beneficio de la alarma.

En 1982, la comunidad argentina vivía un desgarro interno. La facción que ejercía el poder había pretendido controlarlo todo, pero aquel sueño de hegemonía absoluta comenzaba desvanecerse y el horror de su costo se hacía evidente. Deliberadamente se provocó el patrón del enemigo, de un modo muy eficaz en lo inmediato, pero a extremos de desastre en definitiva.

En 1982, los ingleses fueron el enemigo al que se recurrió para generar el sentimiento de unidad interna. La guerra y la amenaza de otra nación como modo de obtener cohesión interna. Sabemos que fue euforia primero y decepción después. Éxtasis colectivo y colapso. Lo que se imaginó triunfo (y absolución de las culpas de la facción en el poder), terminó en derrota (y el escarnio irreversible de la casta militar). 

Y todo ocurrió en correspondencia con el tránsito planetario de Saturno y Plutón en conjunción sobre el Ascendente en Libra de Argentina.

En 2020, un nuevo gobierno inicia su ejercicio, en un clima de polarización extrema entre facciones antagónicas, tan prolongada en el tiempo que se sospecha estructural, acaso constitutiva: ¿en qué momento, de sus 200 años de historia, nuestra comunidad desalojó el conflicto fratricida? Pero, de un modo no deliberado y externo, surge el enemigo común. No se trata de una nación, ni de una guerra entre ejércitos. La amenaza letal es un virus. Una épica sanitaria, antes que militar, que convoca a todos, que disuelve diferencias y genera un sentimiento de unidad. El miedo y la necesidad de convergencia para derrotar al enemigo común. Una invasión externa que representa un peligro para la totalidad. Un riesgo, objetivo y auténtico, que pone al descubierto la insuficiencia de una reacción aislada o sectorial, y que reclama una acción colectiva y unánime. Ante el inminente ataque no caben disidencias en la defensa.

Y todo ocurre en correspondencia con otro tránsito planetario de Saturno y Plutón (el siguiente después de 1982), esta vez en contacto con la oposición Luna-Sol de Argentina, y en cuadratura con su Ascendente en Libra.

A finales de marzo, aún no sabemos la suerte de esta batalla. Éxtasis de victoria o decepción de derrota. Pero surge la percepción de que la empresa no es sólo sanitaria, sino también económica y política. Aunque se triunfe sobre el virus, la decepción puede sobrevenir con la conciencia del costo económico. Y que esa decepción active la búsqueda de culpables “adentro”, con la recreación de las contradicciones internas históricas (de ideología, de clase) y la polarización entre facciones políticas que resuena y se reproduce en la vida doméstica de cada ciudadano.

Quizás la resiliencia de esta crisis sea despertar a la conciencia de que la pobreza, la corrupción y el narcotráfico necesitan ser abordados con el mismo sentimiento de enemigo común. Esto significa reconocer que, a pesar de que existan personas que las promueven y reproducen en su beneficio, la pobreza estructural, la corrupción sistematizada y el narcotráfico son síntomas de un estado regresivo de la psique colectiva, de una patología crónica en la forma de expresar la pulsión vital que anima a nuestra comunidad. Pobreza, corrupción y narcotráfico nos interrogan acerca de nuestro egoísmo, de nuestra voracidad y de nuestra soberbia omnipotente. Nuestras, no ajenas. La pobreza, la corrupción y el narcotráfico delatan la carencia de empatía y resonancia con el otro, el desprecio y la indiferencia por su suerte. No resultan propiedad exclusiva de una facción o de un gobierno. Tanto como que la decisión de suprimirlas no puede ser mérito de una facción o de un gobierno. Una efectiva acción terapéutica sobre estas patologías sociales exige un amplio consenso, un sentimiento de unidad en el que converjan nuestras diferencias, un impulso transversal que congregue a las voluntades y capacidades de las diversas fuerzas políticas. Revertir las condiciones de pobreza, corrupción y narcotráfico de nuestro país requiere políticas de Estado, no líderes mesiánicos. Es una empresa colectiva que no puede estar subordinada a réditos personales o de facciones. Como la soberanía de Malvinas y la superación del corona virus.

¿Por qué no sentimos a la erradicación de la pobreza, de la corrupción y del narcotráfico como una causa común? ¿Por qué no podemos verlos como “un enemigo común”, ante el cual se suspenden divergencias y se concentran fuerzas y talentos..? Porque nuestra adhesión a ideologías de clase, a identificaciones políticas que polarizan nuestra visión de realidad, prevalece aun por sobre el sentimiento de comunidad. Habitamos ideas desde las que prejuzgamos al otro. Sacrificamos el vínculo con los demás para confirmar nuestros dogmas. Refugiados en nuestras creencias, no las exponemos ante los hechos de la realidad, sino que hacemos lo contrario: construimos una realidad para confirmar nuestras creencias. La fe prima por sobre el discernimiento, el dogma por sobre el vínculo. Las posiciones fijas (sean ideológicas, religiosas o políticas) se alimentan del supuesto de polos en conflicto excluyente. En posiciones fijas nos ubicamos nosotros y en posiciones fijas ubicamos al otro. Se trata del arcano imaginario religioso de la lucha entre el bien y el mal absolutos. Desde ese imaginario, nuestras identidades “luminosas y angelizadas” necesitan (y crean) a un otro “oscuro y demonizado”. La luz está en nuestra facción, en nuestro grupo, en nuestro credo; la oscuridad es la otra facción, el otro grupo, el otro credo. 

Pobreza, corrupción y narcotráfico expresan una sombra colectiva. Ponen en evidencia el actual estado del vínculo entre poder y servicio público, entre pulsión vital y conciencia de ser parte de un sistema. Es el símbolo de Plutón en Piscis y en casa VI de la carta natal que compartimos en tanto miembros de esta nación, expresado de un modo patológico: la función de servicio como medio de apropiarse de recursos y acumular poder personal. ¿Podremos convertirlo en la experiencia del servicio público como actividad de transformación y mejora de la vida de los demás, de entrega intensa y empatía compasiva a favor de sanar el sufrimiento que atraviesa a la comunidad..? Neptuno en tránsito por casa VI, en conjunción a la posición de Quirón (ahora) y de Plutón (en los próximos años) en la carta de Argentina, sugiere que vivimos un tiempo de alta sensibilidad colectiva, propicio para abordar el desafío.

Sabemos del encanto de proyectar la sombra. De ver en el otro, en el enemigo, toda la oscuridad que no nos animamos a confrontar en el propio corazón. Es mucho más cómodo, no exige cuestionarnos a nosotros mismos ni renunciar al patrimonio absoluto de lo luminoso. Es el poderoso narcótico de la proyección de la sombra: neutralizamos cualquier peso que cargue nuestra conciencia y confirmamos nuestra fascinada imagen. Proyectar la sombra es una actividad que desarrollamos con gran entusiasmo, en lo personal y en lo social, como individuos y como grupos.

Las crisis dolorosas simbolizan oportunidades para ser conscientes de lo que ignorábamos, de reconocer que no somos la imagen que tenemos de nosotros y que la realidad es otra. Esto permite, con dolor, despertar a una nueva realidad, a una nueva sensación de ser, con potencialidades que desconocíamos. Al romper los espejos en los que buscábamos confirmarnos, las crisis tramitan nuevos talentos, revelan inéditas gracias. Es el don de la resiliencia.

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