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20 de diciembre de 2020

EL MENSAJE INTERIOR de la NAVIDAD

El nacimiento de Dios dentro del alma

            Tras haber analizado ampliamente diversos aspectos simbólicos de la festividad navideña o solsticial, con su sentido sagrado, cósmico y religioso, como hemos hecho en artículos anteriores, hay que decir que el mensaje más importante y profundo de la Navidad, con su significado y simbolismo estrechamente ligados a la idea de nacencia o natividad, es, con todo y por encima de todo, el nacimiento de Dios dentro del alma. En este nacer de la Divinidad en nuestra propia intimidad radica su doctrina interior, mística, mistérica o iniciática, cargada de una riqueza y una hondura insospechadas.

            Este nacimiento interno, “el Nacimiento” por excelencia, die Geburt en el lenguaje de Meister

Eckhart, es el gran misterio que se oculta en la Noche bendita del Solsticio de Invierno y al cual se nos

llama en la atmósfera sagrada de la Nochebuena. Se trata de la doctrina del New Birth, el Wiedergeburt

(“regeneración”, “renacimiento”) o Neugeburt (“neo-nacencia”, “nuevo nacimiento”), ampliamente

desarrollada por numerosas corrientes místicas cristianas. Este nacimiento interno, este renacimiento a

una nueva vida, vida sagrada y divina, con lo que supone de proceso de divinización o deificación, debiera ser el núcleo de la vivencia navideña.

            Ese Sol que renace en el Solsticio de Invierno, al igual que el Cristo o Sol redentor que viene al

mundo en estas mismas fechas, nos invita a emprender la gran aventura que es el nacimiento del Sol

espiritual, el alumbramiento del Principio solar, dentro de nuestro propio ser. El Cristo-Sol nace para que

nosotros nazcamos en Él, para que nos abramos a su Luz y ésta nos llene por completo, nos renueve y nos

transforme. El Sol divino nos llama a unirnos con Él, a ensimismarnos en Él, a transformarnos en Él. Sus

rayos de luz y fuego amoroso nos abrazan para fundirse con nosotros y para infundirnos toda su fuerza

transmutadora, toda su sabiduría y todo su amor.

            Como sabia y certeramente apunta el Abad Henri Stéphane en su magistral obra Introduction à

l’Ésotérisme chrétien (“Introducción al Esoterismo cristiano”), la fiesta de la Navidad, con lo que

significa de nacimiento y victoria de la Luz, se presenta bajo un doble aspecto: un aspecto macrocósmico,

referido al Universo o a la Vida universal, con su dimensión tanto temporal como espacial (es un hecho

que ocurre en un lugar geográfico y un momento histórico determinado); y un aspecto microcósmico,

proyectado hacia la realidad de ese microcosmos o “cosmos en pequeño” que es el ser humano. El punto

de vista macrocósmico, señala Stéphane, se centra en “el nacimiento del Verbo en el mundo”, mientras

que el punto de vista microcósmico se fija en “el nacimiento del Verbo en el alma” (la naissance du

Verbe dans l’âme).

            Acudiendo al lenguaje y las enseñanzas de la Simbología tradicional, hay que decir que, en el plano

humano o microcósmico, el Sol representa el centro más íntimo y núcleo inmortal de la persona. Es el

símbolo del Intelecto, del Espíritu, del Atman, del Purusha (la Persona interior), de la Budeidad

(Naturaleza-Buddha o Esencia búdica), del Sí-mismo (el Self, Soi o Selbst), de nuestra Esencia, de nuestra verdadera y honda naturaleza, de nuestra más profunda realidad, que no es otra cosa que la presencia de Dios dentro de nosotros.

            Dicho con otras palabras, el Sol simboliza nuestra intimidad o mismidad, nuestra Personalidad

metafísica, nuestro Yo superior, el Yo espiritual, el Yo trascendente, el Yo real, el Yo auténtico y

verdadero, el Yo profundo y recóndito, el Yo increado e incondicionado, el Gran Yo (Dai-Ga) de ciertas

escuelas budistas japonesas. El Yo esencial, “el Yo del yo” (das Ich-Ich, the I-I), que me permite decir

“yo mismo” (my-Self) y “yo soy” (I am, Ich bin); y puedo hacerlo porque “Dios, el Self o Sí-mismo, es y

está en mí”. Es el Yo eterno e inmortal que, por su posición elevada y central, por su potente y firme

realidad, se halla en radical contraposición al ego o sentimiento malsano del yo, alzándose muy por

encima del yo psicofísico, el yo inferior, el pequeño yo, el yo empírico y existencial, el yo creado y

mortal, el yo falso e irreal, el yo ilusorio y efímero, el yo superficial y aparente, el yo limitado y

condicionado, el yo mentiroso que nos engaña y nos tiene esclavizados, sembrando nuestra vida de

incertidumbre, angustia, sufrimiento y amargura.

            Bajo esta luz resultará más fácil comprender el significado interior, personal, y al mismo tiempo

suprapersonal o transpersonal, que tiene la celebración de la Navidad y del Solsticio de Invierno. El Yo

real y trascendente, que se identifica con “el Cristo interior” (the Christ within de la mística inglesa),

resplandece como un auténtico Sol espiritual frente al mundo oscuro, pobre, turbio y precario del yo

ficticio, egocéntrico y egolátrico. Y es este Yo real --debiendo entenderse el calificativo “real” en el

doble sentido de la palabra: regio, soberano o imperial, por un lado, y auténtico, verídico o ajustado a la

realidad, por otro-- el que ha de nacer o renacer en nosotros mismos.

            Para que la vivencia de la Navidad o Solsticio de Invierno llegue a su culminación, el nacimiento

del Sol o Helios eterno tiene que producirse dentro del alma, en nuestro propio interior. Es en el centro

mismo de nuestra persona donde debe producirse ese Solsticio simbólico y espiritual, lleno de fuerza

renovadora, pleno de esperanza y alegría, que coincide con la Navidad, como fiesta conmemorativa del

nacimiento de Cristo, Sol del Mundo. Es ahí, en nuestro corazón, en el hondón y centro recóndito del

alma, donde está el Portal de Belén, la gruta o caverna donde ha de nacer el Sol divino.

Esta es una de las ideas clave de la mística y el esoterismo cristianos: que el nacimiento de Cristo

no debe contemplarse como un simple hecho histórico que ocurrió una vez en el pasado, sino que es un

acontecimiento o suceso que ha de repetirse de manera real y efectiva en cada uno de nosotros,

haciéndose realidad en nuestra vida personal. He aquí un mensaje de la mayor trascendencia, trasmitido a

lo largo de los siglos por la más alta sabiduría de la tradición cristiana y que vamos a encontrar en los

grandes teólogos, místicos y poetas de todas las épocas.

            Así lo enseña insistentemente Jacob Böhme, el sabio y místico zapatero de Görlitz, en Silesia,

llamado “el Filósofo teutónico”, auténtica luminaria del esoterismo cristiano, cuya vida y obra se

desarrolla en el conflictivo siglo XVII, desgarrado por sangrientas guerras religiosas, y cuya doctrina ha

ejercido una gran influencia en el pensamiento europeo de siglos posteriores. Böhme se erige en

verdadero abanderado del Wiedergeburt (Renacimiento), en el que insiste una y otra vez, viéndolo como

un surgir o amanecer del Sol eterno (die ewige Sonne) dentro del alma.

            Su libro principal, o al menos el más conocido, que es un amplio y profundo tratado sobre teología,

cristología, cosmología y antropología sagradas, lleva precisamente el significativo título de “Aurora”,

así en latín (recordemos la definición que, de esta palabra, nos da el Diccionario: “luz sonrosada que

precede inmediatamente a la salida del Sol”). El título completo de la obra es Aurora oder Morgenröthe

im Aufgang, en el cual se repite la voz “Aurora”, esta vez en alemán (Morgenröthe), seguida de la

locución im Aufgang, “en la subida o salida” (el verbo aufgehen significa “subir”, “ir hacia arriba”, como

cuando el Sol va subiendo en el firmamento, y también “salir”, aplicado esto último a la salida del Sol o

de la Luna). En dicho título la alusión a la Aurora o Nacimiento del Sol divino aparece, pues, tres veces,

en las tres palabras que lo forman, lo que resulta ya altamente significativo.

            Quejándose de que la fe que impera en la sociedad es sólo “una fe histórica” (ein historischer

Glaube), esto es, una fe consistente en creer ciertas cosas que ocurrieron antaño, Böhme predica la

necesidad de superar esa “fe histórica” y cultivar una fe actual, viva, realmente vivida en la vida de cada

día. Y esto atañe de manera capital al gran acontecimiento que fue el Nacimiento de Cristo en Belén, con

el que se inicia la tradición cristiana. Ese Nacimiento divino debe traducirse, según el místico silesio, en

un nacimiento interior en el que Cristo se haga plenamente presente, como algo vivo, en nosotros. “No

debemos ser hijos (Kinder) aceptados externamente --escribe--, sino hijos nacidos desde dentro (von

innen), del seno de Dios (aus Gott), como un hombre nuevo, que se ha entregado y abandonado en Dios

(der in Gott gelassen ist)”. E insistiendo repetidamente en la importancia de lo que él llama die

Kindschaft, la filiación o cualidad de ser hijos (palabra derivada de Kind, “niño” o “hijo”), afirma que

Cristo ha de encarnarse y tener vida en nuestra propia alma: “el alma tiene que vestirse con el espíritu y la carne de Cristo”.

            Para Böhme, el hombre bueno, justo y recto es “el Neonato o Nuevo-nacido” (der Neugeborene),

aquel que “ha nacido de nuevo” (ist neu geboren), haciéndose así “semejante a la Deidad y capaz, apto o

idóneo para Ella” (der Gottheit ähnlich una fähig). En su pequeño tratado Der Weg zu Christo (“El

camino hacia Cristo”), Böhme declara, en su alemán recio y primigenio, a veces no muy fácil de

entender: “El hombre espiritual interior está en el cuerpo santo de Cristo, como en el nuevo nacimiento,

en el Cielo”, y con ello conquista “la Perla de la fuerza o energía santa” (das Perlein der Heiligen Kraft).

De este modo, el hombre recto “introduce de nuevo con el Amor la Luz del Sol eterno en la propiedad

humana”. Las enseñanzas de Böhme serán más tarde recogidas por muchos de sus discípulos y seguidores

de distintas nacionalidades, y en especial por su discípulo inglés William Law, clérigo anglicano, uno de

los más eximios representantes de la llamada “Teosofía cristiana”, que las acoge y estudia con fervor,

haciéndose eco de ellas de forma fiel y entusiasta,

            La idea del “nacimiento interior de Cristo” (birth of Christ within) o, lo que es lo mismo, “el nuevo

nacimiento en Cristo” (the new birth in Christ), es uno de los conceptos centrales en la obra de William

Law. Para vivir como es debido, para llegar a ser lo que estamos llamados a ser por nuestra propia

naturaleza, nos dice el gran místico inglés, necesitamos que Cristo nazca dentro de nosotros. “Cristo

dentro de nosotros” (Christ in us), proclama Law, tiene que ser el pilar, eje y fundamento de toda nuestra

vida: “Cristo formado dentro de nosotros, viviendo, creciendo, elevándose y resucitando su propia vida y

espíritu dentro de nosotros”.

            El mismo Law, que afirma expresamente, con aguda visión simbólica, que “el Sol (the Sun) es un

emblema del Redentor del mundo espiritual”, compara este nacimiento de Cristo dentro del alma con un

nuevo amanecer, con el surgir del Sol en el centro de nuestro ser. Law llega a concebir a Cristo como “un

Sol interior” (an inward Sun), un Sol que debe surgir en nuestra vida y dentro de nosotros como en una

Navidad que tiene lugar aquí y ahora. Así como una planta “tiene que tener el Sol dentro de ella” (must

have the Sun within it), es decir, ha de tener “un Sol interno” para poder beneficiarse de la acción y las

virtudes del “Sol exterior” (the outward Sun), del Sol que luce en el firmamento, sin lo cual no podrá

recibir los beneficios que brotan de su luz y su calor --argumenta Law--, así también nosotros, los seres

humanos, necesitamos que dentro de nosotros surja ese “Sol interior” que nos permitirá recibir la gracia

vivificante y redentora del Sol divino que nos ilumina desde lo Alto.

            No podremos tener en nuestra vida, dice Law, la menor chispa ni de alegría ni de amor, si no

nacemos de nuevo, si no se produce en nosotros mismos “un nacimiento de la Luz y el Amor celestiales”,

si no se da en nuestra persona “un nuevo nacimiento de la Vida divina” (a new birth of the divine Life). El

bien, la felicidad y la alegría, la salvación y la liberación --insiste Law-- no nos pueden venir de fuera,

sino únicamente de “la renovada vida de Cristo dentro de nosotros” (the renewed life of Christ within us).

            Esta es la clave de nuestro retorno al estado noble y paradisíaco en que fuimos creados: “la Luz de Dios

dentro de nosotros, el Espíritu de Dios operando dentro de nosotros, el nacimiento de Cristo viendo

realmente la luz dentro de nosotros”.

            Meister Eckhart, que puede ser considerado el más alto representante del esoterismo cristiano, nos habla en términos muy semejantes del nacimiento de Dios en el propio interior. Lo que él llama “el

nacimiento” (die Geburt), “el nacimiento del Hijo” (die Sohnesgeburt), “el nacimiento de Dios en el

alma” (die Geburt Gottes in der Seele), constituyendo tal idea uno de los pilares de su doctrina. La

cuestión esencial, sentencia Eckhart, es “hacerse Hijo” (Sohn werden) o, lo que es lo mismo, “hacerse

cristiforme” (christförmig werden), adquirir o conseguir la forma propia de Cristo.

            Todo, según Eckhart, debe ir encaminado a prepararse para la unión con el Dios que está siempre

presente en nuestro interior, y eso requiere que nazcamos interiormente a una nueva vida (la Vita Nuova

cantada por Dante, cuyo símbolo es el número 9, Nove, que precede al 10, símbolo de la perfección y la

plenitud, y por tanto de la Divinidad). Esta es para ti, nos dice el Maestro renano, la obra mejor y más

perfecta que puedas imaginar: das allerbeste Werk. Pero para llevarla a cabo, advierte, tienes que

purificarte de todo lo terreno y condicionado, de tal modo que “Dios esté en condiciones (in stande sei) de dar a luz dentro de tu alma a su Hijo unigénito igual que lo hace en sí mismo”. Eckhart pone en boca del

mismo Cristo las siguientes palabras, como quintaesencia de su mensaje espiritual: “Hazte Hijo (werde

Sohn), tal y como yo soy Hijo, Dios unigénito, y llega a ser [o conviértete en] el mismo Uno que soy yo”

(werde dasselbe Eine, das ich bin).

            Meister Eckhart recurre asimismo en más de una ocasión a la simbología solar para ilustrar ese

nacimiento de Dios dentro del alma, comparando la acción divina con la acción del Sol cuando resplandece o ilumina un objeto. Así, nos dice que la Luz de Dios penetra dentro de nosotros y se derrama en nuestro mundo interior de la misma forma que el Sol se derrama y penetra en las cosas tan pronto como el aire está limpio y claro. Y refiriéndose más concretamente al Geburt o nacimiento interior, lo describe así: “El alma despunta y asciende (geht sie auf) desde la aurora, desde la salida del Sol, desde el Corazón del Padre Celestial, en el cual sale y asciende (aufgeht) incesantemente el verdadero Sol, su Hijo unigénito (die wirkliche Sonne, sein eingeborener Sohn)”.

            Johannes Tauler, otro de los grandes místicos alemanes, nos anima insistentemente a recorrer “el

camino que lleva al nacimiento de Dios en el fondo del alma” (der Weg zur Geburt Gottes im

Seelengrund). Cuando aquello que hay en lo más profundo del alma, que no tiene nombre ni puede nombrarse, “el fundamento del alma” (der Seelengrund), retorna a Dios, es el hombre entero el que

retorna a Dios, asevera Tauler. Al volver, reintegrarse y ensimismarse en Dios ese Seelengrund que es “lo

Innominado” o “Sin-nombre” (das Namenlose) y “lo Innombrable” (dasUnnennbare), “responde a este

retorno (Einkehr) todo lo que en Dios no tiene nombre (was namenlos ist), lo Innombrable (das

Unnennbare), el Fundamento divino [el Fundamento o Fondo de Dios, der Gottesgrund], y se engendran

así en el hombre la Palabra y la Luz divinas”. Tras explicar lo que es necesario para que se dé tal

nacimiento o divinización interior del hombre, Tauler proclama: “Creedme: toda aflicción y tribulación

sirve a este único fin, ¡que el nacimiento de Cristo tenga lugar en ti! Ningún poder del mundo, ni la vida

ni la muerte, pueden impedir este nacimiento”.

            En uno de sus sermones de Navidad, cuyo argumento central es “el triple nacimiento” (die

dreifache Geburt) que todo cristiano debería tener muy presente como fuente de alegría, Tauler resalta

que tras el primero y el segundo nacimientos (siendo el primero cuando el Padre engendra al Hijo en su

Esencialidad divina, y el segundo cuando el Hijo nace de la Virgen María), hay un tercero que es aquel en

el que Dios nace dentro del alma. “El tercer nacimiento (die dritte Geburt) consiste en que Dios todos los

días y a todas horas verdaderamente nace espiritualmente en gracia y amor en toda alma buena”. Pero

para que se haga realidad dicho nacimiento, el ser humano tiene que imitar o incorporarse “la singularidad

del Padre celestial en su entrada y salida (sein Eingehen und Ausgehen)”. “El hombre ha de tener también

esta singularidad si quiere convertirse en una madre espiritual de este nacimiento divino: debe entrar por

completo en sí y después volver a salir de sí” (er soll ganz in sich gehen un dann wieder aus sich gehen).

            Tauler añade más adelante que, el hombre deberá imitar asimismo a la Virgen María, con sus virtudes y cualidades, con la virginidad de su alma, para que en él pueda tener lugar este noble y alto nacimiento espiritual. Entonces conseguirá “el gran fruto” de dicha nacencia: “el mismo Dios (Gott selber), el Hijo de Dios (Gottes Sohn), la Palabra de Dios, que es y lleva dentro de sí todas las cosas (Gottes Wort, das alle Dinge ist und in sich trägt)”.

            Este triple nacimiento divino, subraya Tauler, es el que celebramos en la fiesta de Navidad. Pero el mismo Tauler aclara que se trata de algo que ocurre en todo momento; pues el niño e hijo al que hace

referencia al pasaje de Isaías que Tauler pone como encabezamiento de su citado sermón de Navidad

(Puer natus est nobis et filius datus est nobis; “Pues un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado”, Is. 9,

5) es el que ha de nacer dentro de nosotros, en el interior de cada cual. Ese Niño, ese Hijo --palabras que

hay que escribir con mayúscula, pues se trata del Hijo de Dios, el Niño Jesús--, nos es dado y regalado a

cada instante: “Es nuestro (Er ist unser), nos pertenece por completo como algo propio (ist ganz uns zu

eigen) y nos es más aún que propio (und mehr als zu eigen). Nace en nosotros sin cesar, siempre y en todo

momento (Er wird allezeit, ohne Unterlass in uns geboren)”.

 

* * *

 

            El Sol eterno penetra en el alma para tener en ella su nido, el nido donde se incubará la semilla

solar, el germen divino. El ser humano ha sido comparado simbólicamente en todas las culturas

tradicionales con el árbol. Es un árbol espiritual que ha de elevarse hacia el Cielo y hundir firme y

profundamente sus raíces en la Tierra, para cumplir su función sagrada de eje, columna o puente que

conecta Cielo y Tierra. Por otra parte, tanto en la tradición indoeuropea como en la cultura chamánica

asiática cobra un especial relieve la imagen simbólica del “Árbol del Sol”, el abeto, pino, roble o cedro en

el que se cobija y resguarda el Sol, como si fuera un águila, un halcón o cualquier otra ave solar, regia y

señorial, pues necesita encontrar refugio y lugar de reposo, para salir después a lucir con más fuerza en el firmamento. Tras resguardarse en su árbol sagrado, el Sol volverá de nuevo a la vida y emprenderá el

vuelo hacia las alturas para iluminar y dar vida al Mundo.

            Bella imagen simbólica que nos ilustra sobre cuál debería ser nuestra actitud en la fiesta solsticial y navideña. Al igual que los árboles ofrecen cobijo y protección a los pájaros y las aves para que puedan

anidar dentro de sus altas y frondosas copas, poner allí sus huevos y criar a sus polluelos, convirtiéndose

así dichas copas arbóreas en su hogar, nosotros, los seres humanos, como árboles espirituales, debiéramos preparar y ofrecer nuestro interior para que el Sol divino encuentre en él su nido propicio.     Ese nido que, con su forma circular y el color amarillo, áureo o dorado, de las cálidas pajas que forman su mullido lecho, su cálido interior, se presenta como un auténtico reducto o recinto solar, un hogar dispuesto para el Sol en su alto refugio arbóreo.

            Como un caso concreto de “Árbol del Sol” puede ser considerado el Árbol de Navidad, que se

configura precisamente como un árbol luminoso, radiante, lleno de luces. El abeto navideño, que hunde

sus raíces en la primitiva tradición nórdico-germánica y su culto solar, recibe en ella los nombres de

“Árbol de la Luz” o “Árbol de las luces” (Lichtbaum), pues se trata de un árbol erigido y engalanado con

un rito sagrado, en cuyas verdes ramas se cuelgan velas y otros objetos luminosos o resplandecientes,

para llamar al Sol, atraerlo y recibirlo en los momentos iniciales del Solsticio, acogiendo, protegiendo y

recogiendo su luz benefactora.

            El Árbol de Navidad se alza ante nosotros con un mensaje de vida. con su colorido, su verdor

perenne y sus luces se nos presenta como un ejemplo o como un recordatorio bien visible y elocuente de

lo que debemos ser en estas fechas sagradas: árboles del Sol, árboles de la Luz, árboles del Principio,

árboles de Dios. Nos recuerda que debemos trabajarnos para que en nosotros pueda nacer la Luz y

estemos así en condiciones de irradiarla después al Mundo.

            El poeta mejicano --o novohispano, para ser más exactos, ya que México, o Nueva España,

formaba entonces parte del Imperio Español-- Hernán González de Eslava, autor de numerosas poesías

sagradas, tiene unos bellos versos referidos a la Virgen, pero que pueden ser también aplicados al alma

humana, en la perspectiva que aquí estamos considerando:

Al Sol, Morena, anduvisteis

Tanto que en vos se encerró:

El Sol de vos se vistió

Y vos del Sol os vestisteis.

 

            Esa “Morena” de que habla el poeta sería en este caso el alma humana: tan aficionada a contemplar

el Sol divino, estando siempre al Sol para recibir su gracia y bendición, que no sólo se vuelve “morena”

(con una morenez de pura bondad), sino que además el Sol llega a querer morar en ella como dentro de un

cálido hogar o claustro materno.

            El alma humana se viste del Sol divino, se arropa con su Luz, para nacer a la vida espiritual. Y el

Sol divino se viste y reviste del alma al penetrar o nacer en ella. Hay, pues, un doble nacimiento: el

nacimiento de Dios en mi alma y el nacimiento de mi alma en Dios. Dos versiones o direcciones del

nacer, una que va de Dios al hombre y otra que va del hombre hacia Dios, pero que en realidad son un

solo y mismo nacimiento: el alumbramiento de lo Divino. Ahora bien, como enseñan de forma unánime

los místicos cristianos de todas las épocas, para que Cristo, el Sol divino, nazca dentro del alma, ésta tiene que adoptar la misma actitud de la Virgen, actitud humilde y receptiva, auténticamente virginal, de total disponibilidad, de completa abertura y vaciedad, repitiendo las mismas palabras que la Virgen pronunció: “Hágase en mí según tu palabra”.

 

            Subrayando que la espiritualidad cristiana consiste esencialmente en un “renacimiento espiritual”

(renaissance spirituelle) o “nuevo nacimiento” (nouvelle naissance), el Abad Henri Stéphane resalta la

analogía existente entre la Virgen y “el alma iluminada”, en la cual se da el nuevo nacimiento de Cristo.

De la misma forma que Dios no creó el mundo una vez (“en el comienzo”), sino que “lo crea a cada

instante”, el nacimiento de Cristo no ha tenido lugar una sola vez, sino que se perpetúa cada vez que

acontece ese “nuevo nacimiento”, es decir, cada vez que una persona hace nacer al Hijo de Dios de nuevo

dentro de sí. En este sentido, sostiene Stéphane, el cristiano puede ser considerado tanto “hijo de la

Virgen” (fils de la Vierge) como “madre del Cristo” (mère du Christ) en la medida en que realiza “la

Virginidad esencial de María” (la Virginité essentielle de Marie), con todas las “virtudes espirituales” que

van ligadas a tal Virginidad sagrada: pureza, humildad, sencillez, amor, piedad, devoción, aceptación

incondicional de lo real. Virtudes que se resumen en la palabra griega Sophrosine, que significa “estado

sano de la mente o del corazón”.

            Stéphane, siguiendo la más estricta teología cristiana, no duda en afirmar que la auténtica

espiritualidad se resume en “la muerte mística del alma en la cual el Padre quiere engendrar al Hijo por la

operación del Espíritu Santo”. Muerte mística que significa morir al Devenir, a lo temporal y mundano,

para nacer al Ser, yendo incluso más allá, hasta llegar al Supra-Ser; es decir, elevarse por encima del Dios personal para, a través de Él y por medio de Él, confluir en la Deidad o Divinidad (die Gottheit), Es un perecer a lo relativo, a lo temporal, perecedero y condicionado, para ver la luz en lo Absoluto, en lo

Incondicionado, Infinito y Eterno.

            Esa alta meta del Supra-Ser, al que también se da a veces el nombre de No-Ser (un No-Ser que,

situándose en lo Alto, en la cúspide metafísica, está en los antípodas del No-Ser del Nihilismo, situado en

el extremo opuesto, en el nivel inferior o más bajo imaginable, como anti-ser), es la Cima del Ser, el Tao,

el Todo o la Totalidad (la Toda-Realidad, Toda-Posibilidad), el Dharmakaya (el Cuerpo del Dharma),

Tathata (la Talidad), Sunyata (el Vacío supraontológico), el Ain (la Nada, Vacuidad o Vanidad suprema),

el En-Sof (lo Infinito), Kéter (la Corona suprema), el Brahman. (Nirguna-Brahman, el Brahman sin

cualificación, sin atributos), la Nadidad o Nada supraesencial (el Punto Cero, anterior al Uno, a la Unidad,

que está más allá de todo y que todo lo contiene). Hay que aclarar que esa Nada o Nadidad, ese Vacío o

No-Ser (Non-Être lo suele llamar René Guenón), significa Sobreabundancia suprainteligible, Plenitud

rebosante de sentido, Anterioridad a todo lo imaginable y concebible, Trascendencia a cualquier nombre,

noción, concepto o idea por muy elevada que sea.

            No puedo evitar sentirme atraído por la llamativa y sonora similitud existente entre la palabra

“Navidad” y la que acabamos de citar, “Nadidad”. Y es que la Navidad, que actualmente ha degenerado

lamentablemente en una feria de las vanidades, viene a ser en verdad una fiesta de la Nadidad, en la cual

todo queda reducido a vanidad por el resplandor de la Vanidad última y suprema que, según la Biblia, es

Dios, “Vanidad de vanidades”, cuya Luz hace que las cosas, por muy importantes que aparenten ser,

aparezcan en su inanidad, fatuidad, futilidad y nulidad, como puras vanidades, pudiendo quedar

fulminadas y pulverizadas por completo (lo que resulta aplicable, especialmente, a todo aquello que

prescinde o se aleja de Dios, que se enfrenta o trata de oponerse a lo Divino). La Luz de la verdadera

Navidad, con su aliento sacro, hace añicos el festival de banalidad y trivialidad en que hoy se han

convertido las fechas navideñas, para hacer que resplandezca la Nadidad divina, la Talidad o Esoidad de

la doctrina budista (en inglés Thatness o Suchness), en la cual todas las cosas recobran su autenticidad, su sentido y significación genuinos.

            Uno de los representantes de la Teosofía cristiana que más ha insistido en la doctrina del Neugeburt, el renacimiento o regeneración interior, el “nuevo nacimiento espiritual”, con la consiguiente

contrapartida de la muerte mística (la muerte del “viejo Adán” para que nazca “el Nuevo Adán”, que es

Cristo), es Valentin Weigel, uno de los primeros místicos protestantes, casi contemporáneo de Lutero, el

cual trata este tema en todas y cada una de sus obras, de una hondura y claridad sorprendentes. Lo que

debe hacer todo buen cristiano es, según Weigel, “matar el viejo Adán y vivir según el hombre nuevo en

Cristo”. Y para ello, tiene que pasar por el Neugeburt (Nuevo nacer), o sea “el bautismo del Espíritu”, que

significa “nacer en Dios” (aus Gott geboren werden). Entonces viene “el Fuego celestial” (das

himmlische Feuer), que es “el Espíritu Santo”, y resurge “el hombre interior, invisible, recto y justo” (der

innerliche, unsichtbare, rechte Mensch), cuyo órgano principal es “el ojo” (das Auge), el Ojo del Corazón

o del Intelecto, por medio del cual el ser humano puede conocer “todas las cosas, tanto visibles como

invisibles, tanto naturales como sobrenaturales”. Cristo se encarnó, proclama Weigel, “para que su

Espíritu esté en nosotros”, y por eso “ha de estar también Él en nosotros a través del Neugeburt”.         Gracias al Neugeburt, estará en mí “el Reino de Dios, la Ley y Palabra de Dios” --medita el Pastor de Zschopau--, y por tanto me situaré en el Centro, en el Punto central del Cosmos, en medio de todas las

creaturas, como auténtico Mikrokosmos, y habitaré en “el Jardín interior” (der innere Garten), que es “el

Espíritu de Dios, la Vida dentro de nosotros”.

            No podríamos dejar de citar aquí al preclaro y profundo Angelus Silesius (pseudónimo de Johann

Scheffler, poeta místico alemán del siglo XVII), quien trasmite su doctrina espiritual en breves y bellas

poesías. En uno de sus poéticos epigramas, con claros acentos navideños, Angelus Silesius habla de este

nacimiento de Cristo en el alma con una belleza que llega al corazón:

Wird Christus tausendmal zu Bethlehem geboren und nicht in dir, du bleibst doch ewiglich verloren.

“Aunque Cristo hubiera mil veces en Belén nacido / si no lo hace en ti, permanecerás con todo

eternamente perdido”. Y en otro de sus hermosos versos místico-didácticos, Angelus Silesius insiste en la idea ya expresada por Eckhart, diciendo que el mejor acto de culto y el más alto servicio a Dios (der

höchste Gottesdienst) es “hacerse igual a Dios”, o sea, tener la misma forma que Cristo, “ser cristiforme

(christförmig) en cuerpo, en vida, en gestos y ademanes”.

            Una formulación tan bella como profunda de esta doctrina la encontramos en Franz von Baader,

filósofo, teólogo y místico del siglo XIX, destacado representante del Idealismo alemán. Toda “la

doctrina del renacimiento” (die Lehre der Wiedergeburt), afirma Baader, se resume en el nacimiento de

Dios, de Cristo, dentro de ti mismo. Dios, que es “Amor engendrador y creador” (gebärende und

schaffende Liebe), no se contenta con crear y dar el ser a las creaturas --nos dice el genial filósofo

bávaro--, sino que quiere “engendrarse Él mismo de nuevo cual hijo [niño, crío o criatura = Kind] dentro

de ellas, para crecer con ellas y en ellas como Dios completo, acabado y consumado (vollendeter Gott)”.

            Lo cual significa “engendrarse como Dios por segunda vez, o sea, como Dios de y para la creatura”; pues sólo entonces, añade Baader, “se convierte el Creador en Padre de lo creado” (wird der Schöpfer zum Vater des Geschöpfes).

            Un elemento capital en el pensamiento filosófico y teológico de Baader, que él recoge de Jakob

Böhme, es el concepto de “imagen” (Bild), con sus derivados lingüísticos en lengua alemana: Einbildung

(imaginación), bilden (formar, modelar, instruir), Bildung (formación, educación, urbanidad), Ausbildung

(instrucción, desarrollo, perfeccionamiento). Baader aplica esta idea, para él tan importante, de la

“imagen” y el “imaginar”, esto es, el formar o dar forma plasmando una imagen creada por la imaginación, al mensaje místico del nacimiento de Dios dentro del alma. Hay que tener presente que Baader ve en Cristo “la Imagen de Dios” (das Bild Gottes). Y para mejor entender las ideas de Baader, conviene hacer notar el parentesco existente entre el alemán bilden y el inglés to build (pronunciado bild), que significa “construir” o “edificar”, y en sentido figurado “crear”.

            Con un lenguaje de gran altura intelectual y rebosante de poesía, Baader proclama que debemos ver a Cristo como Imagen modélica que ha de nacer y quedar plasmada dentro del alma. Jesús, “modelo del hombre nuevo en cada cual”, debe “adquirir una forma” (eine Gestalt gewinnen) en sus discípulos, en

todos aquellos que le aman y le siguen. Ser cristiano significa, según Baader, “ganar o conquistar la

propia identidad a través del nacimiento de Cristo en nosotros”. Para vivir como cristianos, hay que

descubrir de forma viva la Palabra, “la Imagen de Dios”, dentro de uno mismo. Cristo, al nacer en nuestro

interior, nos dará la fuerza necesaria para que nuestra imaginación trascendente pueda plasmar en

nosotros de forma mágica (magisch), imaginativa (imagisch) su Imagen (Bild), dándonos así una nueva

formación (Bildung), una cultura integral y una perfección (Ausbildung), comparables a las que consigue

el buen artista al plasmar en su obra la imagen que tiene en la mente.

            Según Baader, la fuerza crística despierta en mí todo el poder de la imaginación, la cual, en su

capacidad creadora y formadora, no sólo me lleva a buscar la Imagen ideal, esa Imagen perfecta de

humanidad que es Cristo, sino que me permite realizarla, hacerla realidad, darle forma real y efectiva en

mí mismo. Cristo, afirma Baader, es “lo embrionario en el hombre”, que espera ser engendrado, nacer y

desarrollarse en el seno materno del alma. “La imagen que se ha introducido en la mente (das Geistbild)

se coagula (gerinnt), por así decirlo, en la carne y sangre de Cristo, como el hijo en la madre (wie das

Kind in der Mutter)”.

            Estas ideas cobran un valor especial en la atmósfera navideña, tan rica en potencial imaginativo, tan cargada de imágenes entrañables, coloridas y luminosas. En estas fechas que ponen ante nuestros ojos la imagen del Portal de Belén y el Nacimiento de Cristo, el planeamiento de Franz von Baader, con su

profundo enfoque esotérico, no puede menos de aportarnos un poderoso caudal de inspiración. Las fiestas

navideñas, en las que ponemos tanta imaginación, volviendo a ser niños y sintiéndonos acariciados por

los vientos purificadores que vienen a la vez del Oriente y del lejano Norte, se nos presentan como unas

auténticas fiestas de la Imagen y del poder imaginativo.

            Y ya que hablamos del concepto de “imagen”, no estará de más volver la mirada a una imagen

simbólica que ha revestido especial valor para la tradición cristiana copta, cuyas raíces se remontan al

antiguo Egipto, como es la figura de Horus, el dios-halcón que lucha por el triunfo de la Luz al servicio

de Osiris y de Ra, representaciones mitológicas del Sol divino. Ya hemos hablado en otro lugar del

paralelismo existente entre las figuras de Cristo y de Horus, paralelismo en el que han insistido desde

hace siglos los coptos, o sea los cristianos egipcios, que llamaron a Cristo “el nuevo Horus” y “nuestro

Horus”. Horus, llamado a veces “el Apolo egipcio”, ha sido generalmente identificado con el Logos,

viendo en él una representación simbólica del Verbo divino que rasga con su palabra luminosa y

fulminante el silencio tenebroso del Caos, personificado en la antigua mitología egipcia por Set, el

enemigo de Horus, el genio del mal y de los vendavales del desierto.

            Pues bien, G.A. Gaskell, en su Dictionary of the Sacred Language (“Diccionario de la Lengua

Sagrada”), considera que el mito del nacimiento de Horus, que tanta importancia cobra en la mitología y

religión egipcias, significa “el nacimiento de Cristo en el alma en el plano búdico” o, dicho con otras

palabras, “el Sí-mismo que comienza a encarnarse en el ser humano” (the Self commencing to incarnate

in the human being), indicando el punto en el cual entra en una persona humana “el Hijo de la Mente”

(the Son of Mind). Por otra parte, es interesante constatar que ya Plutarco indicaba que Horus, o

Harpócrates (como era llamado por los griegos), nace justamente en el Solsticio de Invierno.

            En relación con el nombre de Horus, René Guenón ha hecho unas interesantes observaciones al

señalar que el nombre de Horus deriva de la palabra egipcia hor, que significa “corazón”, la cual, a su

vez, presenta una cierta conexión, aunque sea por simple “convergencia fonética”, con las palabras que en

otros idiomas significan “corazón”: heart en inglés, Herz en alemán, kêr o kardiá en griego, hr o hrdaya

en sánscrito. Voces todas ellas que presentan una raíz común: HRD o KRD. Por otra parte, Guenón llama

la atención sobre la coincidencia con la palabra hebrea hôr o hûr, que significa “caverna”, lo que no deja

de guardar una clara relación con lo anterior, pues el corazón es concebido en la simbología tradicional

como una cueva o caverna: “la cavidad o caverna del corazón”.

            Todo ello tiene especial interés por lo que en otro momento veremos al analizar el simbolismo del

Portal de Belén como gruta o cueva donde tiene lugar la teofanía, como lugar del Corazón y como centro

en el que nace y se revela la Divinidad. El nacimiento de Horus, e incluso su mismo nombre, apuntan, por

tanto, de forma simbólica al nacimiento de Dios dentro de nuestro propio corazón.

 

* * *

 

            En su “Oratorio de Navidad” (Weihnachts-Oratorium), Johann Sebastian Bach, el gran compositor

del Barroco alemán, figura cumbre en la Historia de la música europea, cuya obra se distingue por su

hondo sentido religioso, incluye un coral (el Nº 9 de la obra) que, aun quedándose en el plano exotérico,

emotivo y sentimental propio del pietismo protestante, apunta a este nacimiento interior de Cristo:

Ach mein herzliebe Jesulein,

Mach dir ein rein sanft Bettelein,

Zu ruhn in meines Herzens Schrein

Daß ich nimmer vergesse dein!

 

            “¡Oh, mi bien amado y pequeño Jesús [Jesusito de mi vida], / Hazte una limpia y dulce camita, /

para descansar en el santuario de mi corazón, / de tal modo que yo nunca te olvide!”. Con la palabra

Bettelein, diminutivo de Bett (“cama”), tan parecida a Bethlehem, el nombre alemán de Belén, Bach

parece querer aludir a la transformación del alma en un portal de Belén dentro del cual haya una cuna en

la que Jesús pueda nacer y descansar en paz, de tal modo que se encuentre allí siempre presente, en un

clima confortable, sintiéndose querido, bien arropado y a gusto.

            Nuestra vivencia de la Navidad se verá colmada, plena y radiante, si conseguimos que tenga lugar

dentro de nosotros mismos el nacimiento del Niño-Dios, el Niño-Sol, que en el lenguaje sagrado de la

tradición hindú recibiría el nombre de Bala-Surya (semejante al de Bala-Krishna, “el Niño-Krishna”, tan

entrañable para el culto vaishnava o vishnuíta). Recordemos que Sri Ramakrishna, el Sabio iluminado de

Dakshineswar, recomendaba, como una de las formas mejores para acercarse a Dios, el imaginarlo y

mirarlo como un niño, como una pequeña criatura, como un indefenso bebé que despierta en nosotros la

ternura y requiere nuestro cariño, nuestro cuidado y nuestra protección.

            Sería imperdonable no citar aquí, aunque sea en un breve fragmento, alguna de las poesías místicas

de Teresa de Lisieux, más conocida como Santa Teresita del Niño Jesús. He aquí la segunda y tercera

estrofas de la que lleva por título A l’Enfant Jésus (“Al Niño Jesús”), llena de ternura, que guarda una

gran similitud con el texto puesto en música por Bach:

De ta petite voix d’enfant,

Oh! quelle merveille!

De ta petite voix d’enfant,

Tu calme le flot mugissant,

Et le vent.

Si tu veux te reposer,

Alors que l’orage gronde,

Sur mon coeur daigne poser

Ta petite tête blonde.

 

            “Con tu pequeña voz de niño, / ¡Oh! ¡qué maravilla! / Con tu pequeña voz de niño, / Aplacas la ola

rugiente, / Y el viento. / Si quieres descansar, / mientras brama la tempestad, / Dígnate posar sobre mi

corazón / Tu pequeña cabeza rubia”. Y Santa Teresa, después de haber resaltado la sonrisa del Niño

Jesús, termina su poesía con las siguientes palabras: Tojours avec mon plus doux chant, / Je veux te

bercer tendrement, / Bel Enfant! (“Siempre con mi más dulce canto, / Quiero acunarte tiernamente, /

¡Bello Niño!”).

            En otro de sus poemas, el titulado Glose sur le Divin (“Glosa sobre lo Divino”), Santa Teresita del

Niño Jesús llama a Dios “el Astro celestial del amor” (l’Astre celeste de l’amour), y exalta su poder, con

el cual es capaz de nacer y transformarse en la persona que lo contempla y le rinde culto:

L’amour, j’en ai l’expérience,

Du bien, du mal qu’il trouve en moi,

Sait profiter; quelle puissance!

Il transforme mon âme en Soi.

 

            “El amor, tengo la experiencia, / Del bien y del mal que encuentra en mí, / Sabe sacar provecho;

¡qué potencia! / Él transforma mi alma en Sí”. El Amor divino opera el milagro de liberar del yo y

convertir el “mí” (moi) en “Sí” (Soi), ese Sí divino que todo lo sostiene y todo lo llena con su Sabiduría y

su Amor. Resulta significativo que Santa Teresa de Lisieux centre su amor de forma predominante en la

figura de quien ella misma llama a veces, además de “Sol de vida” (Soleil de vie), “el pequeño Niño de la

Navidad” (le petit Enfant de Noël),

            He aquí una forma de devoción y contemplación, muy propia de la Bhakti o Vía del Amor, que

cobra especial valor en la Navidad, cuando todas las miradas van dirigidas al Niño divino nacido en el

Portal de Belén, que brilla como un pequeño Sol sobre el pesebre situado en el centro del Portal,

escoltado por sus padres, la Virgen y San José, así como por los dos animales que le acompañan, el buey

y el asno (o la mula), como expresión simbólica del culto y el devoto homenaje que la Naturaleza rinde al

Sol eterno. En ambos animales, al igual que en las figuras del padre y la madre del Niño-Dios, podría

verse una representación simbólica de las dos fuerzas, el Yang y el Yin, la fuerza enérgica y la blandura

sumisa, el vigor duro o rudo y la ternura suave y humilde, que están presentes en la Naturaleza y regulan

el Orden cósmico. Podría por tanto verse también en ello un símbolo de la unidad, la armonía y la

integración de los contrarios, algo muy propio de la Navidad.

            Evidentemente la aproximación a la Divinidad puede asumir otras muchas y muy diversas formas,

de las que la Gran Tradición nos ofrece inagotables ejemplos. Podemos concebir a Dios como Rey o

Líder, como Amigo, como Amado o Amada, como Esposo o Esposa, como Padre-Madre, incluso como

Hijo (necesitado de nuestro amor paternal y maternal). Esta última posibilidad, que viene a coincidir con

la imagen de Dios como niño o bebé recién nacido, resulta asimismo especialmente adecuada en estas

fechas en que celebramos el nacimiento del Sol, el Astro Rey fuente de luz y de vida. Y también el

nacimiento del Sol divino, el cual nace lógicamente dentro de nosotros como un pequeño embrión o

germen de luz que surge cual hijo nuestro, como un niño que irá luego creciendo en fuerza y luminosidad

gracias a nuestros cuidados y nuestra devoción.

            Por supuesto, como el mismo Ramakrishna se encargó de enseñar a sus discípulos, podemos

imaginar a Dios de forma preferente, según la inclinación y vocación de cada cual, como Verdad (sería la

forma proferida por la persona de vocación intelectual, filósofo o científico), como Bien y Bondad (la

persona más inclinada a la acción y atenta a la moral) o como Belleza (la postura ideal para la persona de

inclinación artística, poética o estética). Actitudes todas ellas que no son sino formas distintas de

expresarse el Amor hacia la misma Realidad Suprema.

            No quedaría sino añadir, a este respecto, que esos tres supremos valores, la Verdad, el Bien y la

Belleza, son una misma cosa con el Sol divino, y que toda belleza, verdad y bondad que podamos

encontrar en el mundo no es sino una consecuencia de la irradiación que arranca del Foco luminoso,

trascendente, uno y único, que es el Sol eterno. Son los rayos de este Sol divino los que hacen posible

todo lo verdadero, bueno y bello que nos sale al paso en la vida, y lo hacen precisamente para ayudarnos a

encontrar ese Sol que es el Ser Supremo, nuestro Norte, Origen y Meta final.

            El mirar y contemplar a Dios como niño recién nacido viene a coincidir, o tener al menos una

estrecha conexión, con el “hacerse niños” recomendado por Jesús y puesto como condición para entrar en

el Reino de los Cielos. El ideal expuesto también por Lao-Tse cuando nos dice que el Sabio es como un

niño recién nacido y por eso nada le puede dañar. Al contemplar al Niño-Dios, en su inocencia e

ingenuidad, retornamos nosotros mismos a la infancia; se nos contagia esa naturaleza o cualidad infantil.

Sentimos la sonrisa de la infancia, que nos envuelve y nos hace ver las cosas de otro modo, abierto,

entrañable, afable, mágico y poético. Nos sonríe desde lo Alto y desde dentro ese minúsculo Sol divino

que empieza a irradiar y a expandir su luz en el Portal de Belén, y sentimos su caricia áurea, caricia

helíaca, caricia de plenitud y de paz.

            Una caricia, ésta del Sol-Niño, que nos infunde y contagia una disposición jovial, festiva y

juguetona. Despierta y cultiva en nosotros un aliento infantil que nos anima e impele a vivir jugando, a

participar con toda nuestra alma en el Juego divino, lo que la tradición hindú llama el Lila, el “Juego de

Dios” o “Juego cósmico”, en el que se manifiesta el Principio creador, por el mero placer gozoso de crear,

dando lugar así a la Creación o Manifestación universal. La mirada, el gesto y la caricia del Sol-Niño nos

llevan a adoptar una actitud lúdica ante la vida, viviéndola así como un niño que disfruta de un perpetuo y

santo recreo, en el cual se mueve feliz, contento, distendido, lleno de gozo, encantado y fascinado, al

tiempo que con dicho juego o recreo se van recreando, restaurando, revigorizando y revitalizando sus

propias energías.

            En el clima sonoro y musical, solar y luminoso, mágico y poético, infantil y filial de la Navidad

tiene lugar un auténtico reencantamiento del mundo. El mundo recobra su magia, su hechizo, su encanto,

su charme, su poder de asombro y fascinación, cosas todas ellas que derivan de su condición sagrada. Es

el fluido sagrado que recorre y permea la realidad lo que hace que ésta resulte tan asombrosa, atractiva y seductora, rebose de ángel y carisma trasmutador, como suele decirse en lenguaje coloquial. Y ese fluido sagrado es justamente el que se reaviva y potencia en el ambiente navideño, despertando un poderoso caudal de ilusión. Por eso, la Navidad o Solsticio reencanta el mundo, vuelve a encantar este mundo desencantado, desilusionado que ha creado la moderna civilización profana, individualista y materialista.

            Todo se torna misterioso, revelador, encantador y fascinante para nuestra mirada infantil, recuperada gracias al aire renovador que nos llega en las Navidades.

            En su poema teológico “Christus”, el poeta catalán Agustí Esclasans canta al “hombre sol” que es

capaz de sentir la “caricia de oro, grito de la luz” (carícia d’or, crit de la llum), así como “el reflejo del

rayo de sol que danza / dentro del cristal multifacético de la hora” (el reflex del raig de sol que dansa /

dins el cristall multicairat de l’hora), y que, con esa su noble sensibilidad áurea y solar, se abre a la

eclosión del “Cristo interior”, haciendo que fructifique “el germen cristológico” que todo ser humano

porta dentro de su corazón.

Crec en el Crist interior.

Sigui jo sol el ritme màgic

que trena i forja el món sonor

beneïdor del viure tràgic,

el ritme d’or del Crist interior

 

            “Creo en el Cristo interior. / Siga yo solo el ritmo mágico / que arrastra y forja el mundo sonoro /

bendecidor del vivir trágico, / el ritmo de oro del Cristo interior”. La Navidad lleva consigo una explosión

de júbilo, de alegría y regocijo porque, con ese triunfal renacer del Sol, el Ser vence al No-Ser, la Vida

triunfa sobre la muerte, el resplandor de la Sabiduría acaba con la oscuridad de la ignorancia y el vicio (la

pasión y el deseo desviados), la calidez del Amor se sobrepone a la gélida frialdad del desamor, del odio y

del rencor.

 

* * *

 

            En la vivencia sagrada de la Navidad confluyen dos corrientes o vertientes de la espiritualidad. Dos corrientes que obedecen a dos planos o niveles de comprensión y de experiencia personal. Se trata de dos formas del camino religioso, religador o revinculador; esto es, el camino que nos religa a la Fuente de nuestro ser, que nos vuelve a conectar y unir con el Manantial de la vida.

            Nos hallamos ante dos caminos, vertientes, planos o niveles igualmente legítimos, que no son

opuestos, sino complementarios: por un lado, el camino devocional, piadoso, fideísta, exotérico, más bien

de tipo teológico y moral, propio del creyente (vía o camino que normalmente suele identificarse con la

religión tal y como ésta se entiende en Occidente); por otro lado, el camino iniciático, místico y mistérico,

metafísico, esotérico, propio de la actitud sapiencial y vidente (que cultiva, sobre todo, la visión). La

primera de las dos formas de espiritualidad pone el énfasis en la fe y el creer; la segunda, en el ver y

realizar (hacer realidad en la propia experiencia, una vez que se ha visto con los ojos del Espíritu). En el

primer camino, instalado en la dualidad, predomina la distinción, la separación y la distancia entre el

Creador y la creatura, mientras que en el segundo, asentado en la no-dualidad, el foco está puesto en la

Suprema Identidad, la unión e identificación entre Dios y el hombre (descubriendo así el ser humano su

verdadera y profunda identidad).

            En la celebración sagrada de la Navidad deberían integrarse y fundirse ambos caminos o vertientes --respetando y teniendo siempre en cuenta las diferentes capacidades, de los individuos, así como la inclinación predominante y la distinta manera de ser de cada persona--, para de ese modo reforzarse, iluminarse y darse sentido recíprocamente, desembocando así en una vivencia íntegra y plena de las fiestas navideñas.

            Una vez hecha esta aclaración previa, y por todo lo que hemos dicho anteriormente, podemos

resumir así el mensaje más profundo de la Navidad: el Sol eterno, al nacer dentro de nosotros, nos ayuda

a descubrir nuestra propia y auténtica identidad, nuestro verdadero Yo, nuestro Yo inmortal y eterno.            Nos abre el camino, arduo, escarpado, oculto y reservado a los espíritus esforzados y debidamente cualificados, que conduce a la conquista y realización de la Suprema Identidad, el misterio de la identidad, igualdad o equiparación entre el Espíritu del ser humano y el Espíritu divino, el Gran Espíritu, que se hace presente en el hombre.

            Muy iluminadoras, tan certeras como profundas, son las palabras con las que Frithjof Schuon

resume esta alta doctrina espiritual: “no es más que en Dios que soy realmente «Yo» («Moi»); en la

ilusión individual, estoy como separado de mí mismo”, pues “el «yo» creado (le «moi» créé) no es más

que un velo que me oculta a «Mí-mismo», que soy increado (me cache à «Moi-même», qui suis incréé)”.

Gracias al conocimiento de mi Centro supra-personal, “mi Esencia supra-individual”, afirma Schuon, me

abro a lo Real, lo Absoluto, lo Infinito, y “Dios me penetra y me santifica, absorbiendo por otra parte mi

existencia; me hace llegar a ser Lo que soy en realidad (Ce que je suis en realité) y desde toda la

eternidad, a saber: Él-mismo (Lui-même)”.

            Observemos que la expresión francesa Ce que je suis, utilizada por Frithjof Schuon (con el Ce en

mayúscula), y que hemos traducido como “Lo que soy” (con el artículo neutro “Lo” también en

mayúscula), debería traducirse literalmente por “Eso que soy”, al corresponderse el adjetivo francés Ce

exactamente con el español “Eso”. Y hay que añadir, como detalle importante que ayuda a entender el

sentido profundo de la frase citada, que tales voces, el francés Ce y el español Eso, al estar en mayúscula, vienen a ser el equivalente al término sánscrito Tat --cuyo parentesco con el inglés That y el alemán Das resulta evidente--, usado en la tradición hindú para designar lo Absoluto, el Brahman, como puede apreciarse en la fórmula upanishádica Tat tvam asi, “Eso eres tú” (That you are; Das bist du). Ahí está la cima de la Sabiduría: descubrir o realizar que tú eres Eso, Tat, o sea, lo Absoluto.

            Únicamente en Dios puedo conocerme y reconocerme realmente. Únicamente enraizando mi vida

en el Principio puedo encontrarme y descubrirme a mí mismo, verme como realmente soy y ser

auténticamente “Yo”. Sin Dios, separado y distanciado de Él, prescindiendo de su Presencia, no soy

nadie, no soy yo, estoy ausente de mi propia realidad personal, no estoy presente a mí mismo. No soy yo

sino otro; un otro extraño y demencial, extravagante (que vaga extra-orden o fuera del orden, fuera de sí, sin saber quién es ni adónde va); un otro que vive desmayado y descentrado, extraviado en la pura

otredad, perdido en la exterioridad, errante en el mundo de afuera, girando sin descanso, sin norte ni

sentido en el puro Devenir, sometido a la rueda del Samsara.

            Al separarme de Dios me separo de mi propio ser, me alejo de mi Self, me distancio de mi Imagen

íntima y celestial, del Modelo o Arquetipo que me hace ser tal como soy, me constituye como persona y

en el que puedo mirarme como en un puro y noble espejo. Lejos de Dios, del Ser y Supra-Ser, de lo

Absoluto, que es mi honda realidad, vivo como un extraño a mí mismo, me encuentro lejos de mí,

apartado de aquello debería interesarme ante todo. Vivo como alienado y enajenado, aunque no me dé

cuenta de ello. Es la Seinsentfremdung sobre la que nos advierte y alerta Karlfried Graf Dürckheim

(enajenación o extrañamiento del Ser: de fremd, “extraño”, y Sein, “Ser”).

            Únicamente conectándome con lo Absoluto puedo encontrar, sentir, ver y palpar mi verdadera

realidad, mi intimidad o mismidad más honda, a la que seguramente nunca he llegado (y quizá no me he

atrevido jamás a buscar ni mirar). Sólo en Dios soy realmente Yo, sintiendo, viendo y palpando lo que en

verdad y en toda su hondura significa ese “Yo” mío. Sólo cuando me abro a Dios, y cuando Dios me

ilumina desde dentro, puedo descubrir el meollo de la frase “Yo soy”, entendiendo cabalmente, sin

sombra de duda, lo que entrañan y verdaderamente quieren decir cada una de las dos palabras que la

forman: “yo” y “soy”. Sin la Luz que viene de Dios, de lo supremamente Real, no podré jamás

desentrañar el misterio de mi yoidad, de mi ser y mi existir.

            Mi individualidad, mi pequeño yo, el yo mezquino, efímero y condicionado, me separa de mí

mismo, como bien asevera Schuon. Me oculta mi verdadera realidad, me aleja de mi Esencia y mi Centro,

me aísla de todo aquello que me hace ser quien soy, dejándome solo y abandonado, sumido en un estado

de indigencia existencial, aislado de todo y del Todo (ese Todo o Totalidad que es lo Absoluto, al cual

estoy esencial e íntimamente unido). Con las brumas, las nieblas y tinieblas con las que nubla mi mente,

me impide conocerme en verdad y a fondo. Presenta ante mí un auténtico espejismo, que me engaña y me

hace ver como real lo irreal, me hace creer que soy el yo individual, contingente y perecedero, que es lo

primero con lo que me encuentro y lo que se impone de forma inmediata a mi consciencia vital.

Prisionero de los esquemas forjados por ese mismo yo individual, confundido y aturdido por el espejismo

egótico, llego a tomar erróneamente por mi auténtico Yo al yo creado, temporal y mundano, que es un yo

ilusorio y falso, sin realidad ni consistencia alguna.

            La Navidad, con su atmósfera sacra, mágica y poética, me invita y me incita a romper esa tiranía de mi falso yo. Con su ambiente de serenidad, de luz y calor hogareño, me facilita la acción o actitud

contemplativa de recogerme en mí mismo, preparándome así para descubrir el misterio que se oculta en

mi persona y que está en la raíz misma de mi ser. Me impulsa a liberarme de la costra asfixiante de

ignorancia y pasión viciosa que me imponía el ego, el yo impostor y parásito que se interpone en mi

camino y me impide caminar, succionando y malogrando mis mejores energías. Corrige la visión errónea

que yo tenía de las cosas y de mí mismo. Me hace ver la realidad tal como es y, de este modo, me abre el

camino al encuentro conmigo mismo, al reencuentro con mi más alto Ser.

            En la Navidad, cuando es vivida de lleno y de forma auténtica, tiene lugar por tanto el gran milagro

del autodescubrimiento. Al abrir mi ser al nacimiento de Dios, me abro a mi propia realidad y renazco a

una nueva vida. Dios, al nacer en mí, penetra hasta los últimos entresijos de mi ser, y al inundarme con su

Presencia me purifica y santifica, me ilumina y aclara, me redime, me libera de la opresión y tiranía del

ego, que me impide encontrarme y conocerme a mí mismo.

            El ambiente de paz y recogimiento de la Navidad me exige ahondar en mi propia interioridad, eso

que solemos tener tan descuidado, arrinconado y postergado a causa de una forma de vida mundana y

banal, volcada hacia lo exterior. Forma de vida entregada por completo a lo exterior, totalmente absorbida por la exterioridad, que ha llegado a contaminar la vivencia misma de la Navidad, la cual en amplios sectores de la población ha perdido su significación sagrada y ha quedado reducida a una simple y

superficial fiesta del consumismo, el derroche, la diversión y la banalidad.

            La Navidad, con su intrínseco sentido sagrado, religioso y espiritual, rompe, o debería romper, esa

tendencia a la pura exterioridad (más bien impura por sus efectos contaminantes), y de hecho, cuando

recupera su significación genuina, propicia un movimiento de ensimismamiento, de interiorización, de

meditación y contemplación, que es el mejor antídoto --o, mejor dicho, el único antídoto realmente

eficaz-- contra tal epidemia de exterioridad y extroversión.

            La Navidad nos pide volver al interior, dirigir nuestra mirada hacia dentro. Por desgracia, en vez

enraizados en nuestra intimidad, vivimos inmersos en lo que Jacques Lacan llama la “extimidad”. El

clima espiritual y renovador de la Navidad nos llama a revertir tan lamentable tendencia, convirtiendo esa

anormal extroversión en una sana introversión. Pues ahí dentro, en nuestro interior, está todo lo que

necesitamos y anhelamos: la verdad, la felicidad, la libertad, la plenitud.

Ahora bien, al dirigir mi mirada hacia mi interior, me sitúo cara a cara, directamente y sin

subterfugios, frente al misterio más radical y primario de la vida humana: el misterio de la subjetividad; o, lo que es lo mismo, de la personalidad, de la conciencia y la consciencia, de la intimidad, de la yoidad, de

la propia identidad (ser un “quien”). Es decir, el misterio de mi ser como sujeto pensante y sentiente,

sujeto único e irrepetible; o, lo que es lo mismo, el misterio de ser una persona con su propio destino, su

vocación, su propia capacidad de decisión, su propia libertad, su norma rectora que la guía desde dentro

(como un faro en su propia mente) y su propio liderazgo interno. Se trata, en una palabra, de penetrar el

misterio del Yo. Ahondar en ese misterio es tratar de ver quién y qué soy en realidad, qué me hace ser

esta persona que soy.

            Al volver la mirada hacia mi interioridad, y al preparar al camino para que Dios nazca dentro de mí,

voy descubriendo paso a paso la clave de ese misterio de la subjetividad, que no es otra que la Presencia

en mi propio interior del Misterio, el Misterio supremo, lo Absoluto, la Divinidad. Ese Misterio que se

nos presenta y revela para nuestra comprensión desdoblándose en dos posibles facetas: por un lado, como

Sujeto supremo, o la Persona suprema que fundamenta toda subjetividad, toda existencia o naturaleza

personal; y, por otro lado, como Objeto supremo, la Cosa suprema, aquella que da vida a todas las cosas o

todos los objetos, y que inspira, motiva y orienta nuestra búsqueda, siendo el fin de todos nuestros deseos, aspiraciones y anhelos (el Valor supremo, fuente de todos los valores).

            No dejes, pues, esta oportunidad radiante que te ofrece la conmemoración solsticial y navideña.

Aprovecha la atmósfera renovadora de la Navidad para ensimismarte, para sumergirte en ti mismo, para

reconcentrarte o ir hacia tu propio centro. Escucha la llamada solsticial y navideña que te convida a

bucear en la inmensidad luminosa de tu ser y desvelar así el misterio de tu mismidad. Descubrirás

entonces, si te abres a la Luz que la misma Navidad te aporta, que ese “tú mismo”, que tanto amas, que

tanto te ocupa y preocupa, que está en el centro de tus inquietudes, pero al que tantas veces has dado la

espalda y por el que te has interesado bien poco, es en realidad Él, Dios o la Divinidad.

            En el fondo y centro de ti mismo encontrarás a Aquél o Aquello que da fundamento a tu ser. Quien

está presente en el corazón o núcleo de tu ser es Él mismo, El que te hace ser quien eres, pues es Él es tu

Sí-mismo o Yo-mismo, tu propio Self o Yo increado y eterno (your Self, ton Soi, dein Selbst). Una vez

que hayas perforado la corteza ilusoria y opaca de la individualidad, la cáscara huera y engañosa del ego o

yo efímero, fugaz y precario, con el que erróneamente has vivido identificado, llegarás a encontrar tu

verdadero Yo, que no es otro que el Tú supremo, el Tú fontanal y fundante.

            En este clima de radical renovación, de deificación, el Gran Yo, el verdadero Yo, el Yo real, el Yo

espiritual e increado, el Yo eterno e inmortal, el Yo incondicionado, el Yo nirvánico, emerge majestuoso,

sereno e inconmovible, venciendo al pequeño yo, el yo irreal, el yo falso e ilusorio, el yo creado y

material, el yo mundano, el yo efímero y condicionado, el yo samsárico, sometido al tiempo y al espacio.

El Yo solar, central, vertical, elevado y profundo, luminoso y uránico se alza victorioso sobre el yo lunar,

periférico, horizontal, terrenal, superficial y mezquino, opaco y sombrío.

            La Navidad, con su nueva Aurora, anuncia el fin del poder tiránico que ejerce ese yo falsario y

usurpador, que usurpa el puesto del Yo real, al que intenta suprimir y sepultar, y se erige en dios o ídolo

al que todo tiene que servir (incluido el mismo Dios), que considera que todo tiene que estar en función

de él y de su voluntad caprichosa. El resplandor navideño deshace el trampantojo de ese yo espurio y ruin

que no hace más que plantearse absurdas preguntas como: “¿por qué yo?”, “¿por qué ha tenido que

pasarme a mí esta desdicha?”, ¿cómo es posible que esto me haya ocurrido a mí o se haya hecho esto

conmigo?”, “¿por qué soy tan desgraciado?”. O bien lanzar quejas y lamentos del mismo cariz: “¡qué

injusta ha sido la vida conmigo!”, “¡qué mala suerte la mía!”, “¡cómo me ha maltratado el destino!”,

“¿qué he hecho yo para merecer esto?”.

                        El yo individual, encerrado en sí mismo, recluido en la prisión que él mismo se ha forjado, incapaz de abrirse y salir de su propia falsedad y miseria, siempre obsesionado por “yo y lo mío”, se desvanece como un mal sueño, se esfuma, se disipa y se diluye como lo que es, como un espejismo o una imagen fantasmal, como un títere insustancial y carente de realidad, ante el resplandor del Yo increado, el Yo inmortal, que es mi Esencia, mi Realidad más profunda y auténtica, mi Centro supra-personal. Ese yo

raquítico y rastrero, que no sabe más que decir: “me parece” (es mi parecer), “me gusta o me disgusta”,

“me interesa o deja de interesarme”, “mi opinión o mi interés por encima de todo”, “esto es para mí y

sólo para mí”, “yo soy el que sabe cómo son las cosas” (y no necesito ninguna ayuda, orientación ni

consejo), “yo soy libre y hago lo que me da la gana”, “no creo en nada de eso”, “esto no es lo mío”

(cuando se trata de algo realmente vital, fundamental para la vida), ve cómo se hunde todo su trivial

andamiaje ente el revulsivo que supone el Nacimiento navideño (el Neugeburt, el Nacimiento del Yo real

o Yo divino) y el halo de Luz que lo rodea.

            Al nacer Dios dentro de mí, cambia radicalmente no sólo mi forma de actuar y de comportarme,

sino también mi manera de ser (que se hace más auténtica), mi forma de ver la realidad y mi postura ante

la vida (que se hacen más realistas, más penetrantes y sabias). A partir de entonces veo todo en Dios y a

Dios en todo. Dios se me revela y me habla en cuanto me rodea, en cualquier cosa que suceda, en lo que

yo pueda pensar o sentir.

            Consciente de la Presencia divina, comprendo, acojo y me hago eco de la enseñanza expuesta por el

jesuita Jean-Pierre de Caussade, místico francés del siglo XVIII: “Desde el origen del mundo Jesucristo

vive en nosotros, obra en nosotros todo el tiempo de nuestra vida”. Y hago mía también la norma de

conducta en la que Caussade resumía toda la doctrina del Evangelio, sintetizada en su ideal del “abandono

a la Providencia divina”: “Dejar hacer a Dios y hacer lo que Él exige de nosotros” (Laisser faire Dieu et

faire ce qu’Il exige de nous).

            Puesto que nos situamos, al hacer estas reflexiones, en la atmósfera navideña, no podemos menos

de citar los conocidos versos del “Cántico Espiritual” de San Juan de la Cruz, de quien cuentan sus

biógrafos gustaba de cantar en todo momento, al trabajar o al caminar, siendo precisamente en la Navidad cuando cantaba “con mayor efusividad y muestras de alegría”. Son estrofas en las que, usando un

lenguaje usual en la mística cristiana, llama a Dios “el Amado” y compara al alma con su amada y amante, y en las que, por haber una referencia a la noche, nos trae a la mente el calor amoroso de la Nochebuena:

¡Oh noche que guiaste!

¡Oh noche amable más que la alborada!

¡Oh noche que juntaste

Amado con amada,

amada en el Amado transformada!

 

            Por lo que se refiere a la “muerte mística”, San Juan de la Cruz, en la segunda canción de “Llama

de amor viva”, hablando de la “mano blanda” de Dios y su “toque delicado, que a vida eterna sabe”,

canta: “Matando, muerte en vida la has trocado”. El místico carmelita explica estas imágenes aclarando

que el alma que ha pasado por esa muerte interior renace en Dios, está unida a Dios y “absorta en Él, es

Dios por participación de Dios”. Y añade: “de esta manera está muerta el alma a todo lo que era en sí, que

era muerte para ella, y viva a lo que es Dios en sí”.

 

* * *

 

            En el cielo estrellado de la Navidad, la Noche buena o Noche santa, bajo la luz del Yo renacido,

resplandece con intenso fulgor mi propia Estrella, la estrella de mi destino, la estrella de mi alta meta, la

estrella de mi origen y fin último. Al igual que hizo la Estrella mágica que guió a los Reyes Magos hacia

el Portal de Belén, esta Estrella mía, que luce en lo alto desde toda la Eternidad, me muestra el camino

para encontrar la Imagen o Idea que me hace ser quien soy. Mi Estrella presenta ante mis ojos el Icono

que inspira y constituye mi realidad personal.

            En el luminoso y pacífico ambiente navideño, rebosante del alegre repicar de las campanas y los

cánticos de paz y alegría, sobre el blanco manto de la nieve que simboliza inocencia y pureza, mi

imaginación despierta y se aviva para ver mi Estrella, para plasmar en mi vida diaria el Icono o Arquetipo

celestial que forma el centro mismo de mi ser, para realizar la Imagen divina que es mi Esencia. Esto es,

esa Imagen o Bild, reflejo de la Divinidad, en la que radica todo el secreto de lo humano: la Imago Dei o

“Imagen de Dios” que vive y late dentro de mí, la Imagen o Idea que de mí tiene el Creador en su Mente.

No hay que olvidar que, según la tradición judeocristiana, el hombre ha sido creado “a imagen y

semejanza de Dios”.

            Gracias al Neugeburt o Nuevo nacimiento, el Yo vertical se alza erguido como un esplendoroso

Árbol de Navidad, el Árbol de las luces en el que encuentra su nido, su cobijo y su hogar el Sol eterno. La

Y inicial del pronombre español “Yo”, letra de tan rico simbolismo, surge ante nuestros como todo un

símbolo de regeneración y renovación. Esa Y tan simbólica, tan gráfica y tan bella, parece brotar ante

nuestros ojos como un árbol fuerte y frondoso, el “buen árbol” (guter Baum) del que habla Jakob Böhme,

recogiendo la enseñanza evangélica: árbol que da buenos frutos, pues “crece en el terreno o campo de

Dios y da frutos para la mesa de Dios”, frutos de los que la persona recta podrá disfrutar y gozar

eternamente.

            La Y del Yo, formada por un eje vertical con su parte superior en forma de V, se nos aparece como

la representación esquemática de un árbol, una copa y una columna, o también de la figura humana, con

sus dos brazos abiertos hacia lo Alto, hacia Dios. La imagen de la copa puede, a su vez, entenderse bien

como vaso con pie o recipiente en forma de cáliz (el Grial, por ejemplo), para ser utilizado en la liturgia y

en los ritos sagrados, bien como copa del árbol, o sea, el conjunto de ramas y hojas que forman la cúspide

de un árbol. Figuras todas ellas que tienen aquí una elocuente y significativa aplicación. Contemplada

como imagen del árbol, la Y del Yo emerge desde el fondo de la Tierra, en la que hunde firmemente sus

raíces, para elevarse hasta el Cielo, hacia donde proyecta su mirada, reproduciendo así la figura del Axis

Mundi, el Eje del Mundo que conecta Cielo y Tierra. En este sentido, el Yo se nos aparece como si fuera

una réplica del Yggdrasil, el Árbol cósmico de la tradición germánica, concebido como una figuración del

Eje cósmico, como la Columna o Pilar que sostiene el Orden universal.

            Pues bien; esa Y del Yo auténtico, que se eleva enhiesta, majestuosa, firme y gozosa en su

verticalidad, extendiendo sus dos extremos superiores hacia el Cielo, en actitud orante y sacrificial, y se

abre cual copa sagrada hacia lo Alto, coincide justamente con la primera letra del nombre Yggdrasil. Y

hay que observar, a este respecto, que esa Y inicial de dicho nombre es la que nos ofrece el primitivo arte germánico como emblema de dicho Árbol cósmico, adquiriendo la forma de una bella y adornada

columna que en su cima o parte superior se bifurca en dos brazos o ramas, que se extienden

horizontalmente a derecha e izquierda como sosteniendo el Cielo o recogiendo su influencia ordenadora,

benefactora y protectora.

            Y, en este punto, no podría dejar de señalarse la conexión simbólica del Yggdrasil con el Árbol del

Sol y el Árbol de Navidad. Recordemos asimismo que en el arte cristiano, tanto gótico como románico,

las columnas de los templos reproducen exactamente la forma de troncos de árbol, con la idea o mensaje

que éstos trasmiten de fuerza, firmeza, equilibrio y verticalidad, así como de orientación hacia el Sol y el

Cielo. Todas esas ideas son las que quedan recogidas y plasmadas también en la imagen simbólica de la Y

del Yo, de la Personalidad metafísica, el Yo que se sitúa ante el Tú divino. (Curiosamente, en inglés la Y

se hace presente en You, la palabra para decir “Tú”).

            No podemos dejar de señalar que la Y con la que se inician las voces Yggdrasil y Yo es también la

inicial de la palabra inglesa Yule, uno de los nombres de la Navidad en inglés (o también Yuletide), en una

forma antigua, sinónimo de Christmas. Se trata de una voz de origen germánico, como puede verse en el

nombre que recibe la Navidad en las lenguas escandinavas: Jul (pronunciado yul). Así, por ejemplo, en

sueco: Julgran (“árbol de Navidad”), Julafton (Nochebuena, literalmente “Noche de Navidad”, afton =

noche), Julbrasa (Fuego de Navidad, Yule-log fire en inglés), önska god Jul (felicitar las Navidades). Por

otra parte, no puede dejar de señalarse que la letra J, al igual que la I, viene a ser equivalente en algunos

aspectos simbólicos a la Y, yendo ambas letras asociadas al simbolismo tanto del pronombre de primera

persona, el Yo vertical (Jag, Ich, I, Io, Je, Jo, Ik, Ia o Ya), como del Sí afirmativo (Yes, Yea, Yup, Ja,

Jawohl, Jawel; Jo en sueco, como Sí enfático, “¡pues sí!” o “¡que sí!”; jo visst, “¡sí, por cierto!”). Hay que

tener en cuenta que en todos los idiomas citados la J se pronuncia como Y.

            Renacido desde sus mismas raíces, el Árbol de mi ser pregona la nueva aurora del Yuletide,

llevando impresa en su tronco la buena nueva del nacimiento de Dios. En todo este trasfondo simbólico,

parece resonar la voz de Yahvéh (YHVH en el Tetragramaton o Nombre de las cuatro letras) diciendo

“Yo soy el que soy”. Es decir, “Yo soy el que se da a sí mismo el ser, el que tiene en sí mismo su razón de

ser”. Ese “Yo soy” es el que vibra y resuena dentro de mí, como reflejo del Ser divino, según enseña

reiteradamente Sri Ramana Maharshi. Aunque en mi caso, evidentemente, yo no me doy ni me puedo dar

a mí mismo el ser, sino que lo recibo de Quien realmente es, de Aquel que me trasciende y me hace ser y

existir. Resulta significativo que la citada frase en lengua española, “Yo soy”, empieza y termina con la

letra Y, esa Y, cuyo nombre en hebreo es Yud, que es la que aparece asimismo como inicial del nombre

de Dios en hebreo: Yahvéh o YHVH.

            Cabe añadir que, a veces, el nombre Yahvé se compendia escribiendo únicamente la primera

sílaba: Yah. Así, por ejemplo, es frecuente encontrar la fórmula “Yah, el Eterno”. La Y o Yud aparece

como inicial en otro de los nombres de Dios: Yáhid, “el Único”. Resulta llamativa, por cierto, la similitud

o casi coincidencia del nombre de la letra hebrea Yud con el Yule inglés y con la pronunciación Yul del

vocablo con el que se designa la Navidad en sueco, danés y noruego. La Y vuelve a aparecer como inicial

del nombre de Dios en la tradición china: Yü Huang. Este es el nombre de la Divinidad suprema en el

Taoísmo religioso, que suele traducirse como “Emperador de Jade”, por ser el jade símbolo de la suprema

pureza, aunque también se le dio el título “Emperador de lo Alto”, título de resonancias dantescas. Dante

llama a Dios “nuestro Emperador” (lo nostro Imperadore), que rige el Universo desde la Alto, desde el

Empireo, con justicia y piedad.

            No estará de más señalar que esa Y simbólica que hemos visto asociada a tantos aspectos de la

Navidad, del nacimiento de Dios dentro del alma y del surgir victorioso del Yo verdadero --Yule, Yes,

You, Yggdrasil, Yahvé, SoY--, conlleva asimismo un mensaje de unidad, de unión y de integración. Pues

no en vano la Y es, en lengua española, la conjunción copulativa, cuya función es “unir palabras o

cláusulas en concepto afirmativo” (según la definición del DRAE). Así, por ejemplo, sin apartarnos del

cuadro navideño, María y José, el buey y la mula, el Portal y la Estrella, el Árbol y el Sol, Cielo y Tierra.

            La Y es la letra del Amor, que simboliza y expresa my gráficamente la unión de los amantes: el Amado y la amada (recogiendo la imagen ya citada de San Juan de la Cruz).

            Es también la Y de la pareja que forman el Yin y el Yang (otra idea a la que ya hemos aludido); esto

es, los dos aspectos de la Manifestación universal, cuyos dos nombres empiezan por la Y, con la armonía

ideal que representa la unión de ambos. Y la Y es también, por último, la letra inicial de Yoga y Yugo,

dos palabras que significan unión o reunificación armónica (“yugar” es sinónimo de “unir”, “yuntar” o

“juntar”). No sería exagerado hablar de un “Yoga of Yule”, un Jul-Yug o Yul-Yug, un Yoga de la Navidad,

en el cual, además de la unión de cuerpo y mente, se prepara y efectúa la unión o reintegración del Yin y

el Yang, esto es, de lo femenino y lo masculino, lo que equivaldría a la recuperación de la Imagen

andrógina que es consustancial al Yo verdadero y real o, lo que es lo mismo, a la Imagen divina del ser

humano, según explicara muy certeramente el mismo Franz von Baader.

            El nacimiento de Dios en mi alma o, lo que es lo mismo, el aflorar y florecer de mi Yo celestial y

divino, crea en mi mundo personal un clima de pacificación, reconciliación, concordia y cordialidad.

            Queda trascendida la dualidad, con los conflictos y las tensiones que inevitablemente lleva consigo el enfoque dualista (habitual en nuestra manera de vivir y de actuar). En ese clima de concordia y unidad me siento reconciliado con todo lo que me rodea y con todo lo mío: mi vida, mi patria, mi familia, mis

amigos, mi comunidad, mi prójimo (esté próximo o lejano), mi trabajo, mi misión, mi lugar y mi puesto

en el Mundo. “Lo mío” pierde así la carga negativa, egoísta o egocéntrica, que recaía sobre ello, esa

tonalidad tóxica que suele llevar asociada la idea de “lo mío” en la mentalidad ordinaria de los seres

humanos. La Luz navideña, con el ambiente que crea de paz y renacimiento espiritual, pone fin a la

guerra interior, al desgarro, el conflicto y el enfrentamiento permanentes en que yo antes vivía. El Yo que

nace o renace actúa realmente en mi vida como fuerza redentora, liberadora, pacificadora, armonizadora,

integradora y conciliadora.

            Desde la atalaya luminosa de mi Yo eterno yo me reconcilio con todo aquello que antes era fuente

de angustia y malestar, de dificultades, problemas y frustraciones sin cuento: mi entorno o circunstancia,

mi individualidad, mi sensibilidad, mi existencia, mi razón (que me sometía a una tiranía racionalista, fría

y calculadora), mi emotividad (que me zarandear y desgarra con frecuencia), mi individualidad y mi

egoidad. Mi propio ego, que era mi peor enemigo, como yo tiránico, separador y separatista, queda ahora

liberado de su inclinación autodestructiva, convirtiéndose en un ego generoso, amoroso y servicial,

dispuesto a sacrificarse, que se pone humildemente al servicio del Yo regio, el Yo espiritual, el Yo

unitivo, el Yo sin-ego y soberanamente libre.

            A partir de este renacimiento de mi verdadero Yo, de este descubrimiento de mi verdadera

identidad, cobra nuevo sentido, adquiere un sentido y un significado plenos, todo lo relacionado conmigo,

con mi “yo”, en las diversas formas gramaticales relacionadas con el pronombre de la primera persona:

, me, mi, mío o mía, conmigo (mich, mir, mein en alemán). Puedo entender mejor lo que Dios hace, ha

hecho, ha creado, ha dispuesto y planeado “en mí”, “por mí” y “para mí”. Comprendo y valoro con mayor

hondura lo que me da, me dice, me envía, me ofrece y me presenta, cobrando todo ello el valor de una

auténtica revelación dirigida directamente a mi Intelecto.

            Veo con claridad lo que significan y la función que tienen dentro del Orden universal --“el Orden de Dios” (l´Ordre de Dieu), para emplear una expresión cara a los místicos franceses-- todas aquellas cosas que forman parte de vida y de mi persona: mis cualidades y mis deficiencias, mi vocación, mi misión, mi destino, mi honor, mi dignidad, mis ideales, mis ilusiones y anhelos, mis convicciones, mis principios. Sé

que Dios está conmigo, me tiene en cuenta, me guía, cuida de mí, está en mí y en torno a mí, y por eso

nada puedo temer.

            La Luz del Sol divino que renace en nuestro interior, como un reflejo interno de lo que ocurre en el

Cosmos, hace despuntar una radiante aurora que baña la totalidad de nuestro ser. Esa Luz redentora y

liberadora, verdadera Luz navideña, pues anuncia un gran y nuevo nacimiento, disipa las negras nubes

que oscurecían nuestra alma, llenándola de tristeza, sopor y pesar, y con ello hace que afloren el gozo, el

regocijo, el júbilo y la alegría, compañeros de la profunda y auténtica felicidad, aquella que está arraigada

en el Ser, y que son elementos distintivos y característicos de la Navidad.

            Así lo hacía notar, en su obra Der Weg zu Christo (“El camino hacia Cristo”), Jakob Böhme,

cuando al explicar el significado del Wiedergeburt o Renacimiento espiritual. afirma que “el hombre

interior es la Eternidad”, añadiendo a continuación que “la Luz eterna dentro del alma es el Reino de los

Cielos (das ewige Licht in der Seele ist das Himmelreich), pues ahí el miedo ígneo de las tinieblas se

transforma en una alegría (die feurische Finsterangst in eine Freude verwandelt wird)”. Ese factor ígneo

o fogoso (feurisch) al que alude Böhme es el fuego infernal, fuego negativo y autodestructivo, generador

de temor, ansiedad y angustia (Angst), que todos podemos y solemos despertar, fomentar y cultivar en

nosotros por obra del yo parásito y mendaz.

            La Luz inmarcesible que viene del Sol eterno, del Soi o Self, del Sí o Sí-mismo, al amanecer en

nuestro interior, hace surgir en nosotros un Sí integral y radical a la llamada de Dios, que hasta entonces

había quedado sin respuesta o había encontrado tan sólo una respuesta tibia y dubitativa. Ese Sí que brota de lo más profundo de nuestro ser, y que como hemos visto se halla simbolizado por la Y, es un Sí

rotundamente afirmativo y afirmador: un Sí a la realidad y a la vida, un Sí a todo lo que es, un Sí

invencible y victorioso. Ese Sí navideño, por la fuerza trascendente que lo inspira y sostiene, es renovador y sembrador de alegría, con lo cual aplasta al No negativo y negador, el No del Nihilismo, el No que nos pone ante el abismo de la Nada o el No-ser, el No de la negatividad que todo lo tiñe de su negra, luctuosa y atrabiliaria sombra.

            Es éste, del Yo increado y divino, un Sí ártico y árquico que, con su aire purificador, con su aura

luminosa y blanca como la nieve, vence la tendencia anárquica latente en el alma egótica o yoista

(decimos “Sí árquico”, por la conexión que tiene con el Arké o Principio). Un Sí lleno de luz que nos

conecta con el Origen del que provenimos y donde está la fuente de toda originalidad. Un Sí

incondicional que restablece el cordón umbilical que nos une con el Centro y Principio, haciendo a

nuestra vida centrada y principiada. Un Sí risueño, jovial, amoroso, silencioso y sonoro, capaz de

acariciar todo cuanto le rodea e infundirle nueva vida. Un Sí navideño y norteño que, con una claridad

semejante a la aurora boreal, nos señala de forma certera e indubitada el Norte divino que hemos de tener siempre a la vista.

            Este es, pues, el mayor tesoro de la Navidad, su más hondo secreto y más alto misterio: el

nacimiento del Cristo Rey y Redentor dentro de nuestra alma; la eclosión auroral, milagrosa y victoriosa

del Logos o Sol divino en nuestro propio interior; la afirmación triunfal del Principio o Arké como Sol

Invictus en nuestra propia vida; la recuperación o resurrección de nuestro Yo real, de nuestra Imagen y

nuestra Estrella; el amanecer de la Divinidad en nosotros mismos tras la prolongada e invernal noche

oscura en la que hemos vivido tanto tiempo de forma tan inconsciente como lastimosa.

            No puede vivirse la Navidad con mayor intensidad ni autenticidad, ni tampoco con más puro

sentido sagrado, que a la luz de esta experiencia mística y mistérica. Ese nacimiento interno de Dios, del

Verbo o Logos, del Sol eterno, de lo Absoluto, debiera ser el hecho fundamental en nuestra celebración

de la Navidad, formando el eje que articule y dé sentido a nuestro proyecto de vida para el nuevo año que

se anuncia con el Solsticio de Invierno.

 

Fuente: www.antoniomedrano.net

 

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