El nacimiento de Dios dentro del alma
Tras haber analizado ampliamente diversos aspectos simbólicos de la festividad navideña o solsticial, con su sentido sagrado, cósmico y religioso, como hemos hecho en artículos anteriores, hay que decir que el mensaje más importante y profundo de la Navidad, con su significado y simbolismo estrechamente ligados a la idea de nacencia o natividad, es, con todo y por encima de todo, el nacimiento de Dios dentro del alma. En este nacer de la Divinidad en nuestra propia intimidad radica su doctrina interior, mística, mistérica o iniciática, cargada de una riqueza y una hondura insospechadas.
Este nacimiento interno, “el
Nacimiento” por excelencia, die
Geburt en el lenguaje
de Meister
Eckhart, es el
gran misterio que se oculta en la Noche bendita del Solsticio de Invierno y al
cual se nos
llama en la
atmósfera sagrada de la Nochebuena. Se trata de la doctrina del New Birth,
el Wiedergeburt
(“regeneración”,
“renacimiento”) o Neugeburt
(“neo-nacencia”, “nuevo
nacimiento”), ampliamente
desarrollada
por numerosas corrientes místicas cristianas. Este nacimiento interno, este
renacimiento a
una nueva vida,
vida sagrada y divina, con lo que supone de proceso de divinización o
deificación, debiera ser el núcleo de la vivencia navideña.
Ese Sol que renace en el Solsticio
de Invierno, al igual que el Cristo o Sol redentor que viene al
mundo en estas
mismas fechas, nos invita a emprender la gran aventura que es el nacimiento del
Sol
espiritual, el alumbramiento
del Principio solar, dentro de nuestro propio ser. El Cristo-Sol nace para que
nosotros
nazcamos en Él, para que nos abramos a su Luz y ésta nos llene por completo,
nos renueve y nos
transforme. El
Sol divino nos llama a unirnos con Él, a ensimismarnos en Él, a transformarnos
en Él. Sus
rayos de luz y
fuego amoroso nos abrazan para fundirse con nosotros y para infundirnos toda su
fuerza
transmutadora,
toda su sabiduría y todo su amor.
Como sabia y certeramente apunta el
Abad Henri Stéphane en su magistral obra Introduction à
l’Ésotérisme
chrétien (“Introducción
al Esoterismo cristiano”), la fiesta de la Navidad, con lo que
significa de
nacimiento y victoria de la Luz, se presenta bajo un doble aspecto: un aspecto
macrocósmico,
referido al
Universo o a la Vida universal, con su dimensión tanto temporal como espacial
(es un hecho
que ocurre en
un lugar geográfico y un momento histórico determinado); y un aspecto
microcósmico,
proyectado
hacia la realidad de ese microcosmos o “cosmos en pequeño” que es el ser
humano. El punto
de vista
macrocósmico, señala Stéphane, se centra en “el nacimiento del Verbo en el
mundo”, mientras
que el punto de
vista microcósmico se fija en “el nacimiento del Verbo en el alma” (la naissance du
Verbe
dans l’âme).
Acudiendo al lenguaje y las
enseñanzas de la Simbología tradicional, hay que decir que, en el plano
humano o
microcósmico, el Sol representa el centro más íntimo y núcleo inmortal de la
persona. Es el
símbolo del
Intelecto, del Espíritu, del Atman, del Purusha (la
Persona interior), de la Budeidad
(Naturaleza-Buddha
o Esencia búdica), del Sí-mismo (el Self,
Soi o Selbst), de nuestra Esencia, de nuestra verdadera y honda
naturaleza, de nuestra más profunda realidad, que no es otra cosa que la
presencia de Dios dentro de nosotros.
Dicho con otras palabras, el Sol
simboliza nuestra intimidad o mismidad, nuestra Personalidad
metafísica,
nuestro Yo superior, el Yo espiritual, el Yo trascendente, el Yo real, el Yo
auténtico y
verdadero, el
Yo profundo y recóndito, el Yo increado e incondicionado, el Gran Yo (Dai-Ga)
de ciertas
escuelas
budistas japonesas. El Yo esencial, “el Yo del yo” (das Ich-Ich, the I-I), que me permite decir
“yo mismo” (my-Self)
y “yo soy” (I am, Ich bin); y puedo hacerlo porque “Dios, el Self o
Sí-mismo, es y
está en mí”. Es
el Yo eterno e inmortal que, por su posición elevada y central, por su potente
y firme
realidad, se
halla en radical contraposición al ego o sentimiento malsano del yo, alzándose
muy por
encima del yo
psicofísico, el yo inferior, el pequeño yo, el yo empírico y existencial, el yo
creado y
mortal, el yo
falso e irreal, el yo ilusorio y efímero, el yo superficial y aparente, el yo
limitado y
condicionado,
el yo mentiroso que nos engaña y nos tiene esclavizados, sembrando nuestra vida
de
incertidumbre,
angustia, sufrimiento y amargura.
Bajo esta luz resultará más fácil
comprender el significado interior, personal, y al mismo tiempo
suprapersonal o
transpersonal, que tiene la celebración de la Navidad y del Solsticio de
Invierno. El Yo
real y
trascendente, que se identifica con “el Cristo interior” (the Christ within de la mística inglesa),
resplandece
como un auténtico Sol espiritual frente al mundo oscuro, pobre, turbio y
precario del yo
ficticio,
egocéntrico y egolátrico. Y es este Yo real --debiendo entenderse el
calificativo “real” en el
doble sentido
de la palabra: regio, soberano o imperial, por un lado, y auténtico, verídico o
ajustado a la
realidad, por
otro-- el que ha de nacer o renacer en nosotros mismos.
Para que la vivencia de la Navidad o
Solsticio de Invierno llegue a su culminación, el nacimiento
del Sol o
Helios eterno tiene que producirse dentro del alma, en nuestro propio interior.
Es en el centro
mismo de
nuestra persona donde debe producirse ese Solsticio simbólico y espiritual,
lleno de fuerza
renovadora,
pleno de esperanza y alegría, que coincide con la Navidad, como fiesta
conmemorativa del
nacimiento de
Cristo, Sol del Mundo. Es ahí, en nuestro corazón, en el hondón y centro
recóndito del
alma, donde
está el Portal de Belén, la gruta o caverna donde ha de nacer el Sol divino.
Esta es una de
las ideas clave de la mística y el esoterismo cristianos: que el nacimiento de
Cristo
no debe
contemplarse como un simple hecho histórico que ocurrió una vez en el pasado,
sino que es un
acontecimiento
o suceso que ha de repetirse de manera real y efectiva en cada uno de nosotros,
haciéndose
realidad en nuestra vida personal. He aquí un mensaje de la mayor
trascendencia, trasmitido a
lo largo de los
siglos por la más alta sabiduría de la tradición cristiana y que vamos a
encontrar en los
grandes
teólogos, místicos y poetas de todas las épocas.
Así lo enseña insistentemente Jacob
Böhme, el sabio y místico zapatero de Görlitz, en Silesia,
llamado “el
Filósofo teutónico”, auténtica luminaria del esoterismo cristiano, cuya vida y
obra se
desarrolla en
el conflictivo siglo XVII, desgarrado por sangrientas guerras religiosas, y
cuya doctrina ha
ejercido una
gran influencia en el pensamiento europeo de siglos posteriores. Böhme se erige
en
verdadero
abanderado del Wiedergeburt
(Renacimiento), en el que insiste
una y otra vez, viéndolo como
un surgir o
amanecer del Sol eterno (die
ewige Sonne) dentro del
alma.
Su libro principal, o al menos el
más conocido, que es un amplio y profundo tratado sobre teología,
cristología,
cosmología y antropología sagradas, lleva precisamente el significativo título
de “Aurora”,
así en latín
(recordemos la definición que, de esta palabra, nos da el Diccionario: “luz
sonrosada que
precede
inmediatamente a la salida del Sol”). El título completo de la obra es Aurora oder Morgenröthe
im
Aufgang, en el cual se
repite la voz “Aurora”, esta vez en alemán (Morgenröthe), seguida de la
locución im Aufgang, “en la subida o salida” (el verbo aufgehen significa
“subir”, “ir hacia arriba”, como
cuando el Sol
va subiendo en el firmamento, y también “salir”, aplicado esto último a la
salida del Sol o
de la Luna). En
dicho título la alusión a la Aurora o Nacimiento del Sol divino aparece, pues,
tres veces,
en las tres
palabras que lo forman, lo que resulta ya altamente significativo.
Quejándose de que la fe que impera
en la sociedad es sólo “una fe histórica” (ein historischer
Glaube), esto es, una fe consistente en creer ciertas cosas
que ocurrieron antaño, Böhme predica la
necesidad de
superar esa “fe histórica” y cultivar una fe actual, viva, realmente vivida en
la vida de cada
día. Y esto
atañe de manera capital al gran acontecimiento que fue el Nacimiento de Cristo
en Belén, con
el que se
inicia la tradición cristiana. Ese Nacimiento divino debe traducirse, según el
místico silesio, en
un nacimiento
interior en el que Cristo se haga plenamente presente, como algo vivo, en
nosotros. “No
debemos ser
hijos (Kinder) aceptados externamente --escribe--, sino hijos nacidos
desde dentro (von
innen), del seno de Dios (aus Gott),
como un hombre nuevo, que se ha entregado y abandonado en Dios
(der in Gott gelassen ist)”. E insistiendo repetidamente en la importancia de lo
que él llama die
Kindschaft, la filiación o cualidad de ser hijos (palabra
derivada de Kind, “niño” o “hijo”), afirma que
Cristo ha de
encarnarse y tener vida en nuestra propia alma: “el alma tiene que vestirse con
el espíritu y la carne de Cristo”.
Para Böhme, el hombre bueno, justo y
recto es “el Neonato o Nuevo-nacido” (der Neugeborene),
aquel que “ha
nacido de nuevo” (ist neu
geboren), haciéndose
así “semejante a la Deidad y capaz, apto o
idóneo para
Ella” (der
Gottheit ähnlich una fähig). En su
pequeño tratado Der Weg
zu Christo (“El
camino hacia
Cristo”), Böhme declara, en su alemán recio y primigenio, a veces no muy fácil
de
entender: “El
hombre espiritual interior está en el cuerpo santo de Cristo, como en el nuevo
nacimiento,
en el Cielo”, y
con ello conquista “la Perla de la fuerza o energía santa” (das Perlein der Heiligen Kraft).
De este modo,
el hombre recto “introduce de nuevo con el Amor la Luz del Sol eterno en la
propiedad
humana”. Las
enseñanzas de Böhme serán más tarde recogidas por muchos de sus discípulos y seguidores
de distintas
nacionalidades, y en especial por su discípulo inglés William Law, clérigo
anglicano, uno de
los más eximios
representantes de la llamada “Teosofía cristiana”, que las acoge y estudia con
fervor,
haciéndose eco
de ellas de forma fiel y entusiasta,
La idea del “nacimiento interior de
Cristo” (birth of
Christ within) o, lo que es
lo mismo, “el nuevo
nacimiento en
Cristo” (the new
birth in Christ), es uno de
los conceptos centrales en la obra de William
Law. Para vivir
como es debido, para llegar a ser lo que estamos llamados a ser por nuestra
propia
naturaleza, nos
dice el gran místico inglés, necesitamos que Cristo nazca dentro de nosotros.
“Cristo
dentro de
nosotros” (Christ
in us), proclama Law, tiene que ser el
pilar, eje y fundamento de toda nuestra
vida: “Cristo
formado dentro de nosotros, viviendo, creciendo, elevándose y resucitando su
propia vida y
espíritu dentro
de nosotros”.
El mismo Law, que afirma
expresamente, con aguda visión simbólica, que “el Sol (the Sun)
es un
emblema del
Redentor del mundo espiritual”, compara este nacimiento de Cristo dentro del
alma con un
nuevo amanecer,
con el surgir del Sol en el centro de nuestro ser. Law llega a concebir a
Cristo como “un
Sol interior” (an inward Sun), un Sol que debe surgir en nuestra vida y dentro de
nosotros como en una
Navidad que
tiene lugar aquí y ahora. Así como una planta “tiene que tener el Sol dentro de
ella” (must
have the
Sun within it), es decir, ha
de tener “un Sol interno” para poder beneficiarse de la acción y las
virtudes del
“Sol exterior” (the
outward Sun), del Sol que
luce en el firmamento, sin lo cual no podrá
recibir los
beneficios que brotan de su luz y su calor --argumenta Law--, así también
nosotros, los seres
humanos,
necesitamos que dentro de nosotros surja ese “Sol interior” que nos permitirá
recibir la gracia
vivificante y
redentora del Sol divino que nos ilumina desde lo Alto.
No podremos tener en nuestra vida,
dice Law, la menor chispa ni de alegría ni de amor, si no
nacemos de
nuevo, si no se produce en nosotros mismos “un nacimiento de la Luz y el Amor
celestiales”,
si no se da en
nuestra persona “un nuevo nacimiento de la Vida divina” (a new birth of the divine Life). El
bien, la
felicidad y la alegría, la salvación y la liberación --insiste Law-- no nos
pueden venir de fuera,
sino únicamente
de “la renovada vida de Cristo dentro de nosotros” (the renewed life of Christ within us).
Esta es la clave de nuestro retorno
al estado noble y paradisíaco en que fuimos creados: “la Luz de Dios
dentro de
nosotros, el Espíritu de Dios operando dentro de nosotros, el nacimiento de
Cristo viendo
realmente la
luz dentro de nosotros”.
Meister Eckhart, que puede ser
considerado el más alto representante del esoterismo cristiano, nos habla en
términos muy semejantes del nacimiento de Dios en el propio interior. Lo que él
llama “el
nacimiento” (die Geburt), “el nacimiento del Hijo” (die Sohnesgeburt), “el nacimiento de Dios en el
alma” (die Geburt Gottes in der Seele), constituyendo tal idea uno de los pilares de su
doctrina. La
cuestión
esencial, sentencia Eckhart, es “hacerse Hijo” (Sohn werden) o, lo que es lo mismo, “hacerse
cristiforme” (christförmig werden), adquirir o conseguir la forma propia de Cristo.
Todo, según Eckhart, debe ir
encaminado a prepararse para la unión con el Dios que está siempre
presente en
nuestro interior, y eso requiere que nazcamos interiormente a una nueva vida
(la Vita Nuova
cantada por
Dante, cuyo símbolo es el número 9, Nove,
que precede al 10, símbolo de la perfección y la
plenitud, y por
tanto de la Divinidad). Esta es para ti, nos dice el Maestro renano, la obra
mejor y más
perfecta que
puedas imaginar: das
allerbeste Werk. Pero para
llevarla a cabo, advierte, tienes que
purificarte de
todo lo terreno y condicionado, de tal modo que “Dios esté en condiciones (in stande sei) de dar a luz dentro de tu alma a su Hijo unigénito
igual que lo hace en sí mismo”. Eckhart pone en boca del
mismo Cristo
las siguientes palabras, como quintaesencia de su mensaje espiritual: “Hazte
Hijo (werde
Sohn), tal y como yo soy Hijo, Dios unigénito, y llega a
ser [o conviértete en] el mismo Uno que soy yo”
(werde dasselbe Eine, das ich bin).
Meister Eckhart recurre asimismo en
más de una ocasión a la simbología solar para ilustrar ese
nacimiento de
Dios dentro del alma, comparando la acción divina con la acción del Sol cuando resplandece
o ilumina un objeto. Así, nos dice que la Luz de Dios penetra dentro de
nosotros y se derrama en nuestro mundo interior de la misma forma que el Sol se
derrama y penetra en las cosas tan pronto como el aire está limpio y claro. Y
refiriéndose más concretamente al Geburt o nacimiento
interior, lo describe así: “El alma despunta y asciende (geht sie auf) desde la aurora, desde la salida del Sol, desde el Corazón
del Padre Celestial, en el cual sale y asciende (aufgeht)
incesantemente el verdadero Sol, su Hijo unigénito (die wirkliche Sonne, sein eingeborener Sohn)”.
Johannes Tauler, otro de los grandes
místicos alemanes, nos anima insistentemente a recorrer “el
camino que
lleva al nacimiento de Dios en el fondo del alma” (der Weg zur Geburt Gottes im
Seelengrund). Cuando aquello que hay en lo más profundo del alma,
que no tiene nombre ni puede nombrarse, “el fundamento del alma” (der Seelengrund), retorna a Dios, es el hombre entero el que
retorna a Dios,
asevera Tauler. Al volver, reintegrarse y ensimismarse en Dios ese Seelengrund que es “lo
Innominado” o
“Sin-nombre” (das
Namenlose) y “lo Innombrable”
(dasUnnennbare), “responde a este
retorno (Einkehr)
todo lo que en Dios no tiene nombre (was namenlos ist), lo Innombrable (das
Unnennbare), el Fundamento divino [el Fundamento o Fondo de
Dios, der Gottesgrund], y se engendran
así en el
hombre la Palabra y la Luz divinas”. Tras explicar lo que es necesario para que
se dé tal
nacimiento o
divinización interior del hombre, Tauler proclama: “Creedme: toda aflicción y
tribulación
sirve a este
único fin, ¡que el nacimiento de Cristo tenga lugar en ti! Ningún poder del
mundo, ni la vida
ni la muerte,
pueden impedir este nacimiento”.
En uno de sus sermones de Navidad,
cuyo argumento central es “el triple nacimiento” (die
dreifache
Geburt) que todo
cristiano debería tener muy presente como fuente de alegría, Tauler resalta
que tras el
primero y el segundo nacimientos (siendo el primero cuando el Padre engendra al
Hijo en su
Esencialidad
divina, y el segundo cuando el Hijo nace de la Virgen María), hay un tercero
que es aquel en
el que Dios
nace dentro del alma. “El tercer nacimiento (die dritte Geburt) consiste en que Dios todos los
días y a todas
horas verdaderamente nace espiritualmente en gracia y amor en toda alma buena”.
Pero
para que se
haga realidad dicho nacimiento, el ser humano tiene que imitar o incorporarse
“la singularidad
del Padre
celestial en su entrada y salida (sein Eingehen und Ausgehen)”.
“El hombre ha de tener también
esta
singularidad si quiere convertirse en una madre espiritual de este nacimiento
divino: debe entrar por
completo en sí
y después volver a salir de sí” (er soll ganz in sich gehen un dann wieder aus sich gehen).
Tauler añade más adelante que, el
hombre deberá imitar asimismo a la Virgen María, con sus virtudes y cualidades,
con la virginidad de su alma, para que en él pueda tener lugar este noble y
alto nacimiento espiritual. Entonces conseguirá “el gran fruto” de dicha
nacencia: “el mismo Dios (Gott
selber), el Hijo de
Dios (Gottes Sohn), la Palabra de Dios, que es y lleva dentro de sí
todas las cosas (Gottes
Wort, das alle Dinge ist und in sich trägt)”.
Este triple nacimiento divino,
subraya Tauler, es el que celebramos en la fiesta de Navidad. Pero el mismo
Tauler aclara que se trata de algo que ocurre en todo momento; pues el niño e
hijo al que hace
referencia al
pasaje de Isaías que Tauler pone como encabezamiento de su citado sermón de
Navidad
(Puer natus est nobis et filius datus est nobis; “Pues un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha
dado”, Is. 9,
5) es el que ha
de nacer dentro de nosotros, en el interior de cada cual. Ese Niño, ese Hijo
--palabras que
hay que
escribir con mayúscula, pues se trata del Hijo de Dios, el Niño Jesús--, nos es
dado y regalado a
cada instante:
“Es nuestro (Er ist
unser), nos pertenece por completo como
algo propio (ist ganz
uns zu
eigen) y nos es más aún que propio (und mehr als zu eigen). Nace en nosotros sin cesar, siempre y en todo
momento (Er wird allezeit, ohne Unterlass in uns geboren)”.
* * *
El Sol eterno penetra en el alma
para tener en ella su nido, el nido donde se incubará la semilla
solar, el
germen divino. El ser humano ha sido comparado simbólicamente en todas las
culturas
tradicionales
con el árbol. Es un árbol espiritual que ha de elevarse hacia el Cielo y hundir
firme y
profundamente
sus raíces en la Tierra, para cumplir su función sagrada de eje, columna o
puente que
conecta Cielo y
Tierra. Por otra parte, tanto en la tradición indoeuropea como en la cultura
chamánica
asiática cobra
un especial relieve la imagen simbólica del “Árbol del Sol”, el abeto, pino,
roble o cedro en
el que se
cobija y resguarda el Sol, como si fuera un águila, un halcón o cualquier otra
ave solar, regia y
señorial, pues
necesita encontrar refugio y lugar de reposo, para salir después a lucir con
más fuerza en el firmamento. Tras resguardarse en su árbol sagrado, el Sol
volverá de nuevo a la vida y emprenderá el
vuelo hacia las
alturas para iluminar y dar vida al Mundo.
Bella imagen simbólica que nos
ilustra sobre cuál debería ser nuestra actitud en la fiesta solsticial y navideña.
Al igual que los árboles ofrecen cobijo y protección a los pájaros y las aves
para que puedan
anidar dentro
de sus altas y frondosas copas, poner allí sus huevos y criar a sus polluelos,
convirtiéndose
así dichas
copas arbóreas en su hogar, nosotros, los seres humanos, como árboles
espirituales, debiéramos preparar y ofrecer nuestro interior para que el Sol
divino encuentre en él su nido propicio. Ese
nido que, con su forma circular y el color amarillo, áureo o dorado, de las
cálidas pajas que forman su mullido lecho, su cálido interior, se presenta como
un auténtico reducto o recinto solar, un hogar dispuesto para el Sol en su alto
refugio arbóreo.
Como un caso concreto de “Árbol del
Sol” puede ser considerado el Árbol de Navidad, que se
configura
precisamente como un árbol luminoso, radiante, lleno de luces. El abeto
navideño, que hunde
sus raíces en
la primitiva tradición nórdico-germánica y su culto solar, recibe en ella los
nombres de
“Árbol de la
Luz” o “Árbol de las luces” (Lichtbaum), pues se
trata de un árbol erigido y engalanado con
un rito
sagrado, en cuyas verdes ramas se cuelgan velas y otros objetos luminosos o
resplandecientes,
para llamar al
Sol, atraerlo y recibirlo en los momentos iniciales del Solsticio, acogiendo,
protegiendo y
recogiendo su
luz benefactora.
El Árbol de Navidad se alza ante
nosotros con un mensaje de vida. con su colorido, su verdor
perenne y sus
luces se nos presenta como un ejemplo o como un recordatorio bien visible y
elocuente de
lo que debemos
ser en estas fechas sagradas: árboles del Sol, árboles de la Luz, árboles del
Principio,
árboles de
Dios. Nos recuerda que debemos trabajarnos para que en nosotros pueda nacer la
Luz y
estemos así en
condiciones de irradiarla después al Mundo.
El poeta mejicano --o novohispano,
para ser más exactos, ya que México, o Nueva España,
formaba
entonces parte del Imperio Español-- Hernán González de Eslava, autor de
numerosas poesías
sagradas, tiene
unos bellos versos referidos a la Virgen, pero que pueden ser también aplicados
al alma
humana, en la
perspectiva que aquí estamos considerando:
Al Sol,
Morena, anduvisteis
Tanto
que en vos se encerró:
El Sol
de vos se vistió
Y vos
del Sol os vestisteis.
Esa “Morena” de que habla el poeta
sería en este caso el alma humana: tan aficionada a contemplar
el Sol divino,
estando siempre al Sol para recibir su gracia y bendición, que no sólo se
vuelve “morena”
(con una
morenez de pura bondad), sino que además el Sol llega a querer morar en ella
como dentro de un
cálido hogar o
claustro materno.
El alma humana se viste del Sol
divino, se arropa con su Luz, para nacer a la vida espiritual. Y el
Sol divino se
viste y reviste del alma al penetrar o nacer en ella. Hay, pues, un doble
nacimiento: el
nacimiento de
Dios en mi alma y el nacimiento de mi alma en Dios. Dos versiones o direcciones
del
nacer, una que
va de Dios al hombre y otra que va del hombre hacia Dios, pero que en realidad
son un
solo y mismo
nacimiento: el alumbramiento de lo Divino. Ahora bien, como enseñan de forma
unánime
los místicos cristianos
de todas las épocas, para que Cristo, el Sol divino, nazca dentro del alma,
ésta tiene que adoptar la misma actitud de la Virgen, actitud humilde y
receptiva, auténticamente virginal, de total disponibilidad, de completa
abertura y vaciedad, repitiendo las mismas palabras que la Virgen pronunció: “Hágase
en mí según tu palabra”.
Subrayando que la espiritualidad
cristiana consiste esencialmente en un “renacimiento espiritual”
(renaissance spirituelle) o “nuevo nacimiento” (nouvelle naissance), el Abad Henri Stéphane resalta la
analogía
existente entre la Virgen y “el alma iluminada”, en la cual se da el nuevo
nacimiento de Cristo.
De la misma
forma que Dios no creó el mundo una vez (“en el comienzo”), sino que “lo crea a
cada
instante”, el
nacimiento de Cristo no ha tenido lugar una sola vez, sino que se perpetúa cada
vez que
acontece ese
“nuevo nacimiento”, es decir, cada vez que una persona hace nacer al Hijo de
Dios de nuevo
dentro de sí.
En este sentido, sostiene Stéphane, el cristiano puede ser considerado tanto
“hijo de la
Virgen” (fils de la Vierge) como “madre del Cristo” (mère du Christ) en la medida en que realiza “la
Virginidad
esencial de María” (la
Virginité essentielle de Marie),
con todas las “virtudes espirituales” que
van ligadas a
tal Virginidad sagrada: pureza, humildad, sencillez, amor, piedad, devoción,
aceptación
incondicional
de lo real. Virtudes que se resumen en la palabra griega Sophrosine, que significa “estado
sano de la
mente o del corazón”.
Stéphane, siguiendo la más estricta
teología cristiana, no duda en afirmar que la auténtica
espiritualidad
se resume en “la muerte
mística del alma en la
cual el Padre quiere engendrar al Hijo por la
operación del
Espíritu Santo”. Muerte mística que significa morir al Devenir, a lo temporal y
mundano,
para nacer al
Ser, yendo incluso más allá, hasta llegar al Supra-Ser; es decir, elevarse por
encima del Dios personal para, a través de Él y por medio de Él, confluir en la
Deidad o Divinidad (die
Gottheit), Es un perecer
a lo relativo, a lo temporal, perecedero y condicionado, para ver la luz en lo
Absoluto, en lo
Incondicionado,
Infinito y Eterno.
Esa alta meta del Supra-Ser, al que
también se da a veces el nombre de No-Ser (un No-Ser que,
situándose en
lo Alto, en la cúspide metafísica, está en los antípodas del No-Ser del
Nihilismo, situado en
el extremo
opuesto, en el nivel inferior o más bajo imaginable, como anti-ser), es la Cima
del Ser, el Tao,
el Todo o la
Totalidad (la Toda-Realidad, Toda-Posibilidad), el Dharmakaya (el Cuerpo del Dharma),
Tathata (la Talidad), Sunyata (el
Vacío supraontológico), el Ain (la Nada, Vacuidad o Vanidad suprema),
el En-Sof (lo
Infinito), Kéter (la Corona suprema), el Brahman.
(Nirguna-Brahman, el Brahman sin
cualificación,
sin atributos), la Nadidad o Nada supraesencial (el Punto Cero, anterior al
Uno, a la Unidad,
que está más
allá de todo y que todo lo contiene). Hay que aclarar que esa Nada o Nadidad,
ese Vacío o
No-Ser (Non-Être
lo suele llamar René Guenón), significa Sobreabundancia suprainteligible,
Plenitud
rebosante de
sentido, Anterioridad a todo lo imaginable y concebible, Trascendencia a
cualquier nombre,
noción,
concepto o idea por muy elevada que sea.
No puedo evitar sentirme atraído por
la llamativa y sonora similitud existente entre la palabra
“Navidad” y la
que acabamos de citar, “Nadidad”. Y es que la Navidad, que actualmente ha
degenerado
lamentablemente
en una feria de las vanidades, viene a ser en verdad una fiesta de la Nadidad,
en la cual
todo queda
reducido a vanidad por el resplandor de la Vanidad última y suprema que, según
la Biblia, es
Dios, “Vanidad
de vanidades”, cuya Luz hace que las cosas, por muy importantes que aparenten
ser,
aparezcan en su
inanidad, fatuidad, futilidad y nulidad, como puras vanidades, pudiendo quedar
fulminadas y
pulverizadas por completo (lo que resulta aplicable, especialmente, a todo
aquello que
prescinde o se
aleja de Dios, que se enfrenta o trata de oponerse a lo Divino). La Luz de la
verdadera
Navidad, con su
aliento sacro, hace añicos el festival de banalidad y trivialidad en que hoy se
han
convertido las
fechas navideñas, para hacer que resplandezca la Nadidad divina, la Talidad o
Esoidad de
la doctrina
budista (en inglés Thatness
o Suchness),
en la cual todas las cosas recobran su autenticidad, su sentido y significación
genuinos.
Uno de los representantes de la
Teosofía cristiana que más ha insistido en la doctrina del Neugeburt,
el renacimiento o regeneración interior, el “nuevo nacimiento espiritual”, con
la consiguiente
contrapartida
de la muerte mística (la muerte del “viejo Adán” para que nazca “el Nuevo
Adán”, que es
Cristo), es
Valentin Weigel, uno de los primeros místicos protestantes, casi contemporáneo
de Lutero, el
cual trata este
tema en todas y cada una de sus obras, de una hondura y claridad sorprendentes.
Lo que
debe hacer todo
buen cristiano es, según Weigel, “matar el viejo Adán y vivir según el hombre
nuevo en
Cristo”. Y para
ello, tiene que pasar por el Neugeburt (Nuevo nacer),
o sea “el bautismo del Espíritu”, que
significa
“nacer en Dios” (aus Gott
geboren werden). Entonces
viene “el Fuego celestial” (das
himmlische
Feuer), que es “el Espíritu Santo”, y
resurge “el hombre interior, invisible, recto y justo” (der
innerliche,
unsichtbare, rechte Mensch), cuyo órgano
principal es “el ojo” (das Auge), el Ojo del Corazón
o del
Intelecto, por medio del cual el ser humano puede conocer “todas las cosas,
tanto visibles como
invisibles,
tanto naturales como sobrenaturales”. Cristo se encarnó, proclama Weigel, “para
que su
Espíritu esté
en nosotros”, y por eso “ha de estar también Él en nosotros a través del Neugeburt”.
Gracias al Neugeburt,
estará en mí “el Reino de Dios, la Ley y Palabra de Dios” --medita el Pastor de
Zschopau--, y por tanto me situaré en el Centro, en el Punto central del
Cosmos, en medio de todas las
creaturas, como
auténtico Mikrokosmos, y habitaré en “el Jardín interior” (der innere Garten), que es “el
Espíritu de
Dios, la Vida dentro de nosotros”.
No podríamos dejar de citar aquí al
preclaro y profundo Angelus Silesius (pseudónimo de Johann
Scheffler,
poeta místico alemán del siglo XVII), quien trasmite su doctrina espiritual en
breves y bellas
poesías. En uno
de sus poéticos epigramas, con claros acentos navideños, Angelus Silesius habla
de este
nacimiento de
Cristo en el alma con una belleza que llega al corazón:
Wird Christus tausendmal zu
Bethlehem geboren und nicht in dir, du bleibst doch ewiglich verloren.
“Aunque Cristo
hubiera mil veces en Belén nacido / si no lo hace en ti, permanecerás con todo
eternamente
perdido”. Y en otro de sus hermosos versos místico-didácticos, Angelus Silesius
insiste en la idea ya expresada por Eckhart, diciendo que el mejor acto de
culto y el más alto servicio a Dios (der
höchste
Gottesdienst) es “hacerse
igual a Dios”, o sea, tener la misma forma que Cristo, “ser cristiforme
(christförmig) en cuerpo, en vida, en gestos y ademanes”.
Una formulación tan bella como
profunda de esta doctrina la encontramos en Franz von Baader,
filósofo, teólogo
y místico del siglo XIX, destacado representante del Idealismo alemán. Toda “la
doctrina del
renacimiento” (die
Lehre der Wiedergeburt), afirma
Baader, se resume en el nacimiento de
Dios, de
Cristo, dentro de ti mismo. Dios, que es “Amor engendrador y creador” (gebärende und
schaffende
Liebe), no se contenta con crear y dar el
ser a las creaturas --nos dice el genial filósofo
bávaro--, sino
que quiere “engendrarse Él mismo de nuevo cual hijo [niño, crío o criatura = Kind]
dentro
de ellas, para
crecer con ellas y en ellas como Dios completo, acabado y consumado (vollendeter Gott)”.
Lo cual significa “engendrarse como
Dios por segunda vez, o sea, como Dios de y para la creatura”; pues sólo
entonces, añade Baader, “se convierte el Creador en Padre de lo creado” (wird der Schöpfer zum Vater des Geschöpfes).
Un elemento capital en el
pensamiento filosófico y teológico de Baader, que él recoge de Jakob
Böhme, es el
concepto de “imagen” (Bild), con sus derivados lingüísticos en lengua alemana: Einbildung
(imaginación), bilden (formar,
modelar, instruir), Bildung (formación, educación, urbanidad), Ausbildung
(instrucción,
desarrollo, perfeccionamiento). Baader aplica esta idea, para él tan
importante, de la
“imagen” y el
“imaginar”, esto es, el formar o dar forma plasmando una imagen creada por la imaginación,
al mensaje místico del nacimiento de Dios dentro del alma. Hay que tener
presente que Baader ve en Cristo “la Imagen de Dios” (das Bild Gottes). Y para mejor entender las ideas de Baader, conviene
hacer notar el parentesco existente entre el alemán bilden y
el inglés to build
(pronunciado bild),
que significa “construir” o “edificar”, y en sentido figurado “crear”.
Con un lenguaje de gran altura
intelectual y rebosante de poesía, Baader proclama que debemos ver a Cristo
como Imagen modélica que ha de nacer y quedar plasmada dentro del alma. Jesús,
“modelo del hombre nuevo en cada cual”, debe “adquirir una forma” (eine Gestalt gewinnen) en sus discípulos, en
todos aquellos
que le aman y le siguen. Ser cristiano significa, según Baader, “ganar o
conquistar la
propia
identidad a través del nacimiento de Cristo en nosotros”. Para vivir como
cristianos, hay que
descubrir de
forma viva la Palabra, “la Imagen de Dios”, dentro de uno mismo. Cristo, al
nacer en nuestro
interior, nos
dará la fuerza necesaria para que nuestra imaginación trascendente pueda
plasmar en
nosotros de
forma mágica (magisch), imaginativa (imagisch)
su Imagen (Bild), dándonos así una nueva
formación (Bildung),
una cultura integral y una perfección (Ausbildung), comparables a las que consigue
el buen artista
al plasmar en su obra la imagen que tiene en la mente.
Según Baader, la fuerza crística
despierta en mí todo el poder de la imaginación, la cual, en su
capacidad
creadora y formadora, no sólo me lleva a buscar la Imagen ideal, esa Imagen
perfecta de
humanidad que
es Cristo, sino que me permite realizarla, hacerla realidad, darle forma real y
efectiva en
mí mismo.
Cristo, afirma Baader, es “lo embrionario en el hombre”, que espera ser
engendrado, nacer y
desarrollarse
en el seno materno del alma. “La imagen que se ha introducido en la mente (das Geistbild)
se coagula (gerinnt),
por así decirlo, en la carne y sangre de Cristo, como el hijo en la madre (wie das
Kind in
der Mutter)”.
Estas ideas cobran un valor especial
en la atmósfera navideña, tan rica en potencial imaginativo, tan cargada de
imágenes entrañables, coloridas y luminosas. En estas fechas que ponen ante
nuestros ojos la imagen del Portal de Belén y el Nacimiento de Cristo, el
planeamiento de Franz von Baader, con su
profundo
enfoque esotérico, no puede menos de aportarnos un poderoso caudal de
inspiración. Las fiestas
navideñas, en
las que ponemos tanta imaginación, volviendo a ser niños y sintiéndonos
acariciados por
los vientos
purificadores que vienen a la vez del Oriente y del lejano Norte, se nos
presentan como unas
auténticas
fiestas de la Imagen y del poder imaginativo.
Y ya que hablamos del concepto de
“imagen”, no estará de más volver la mirada a una imagen
simbólica que
ha revestido especial valor para la tradición cristiana copta, cuyas raíces se
remontan al
antiguo Egipto,
como es la figura de Horus, el dios-halcón que lucha por el triunfo de la Luz
al servicio
de Osiris y de
Ra, representaciones mitológicas del Sol divino. Ya hemos hablado en otro lugar
del
paralelismo
existente entre las figuras de Cristo y de Horus, paralelismo en el que han
insistido desde
hace siglos los
coptos, o sea los cristianos egipcios, que llamaron a Cristo “el nuevo Horus” y
“nuestro
Horus”. Horus,
llamado a veces “el Apolo egipcio”, ha sido generalmente identificado con el
Logos,
viendo en él
una representación simbólica del Verbo divino que rasga con su palabra luminosa
y
fulminante el
silencio tenebroso del Caos, personificado en la antigua mitología egipcia por
Set, el
enemigo de
Horus, el genio del mal y de los vendavales del desierto.
Pues bien, G.A. Gaskell, en su Dictionary of the Sacred Language (“Diccionario de la Lengua
Sagrada”),
considera que el mito del nacimiento de Horus, que tanta importancia cobra en
la mitología y
religión
egipcias, significa “el nacimiento de Cristo en el alma en el plano búdico” o,
dicho con otras
palabras, “el
Sí-mismo que comienza a encarnarse en el ser humano” (the Self commencing to incarnate
in the
human being), indicando el
punto en el cual entra en una persona humana “el Hijo de la Mente”
(the Son of Mind). Por otra parte, es interesante constatar que ya
Plutarco indicaba que Horus, o
Harpócrates
(como era llamado por los griegos), nace justamente en el Solsticio de
Invierno.
En relación con el nombre de Horus,
René Guenón ha hecho unas interesantes observaciones al
señalar que el
nombre de Horus deriva de la palabra egipcia hor,
que significa “corazón”, la cual, a su
vez, presenta
una cierta conexión, aunque sea por simple “convergencia fonética”, con las
palabras que en
otros idiomas
significan “corazón”: heart en inglés, Herz en
alemán, kêr o kardiá en griego, hr o
hrdaya
en sánscrito.
Voces todas ellas que presentan una raíz común: HRD o KRD. Por otra parte,
Guenón llama
la atención
sobre la coincidencia con la palabra hebrea hôr o
hûr, que significa “caverna”, lo que no deja
de guardar una
clara relación con lo anterior, pues el corazón es concebido en la simbología
tradicional
como una cueva
o caverna: “la cavidad o caverna del corazón”.
Todo ello tiene especial interés por
lo que en otro momento veremos al analizar el simbolismo del
Portal de Belén
como gruta o cueva donde tiene lugar la teofanía, como lugar del Corazón y como
centro
en el que nace
y se revela la Divinidad. El nacimiento de Horus, e incluso su mismo nombre,
apuntan, por
tanto, de forma
simbólica al nacimiento de Dios dentro de nuestro propio corazón.
* * *
En su “Oratorio de Navidad” (Weihnachts-Oratorium), Johann Sebastian Bach, el gran compositor
del Barroco
alemán, figura cumbre en la Historia de la música europea, cuya obra se
distingue por su
hondo sentido
religioso, incluye un coral (el Nº 9 de la obra) que, aun quedándose en el
plano exotérico,
emotivo y
sentimental propio del pietismo protestante, apunta a este nacimiento interior
de Cristo:
Ach mein herzliebe Jesulein,
Mach dir ein rein sanft
Bettelein,
Zu ruhn in meines Herzens
Schrein
Daß ich
nimmer vergesse dein!
“¡Oh, mi bien amado y pequeño Jesús
[Jesusito de mi vida], / Hazte una limpia y dulce camita, /
para descansar
en el santuario de mi corazón, / de tal modo que yo nunca te olvide!”. Con la
palabra
Bettelein, diminutivo de Bett (“cama”),
tan parecida a Bethlehem, el nombre alemán de Belén, Bach
parece querer
aludir a la transformación del alma en un portal de Belén dentro del cual haya
una cuna en
la que Jesús
pueda nacer y descansar en paz, de tal modo que se encuentre allí siempre
presente, en un
clima confortable,
sintiéndose querido, bien arropado y a gusto.
Nuestra vivencia de la Navidad se
verá colmada, plena y radiante, si conseguimos que tenga lugar
dentro de
nosotros mismos el nacimiento del Niño-Dios, el Niño-Sol, que en el lenguaje
sagrado de la
tradición hindú
recibiría el nombre de Bala-Surya
(semejante al de Bala-Krishna, “el Niño-Krishna”, tan
entrañable para
el culto vaishnava o vishnuíta). Recordemos que Sri Ramakrishna, el Sabio
iluminado de
Dakshineswar,
recomendaba, como una de las formas mejores para acercarse a Dios, el
imaginarlo y
mirarlo como un
niño, como una pequeña criatura, como un indefenso bebé que despierta en
nosotros la
ternura y
requiere nuestro cariño, nuestro cuidado y nuestra protección.
Sería imperdonable no citar aquí,
aunque sea en un breve fragmento, alguna de las poesías místicas
de Teresa de
Lisieux, más conocida como Santa Teresita del Niño Jesús. He aquí la segunda y
tercera
estrofas de la
que lleva por título A
l’Enfant Jésus (“Al Niño
Jesús”), llena de ternura, que guarda una
gran similitud
con el texto puesto en música por Bach:
De ta
petite voix d’enfant,
Oh!
quelle merveille!
De ta
petite voix d’enfant,
Tu calme
le flot mugissant,
Et le
vent.
Si tu
veux te reposer,
Alors
que l’orage gronde,
Sur mon
coeur daigne poser
Ta
petite tête blonde.
“Con tu pequeña voz de niño, / ¡Oh!
¡qué maravilla! / Con tu pequeña voz de niño, / Aplacas la ola
rugiente, / Y
el viento. / Si quieres descansar, / mientras brama la tempestad, / Dígnate
posar sobre mi
corazón / Tu pequeña
cabeza rubia”. Y Santa Teresa, después de haber resaltado la sonrisa del Niño
Jesús, termina
su poesía con las siguientes palabras: Tojours avec mon plus doux chant, / Je veux te
bercer
tendrement, / Bel Enfant! (“Siempre con
mi más dulce canto, / Quiero acunarte tiernamente, /
¡Bello Niño!”).
En otro de sus poemas, el titulado Glose sur le Divin (“Glosa sobre lo Divino”), Santa Teresita del
Niño Jesús
llama a Dios “el Astro celestial del amor” (l’Astre celeste de l’amour), y exalta su poder, con
el cual es
capaz de nacer y transformarse en la persona que lo contempla y le rinde culto:
L’amour,
j’en ai l’expérience,
Du bien,
du mal qu’il trouve en moi,
Sait
profiter; quelle puissance!
Il
transforme mon âme en Soi.
“El amor, tengo la experiencia, /
Del bien y del mal que encuentra en mí, / Sabe sacar provecho;
¡qué potencia!
/ Él transforma mi alma en Sí”. El Amor divino opera el milagro de liberar del
yo y
convertir el
“mí” (moi) en “Sí” (Soi),
ese Sí divino que todo lo sostiene y todo lo llena con su Sabiduría y
su Amor.
Resulta significativo que Santa Teresa de Lisieux centre su amor de forma
predominante en la
figura de quien
ella misma llama a veces, además de “Sol de vida” (Soleil de vie), “el pequeño Niño de la
Navidad” (le petit Enfant de Noël),
He aquí una forma de devoción y
contemplación, muy propia de la Bhakti o Vía del Amor,
que
cobra especial
valor en la Navidad, cuando todas las miradas van dirigidas al Niño divino
nacido en el
Portal de
Belén, que brilla como un pequeño Sol sobre el pesebre situado en el centro del
Portal,
escoltado por
sus padres, la Virgen y San José, así como por los dos animales que le
acompañan, el buey
y el asno (o la
mula), como expresión simbólica del culto y el devoto homenaje que la
Naturaleza rinde al
Sol eterno. En
ambos animales, al igual que en las figuras del padre y la madre del Niño-Dios,
podría
verse una
representación simbólica de las dos fuerzas, el Yang y el Yin, la fuerza
enérgica y la blandura
sumisa, el
vigor duro o rudo y la ternura suave y humilde, que están presentes en la
Naturaleza y regulan
el Orden
cósmico. Podría por tanto verse también en ello un símbolo de la unidad, la
armonía y la
integración de
los contrarios, algo muy propio de la Navidad.
Evidentemente la aproximación a la
Divinidad puede asumir otras muchas y muy diversas formas,
de las que la
Gran Tradición nos ofrece inagotables ejemplos. Podemos concebir a Dios como
Rey o
Líder, como
Amigo, como Amado o Amada, como Esposo o Esposa, como Padre-Madre, incluso como
Hijo (necesitado
de nuestro amor paternal y maternal). Esta última posibilidad, que viene a
coincidir con
la imagen de
Dios como niño o bebé recién nacido, resulta asimismo especialmente adecuada en
estas
fechas en que
celebramos el nacimiento del Sol, el Astro Rey fuente de luz y de vida. Y
también el
nacimiento del
Sol divino, el cual nace lógicamente dentro de nosotros como un pequeño embrión
o
germen de luz
que surge cual hijo nuestro, como un niño que irá luego creciendo en fuerza y
luminosidad
gracias a
nuestros cuidados y nuestra devoción.
Por supuesto, como el mismo
Ramakrishna se encargó de enseñar a sus discípulos, podemos
imaginar a Dios
de forma preferente, según la inclinación y vocación de cada cual, como Verdad
(sería la
forma proferida
por la persona de vocación intelectual, filósofo o científico), como Bien y
Bondad (la
persona más
inclinada a la acción y atenta a la moral) o como Belleza (la postura ideal
para la persona de
inclinación
artística, poética o estética). Actitudes todas ellas que no son sino formas
distintas de
expresarse el
Amor hacia la misma Realidad Suprema.
No quedaría sino añadir, a este
respecto, que esos tres supremos valores, la Verdad, el Bien y la
Belleza, son
una misma cosa con el Sol divino, y que toda belleza, verdad y bondad que
podamos
encontrar en el
mundo no es sino una consecuencia de la irradiación que arranca del Foco
luminoso,
trascendente,
uno y único, que es el Sol eterno. Son los rayos de este Sol divino los que
hacen posible
todo lo
verdadero, bueno y bello que nos sale al paso en la vida, y lo hacen
precisamente para ayudarnos a
encontrar ese
Sol que es el Ser Supremo, nuestro Norte, Origen y Meta final.
El mirar y contemplar a Dios como
niño recién nacido viene a coincidir, o tener al menos una
estrecha
conexión, con el “hacerse niños” recomendado por Jesús y puesto como condición
para entrar en
el Reino de los
Cielos. El ideal expuesto también por Lao-Tse cuando nos dice que el Sabio es
como un
niño recién
nacido y por eso nada le puede dañar. Al contemplar al Niño-Dios, en su
inocencia e
ingenuidad,
retornamos nosotros mismos a la infancia; se nos contagia esa naturaleza o
cualidad infantil.
Sentimos la
sonrisa de la infancia, que nos envuelve y nos hace ver las cosas de otro modo,
abierto,
entrañable,
afable, mágico y poético. Nos sonríe desde lo Alto y desde dentro ese minúsculo
Sol divino
que empieza a
irradiar y a expandir su luz en el Portal de Belén, y sentimos su caricia
áurea, caricia
helíaca,
caricia de plenitud y de paz.
Una caricia, ésta del Sol-Niño, que
nos infunde y contagia una disposición jovial, festiva y
juguetona.
Despierta y cultiva en nosotros un aliento infantil que nos anima e impele a
vivir jugando, a
participar con
toda nuestra alma en el Juego divino, lo que la tradición hindú llama el Lila,
el “Juego de
Dios” o “Juego
cósmico”, en el que se manifiesta el Principio creador, por el mero placer
gozoso de crear,
dando lugar así
a la Creación o Manifestación universal. La mirada, el gesto y la caricia del
Sol-Niño nos
llevan a
adoptar una actitud lúdica ante la vida, viviéndola así como un niño que
disfruta de un perpetuo y
santo recreo,
en el cual se mueve feliz, contento, distendido, lleno de gozo, encantado y
fascinado, al
tiempo que con
dicho juego o recreo se van recreando, restaurando, revigorizando y
revitalizando sus
propias
energías.
En el clima sonoro y musical, solar
y luminoso, mágico y poético, infantil y filial de la Navidad
tiene lugar un
auténtico reencantamiento del mundo. El mundo recobra su magia, su hechizo, su
encanto,
su charme,
su poder de asombro y fascinación, cosas todas ellas que derivan de su
condición sagrada. Es
el fluido
sagrado que recorre y permea la realidad lo que hace que ésta resulte tan
asombrosa, atractiva y seductora, rebose de ángel y carisma trasmutador, como
suele decirse en lenguaje coloquial. Y ese fluido sagrado es justamente el que
se reaviva y potencia en el ambiente navideño, despertando un poderoso caudal
de ilusión. Por eso, la Navidad o Solsticio reencanta el mundo, vuelve a
encantar este mundo desencantado, desilusionado que ha creado la moderna
civilización profana, individualista y materialista.
Todo se torna misterioso, revelador,
encantador y fascinante para nuestra mirada infantil, recuperada gracias al
aire renovador que nos llega en las Navidades.
En su poema teológico “Christus”,
el poeta catalán Agustí Esclasans canta al “hombre sol” que es
capaz de sentir
la “caricia de oro, grito de la luz” (carícia d’or, crit de la llum), así como “el reflejo del
rayo de sol que
danza / dentro del cristal multifacético de la hora” (el reflex del raig de sol que dansa /
dins el
cristall multicairat de l’hora),
y que, con esa su noble sensibilidad áurea y solar, se abre a la
eclosión del
“Cristo interior”, haciendo que fructifique “el germen cristológico” que todo
ser humano
porta dentro de
su corazón.
Crec en
el Crist interior.
Sigui jo
sol el ritme màgic
que
trena i forja el món sonor
beneïdor
del viure tràgic,
el ritme
d’or del Crist interior
“Creo en el Cristo interior. / Siga
yo solo el ritmo mágico / que arrastra y forja el mundo sonoro /
bendecidor del
vivir trágico, / el ritmo de oro del Cristo interior”. La Navidad lleva consigo
una explosión
de júbilo, de
alegría y regocijo porque, con ese triunfal renacer del Sol, el Ser vence al
No-Ser, la Vida
triunfa sobre
la muerte, el resplandor de la Sabiduría acaba con la oscuridad de la
ignorancia y el vicio (la
pasión y el
deseo desviados), la calidez del Amor se sobrepone a la gélida frialdad del
desamor, del odio y
del rencor.
* * *
En la vivencia sagrada de la Navidad
confluyen dos corrientes o vertientes de la espiritualidad. Dos corrientes que
obedecen a dos planos o niveles de comprensión y de experiencia personal. Se
trata de dos formas del camino religioso, religador o revinculador; esto es, el
camino que nos religa a la Fuente de nuestro ser, que nos vuelve a conectar y
unir con el Manantial de la vida.
Nos hallamos ante dos caminos,
vertientes, planos o niveles igualmente legítimos, que no son
opuestos, sino
complementarios: por un lado, el camino devocional, piadoso, fideísta,
exotérico, más bien
de tipo
teológico y moral, propio del creyente (vía o camino que normalmente suele
identificarse con la
religión tal y
como ésta se entiende en Occidente); por otro lado, el camino iniciático,
místico y mistérico,
metafísico,
esotérico, propio de la actitud sapiencial y vidente (que cultiva, sobre todo,
la visión). La
primera de las
dos formas de espiritualidad pone el énfasis en la fe y el creer; la segunda,
en el ver y
realizar (hacer
realidad en la propia experiencia, una vez que se ha visto con los ojos del
Espíritu). En el
primer camino,
instalado en la dualidad, predomina la distinción, la separación y la distancia
entre el
Creador y la
creatura, mientras que en el segundo, asentado en la no-dualidad, el foco está
puesto en la
Suprema
Identidad, la unión e identificación entre Dios y el hombre (descubriendo así
el ser humano su
verdadera y
profunda identidad).
En la celebración sagrada de la
Navidad deberían integrarse y fundirse ambos caminos o vertientes --respetando
y teniendo siempre en cuenta las diferentes capacidades, de los individuos, así
como la inclinación predominante y la distinta manera de ser de cada persona--,
para de ese modo reforzarse, iluminarse y darse sentido recíprocamente,
desembocando así en una vivencia íntegra y plena de las fiestas navideñas.
Una vez hecha esta aclaración
previa, y por todo lo que hemos dicho anteriormente, podemos
resumir así el
mensaje más profundo de la Navidad: el Sol eterno, al nacer dentro de nosotros,
nos ayuda
a descubrir
nuestra propia y auténtica identidad, nuestro verdadero Yo, nuestro Yo inmortal
y eterno. Nos abre el camino,
arduo, escarpado, oculto y reservado a los espíritus esforzados y debidamente cualificados,
que conduce a la conquista y realización de la Suprema Identidad, el misterio
de la identidad, igualdad o equiparación entre el Espíritu del ser humano y el
Espíritu divino, el Gran Espíritu, que se hace presente en el hombre.
Muy iluminadoras, tan certeras como
profundas, son las palabras con las que Frithjof Schuon
resume esta
alta doctrina espiritual: “no es más que en Dios que soy realmente «Yo» («Moi»);
en la
ilusión
individual, estoy como separado de mí mismo”, pues “el «yo» creado (le «moi» créé) no es más
que un velo que
me oculta a «Mí-mismo», que soy increado (me cache à «Moi-même», qui suis incréé)”.
Gracias al
conocimiento de mi Centro supra-personal, “mi Esencia supra-individual”, afirma
Schuon, me
abro a lo Real,
lo Absoluto, lo Infinito, y “Dios me penetra y me santifica, absorbiendo por
otra parte mi
existencia; me
hace llegar a ser Lo que soy en realidad (Ce que je suis en realité) y desde toda la
eternidad, a
saber: Él-mismo (Lui-même)”.
Observemos que la expresión francesa
Ce que je suis, utilizada por Frithjof Schuon (con el Ce en
mayúscula), y
que hemos traducido como “Lo que soy” (con el artículo neutro “Lo” también en
mayúscula),
debería traducirse literalmente por “Eso que soy”, al corresponderse el
adjetivo francés Ce
exactamente con
el español “Eso”. Y hay que añadir, como detalle importante que ayuda a
entender el
sentido
profundo de la frase citada, que tales voces, el francés Ce y
el español Eso, al estar en mayúscula, vienen a ser el equivalente
al término sánscrito Tat --cuyo parentesco con el inglés That y
el alemán Das resulta evidente--, usado en la tradición hindú para
designar lo Absoluto, el Brahman, como puede apreciarse en la fórmula upanishádica Tat tvam asi, “Eso eres tú” (That you are; Das bist
du). Ahí está la cima de la Sabiduría:
descubrir o realizar que tú eres Eso, Tat,
o sea, lo Absoluto.
Únicamente en Dios puedo conocerme y
reconocerme realmente. Únicamente enraizando mi vida
en el Principio
puedo encontrarme y descubrirme a mí mismo, verme como realmente soy y ser
auténticamente
“Yo”. Sin Dios, separado y distanciado de Él, prescindiendo de su Presencia, no
soy
nadie, no soy
yo, estoy ausente de mi propia realidad personal, no estoy presente a mí mismo.
No soy yo
sino otro; un
otro extraño y demencial, extravagante (que vaga extra-orden o fuera del orden,
fuera de sí, sin saber quién es ni adónde va); un otro que vive desmayado y
descentrado, extraviado en la pura
otredad,
perdido en la exterioridad, errante en el mundo de afuera, girando sin
descanso, sin norte ni
sentido en el
puro Devenir, sometido a la rueda del Samsara.
Al separarme de Dios me separo de mi
propio ser, me alejo de mi Self, me distancio de mi Imagen
íntima y
celestial, del Modelo o Arquetipo que me hace ser tal como soy, me constituye
como persona y
en el que puedo
mirarme como en un puro y noble espejo. Lejos de Dios, del Ser y Supra-Ser, de
lo
Absoluto, que
es mi honda realidad, vivo como un extraño a mí mismo, me encuentro lejos de
mí,
apartado de
aquello debería interesarme ante todo. Vivo como alienado y enajenado, aunque
no me dé
cuenta de ello.
Es la Seinsentfremdung sobre la que nos advierte y alerta Karlfried Graf
Dürckheim
(enajenación o
extrañamiento del Ser: de fremd, “extraño”, y Sein,
“Ser”).
Únicamente conectándome con lo
Absoluto puedo encontrar, sentir, ver y palpar mi verdadera
realidad, mi
intimidad o mismidad más honda, a la que seguramente nunca he llegado (y quizá
no me he
atrevido jamás
a buscar ni mirar). Sólo en Dios soy realmente Yo, sintiendo, viendo y palpando
lo que en
verdad y en
toda su hondura significa ese “Yo” mío. Sólo cuando me abro a Dios, y cuando
Dios me
ilumina desde
dentro, puedo descubrir el meollo de la frase “Yo soy”, entendiendo cabalmente,
sin
sombra de duda,
lo que entrañan y verdaderamente quieren decir cada una de las dos palabras que
la
forman: “yo” y
“soy”. Sin la Luz que viene de Dios, de lo supremamente Real, no podré jamás
desentrañar el
misterio de mi yoidad, de mi ser y mi existir.
Mi individualidad, mi pequeño yo, el
yo mezquino, efímero y condicionado, me separa de mí
mismo, como
bien asevera Schuon. Me oculta mi verdadera realidad, me aleja de mi Esencia y
mi Centro,
me aísla de
todo aquello que me hace ser quien soy, dejándome solo y abandonado, sumido en
un estado
de indigencia
existencial, aislado de todo y del Todo (ese Todo o Totalidad que es lo
Absoluto, al cual
estoy esencial
e íntimamente unido). Con las brumas, las nieblas y tinieblas con las que nubla
mi mente,
me impide
conocerme en verdad y a fondo. Presenta ante mí un auténtico espejismo, que me
engaña y me
hace ver como
real lo irreal, me hace creer que soy el yo individual, contingente y
perecedero, que es lo
primero con lo
que me encuentro y lo que se impone de forma inmediata a mi consciencia vital.
Prisionero de
los esquemas forjados por ese mismo yo individual, confundido y aturdido por el
espejismo
egótico, llego
a tomar erróneamente por mi auténtico Yo al yo creado, temporal y mundano, que
es un yo
ilusorio y
falso, sin realidad ni consistencia alguna.
La Navidad, con su atmósfera sacra,
mágica y poética, me invita y me incita a romper esa tiranía de mi falso yo.
Con su ambiente de serenidad, de luz y calor hogareño, me facilita la acción o
actitud
contemplativa
de recogerme en mí mismo, preparándome así para descubrir el misterio que se
oculta en
mi persona y
que está en la raíz misma de mi ser. Me impulsa a liberarme de la costra
asfixiante de
ignorancia y
pasión viciosa que me imponía el ego, el yo impostor y parásito que se
interpone en mi
camino y me
impide caminar, succionando y malogrando mis mejores energías. Corrige la
visión errónea
que yo tenía de
las cosas y de mí mismo. Me hace ver la realidad tal como es y, de este modo,
me abre el
camino al
encuentro conmigo mismo, al reencuentro con mi más alto Ser.
En la Navidad, cuando es vivida de
lleno y de forma auténtica, tiene lugar por tanto el gran milagro
del
autodescubrimiento. Al abrir mi ser al nacimiento de Dios, me abro a mi propia
realidad y renazco a
una nueva vida.
Dios, al nacer en mí, penetra hasta los últimos entresijos de mi ser, y al
inundarme con su
Presencia me
purifica y santifica, me ilumina y aclara, me redime, me libera de la opresión
y tiranía del
ego, que me
impide encontrarme y conocerme a mí mismo.
El ambiente de paz y recogimiento de
la Navidad me exige ahondar en mi propia interioridad, eso
que solemos
tener tan descuidado, arrinconado y postergado a causa de una forma de vida
mundana y
banal, volcada
hacia lo exterior. Forma de vida entregada por completo a lo exterior,
totalmente absorbida por la exterioridad, que ha llegado a contaminar la
vivencia misma de la Navidad, la cual en amplios sectores de la población ha
perdido su significación sagrada y ha quedado reducida a una simple y
superficial
fiesta del consumismo, el derroche, la diversión y la banalidad.
La Navidad, con su intrínseco
sentido sagrado, religioso y espiritual, rompe, o debería romper, esa
tendencia a la
pura exterioridad (más bien impura por sus efectos contaminantes), y de hecho,
cuando
recupera su
significación genuina, propicia un movimiento de ensimismamiento, de
interiorización, de
meditación y
contemplación, que es el mejor antídoto --o, mejor dicho, el único antídoto
realmente
eficaz-- contra
tal epidemia de exterioridad y extroversión.
La Navidad nos pide volver al
interior, dirigir nuestra mirada hacia dentro. Por desgracia, en vez
enraizados en
nuestra intimidad, vivimos inmersos en lo que Jacques Lacan llama la
“extimidad”. El
clima
espiritual y renovador de la Navidad nos llama a revertir tan lamentable
tendencia, convirtiendo esa
anormal
extroversión en una sana introversión. Pues ahí dentro, en nuestro interior,
está todo lo que
necesitamos y
anhelamos: la verdad, la felicidad, la libertad, la plenitud.
Ahora bien, al
dirigir mi mirada hacia mi interior, me sitúo cara a cara, directamente y sin
subterfugios,
frente al misterio más radical y primario de la vida humana: el misterio de la
subjetividad; o, lo que es lo mismo, de la personalidad, de la conciencia y la
consciencia, de la intimidad, de la yoidad, de
la propia
identidad (ser un “quien”). Es decir, el misterio de mi ser como sujeto
pensante y sentiente,
sujeto único e
irrepetible; o, lo que es lo mismo, el misterio de ser una persona con su
propio destino, su
vocación, su
propia capacidad de decisión, su propia libertad, su norma rectora que la guía
desde dentro
(como un faro
en su propia mente) y su propio liderazgo interno. Se trata, en una palabra, de
penetrar el
misterio del
Yo. Ahondar en ese misterio es tratar de ver quién y qué soy en realidad, qué
me hace ser
esta persona
que soy.
Al volver la mirada hacia mi
interioridad, y al preparar al camino para que Dios nazca dentro de mí,
voy
descubriendo paso a paso la clave de ese misterio de la subjetividad, que no es
otra que la Presencia
en mi propio interior
del Misterio, el Misterio supremo, lo Absoluto, la Divinidad. Ese Misterio que
se
nos presenta y
revela para nuestra comprensión desdoblándose en dos posibles facetas: por un
lado, como
Sujeto supremo,
o la Persona suprema que fundamenta toda subjetividad, toda existencia o
naturaleza
personal; y,
por otro lado, como Objeto supremo, la Cosa suprema, aquella que da vida a
todas las cosas o
todos los
objetos, y que inspira, motiva y orienta nuestra búsqueda, siendo el fin de
todos nuestros deseos, aspiraciones y anhelos (el Valor supremo, fuente de
todos los valores).
No dejes, pues, esta oportunidad
radiante que te ofrece la conmemoración solsticial y navideña.
Aprovecha la
atmósfera renovadora de la Navidad para ensimismarte, para sumergirte en ti mismo,
para
reconcentrarte
o ir hacia tu propio centro. Escucha la llamada solsticial y navideña que te
convida a
bucear en la
inmensidad luminosa de tu ser y desvelar así el misterio de tu mismidad.
Descubrirás
entonces, si te
abres a la Luz que la misma Navidad te aporta, que ese “tú mismo”, que tanto
amas, que
tanto te ocupa
y preocupa, que está en el centro de tus inquietudes, pero al que tantas veces
has dado la
espalda y por
el que te has interesado bien poco, es en realidad Él, Dios o la Divinidad.
En el fondo y centro de ti mismo
encontrarás a Aquél o Aquello que da fundamento a tu ser. Quien
está presente
en el corazón o núcleo de tu ser es Él mismo, El que te hace ser quien eres,
pues es Él es tu
Sí-mismo o
Yo-mismo, tu propio Self o Yo increado y eterno (your Self,
ton Soi, dein
Selbst). Una vez
que hayas
perforado la corteza ilusoria y opaca de la individualidad, la cáscara huera y
engañosa del ego o
yo efímero,
fugaz y precario, con el que erróneamente has vivido identificado, llegarás a
encontrar tu
verdadero Yo,
que no es otro que el Tú supremo, el Tú fontanal y fundante.
En este clima de radical renovación,
de deificación, el Gran Yo, el verdadero Yo, el Yo real, el Yo
espiritual e
increado, el Yo eterno e inmortal, el Yo incondicionado, el Yo nirvánico,
emerge majestuoso,
sereno e
inconmovible, venciendo al pequeño yo, el yo irreal, el yo falso e ilusorio, el
yo creado y
material, el yo
mundano, el yo efímero y condicionado, el yo samsárico, sometido al tiempo y al
espacio.
El Yo solar,
central, vertical, elevado y profundo, luminoso y uránico se alza victorioso
sobre el yo lunar,
periférico,
horizontal, terrenal, superficial y mezquino, opaco y sombrío.
La Navidad, con su nueva Aurora,
anuncia el fin del poder tiránico que ejerce ese yo falsario y
usurpador, que
usurpa el puesto del Yo real, al que intenta suprimir y sepultar, y se erige en
dios o ídolo
al que todo
tiene que servir (incluido el mismo Dios), que considera que todo tiene que
estar en función
de él y de su
voluntad caprichosa. El resplandor navideño deshace el trampantojo de ese yo
espurio y ruin
que no hace más
que plantearse absurdas preguntas como: “¿por qué yo?”, “¿por qué ha tenido que
pasarme a mí
esta desdicha?”, ¿cómo es posible que esto me haya ocurrido a mí o se haya hecho
esto
conmigo?”,
“¿por qué soy tan desgraciado?”. O bien lanzar quejas y lamentos del mismo
cariz: “¡qué
injusta ha sido
la vida conmigo!”, “¡qué mala suerte la mía!”, “¡cómo me ha maltratado el
destino!”,
“¿qué he hecho
yo para merecer esto?”.
El yo individual,
encerrado en sí mismo, recluido en la prisión que él mismo se ha forjado,
incapaz de abrirse y salir de su propia falsedad y miseria, siempre obsesionado
por “yo y lo mío”, se desvanece como un mal sueño, se esfuma, se disipa y se
diluye como lo que es, como un espejismo o una imagen fantasmal, como un títere
insustancial y carente de realidad, ante el resplandor del Yo increado, el Yo inmortal,
que es mi Esencia, mi Realidad más profunda y auténtica, mi Centro
supra-personal. Ese yo
raquítico y
rastrero, que no sabe más que decir: “me parece” (es mi parecer), “me gusta o
me disgusta”,
“me interesa o
deja de interesarme”, “mi opinión o mi interés por encima de todo”, “esto es
para mí y
sólo para mí”,
“yo soy el que sabe cómo son las cosas” (y no necesito ninguna ayuda,
orientación ni
consejo), “yo
soy libre y hago lo que me da la gana”, “no creo en nada de eso”, “esto no es
lo mío”
(cuando se
trata de algo realmente vital, fundamental para la vida), ve cómo se hunde todo
su trivial
andamiaje ente
el revulsivo que supone el Nacimiento navideño (el Neugeburt,
el Nacimiento del Yo real
o Yo divino) y
el halo de Luz que lo rodea.
Al nacer Dios dentro de mí, cambia
radicalmente no sólo mi forma de actuar y de comportarme,
sino también mi
manera de ser (que se hace más auténtica), mi forma de ver la realidad y mi
postura ante
la vida (que se
hacen más realistas, más penetrantes y sabias). A partir de entonces veo todo
en Dios y a
Dios en todo.
Dios se me revela y me habla en cuanto me rodea, en cualquier cosa que suceda,
en lo que
yo pueda pensar
o sentir.
Consciente de la Presencia divina,
comprendo, acojo y me hago eco de la enseñanza expuesta por el
jesuita
Jean-Pierre de Caussade, místico francés del siglo XVIII: “Desde el origen del
mundo Jesucristo
vive en
nosotros, obra en nosotros todo el tiempo de nuestra vida”. Y hago mía también
la norma de
conducta en la
que Caussade resumía toda la doctrina del Evangelio, sintetizada en su ideal
del “abandono
a la
Providencia divina”: “Dejar hacer a Dios y hacer lo que Él exige de nosotros” (Laisser faire Dieu et
faire ce
qu’Il exige de nous).
Puesto que nos situamos, al hacer
estas reflexiones, en la atmósfera navideña, no podemos menos
de citar los
conocidos versos del “Cántico
Espiritual” de San Juan
de la Cruz, de quien cuentan sus
biógrafos
gustaba de cantar en todo momento, al trabajar o al caminar, siendo
precisamente en la Navidad cuando cantaba “con mayor efusividad y muestras de
alegría”. Son estrofas en las que, usando un
lenguaje usual
en la mística cristiana, llama a Dios “el Amado” y compara al alma con su amada
y amante, y en las que, por haber una referencia a la noche, nos trae a la
mente el calor amoroso de la Nochebuena:
¡Oh
noche que guiaste!
¡Oh
noche amable más que la alborada!
¡Oh
noche que juntaste
Amado
con amada,
amada en
el Amado transformada!
Por lo que se refiere a la “muerte
mística”, San Juan de la Cruz, en la segunda canción de “Llama
de amor
viva”, hablando de la “mano blanda” de
Dios y su “toque delicado, que a vida eterna sabe”,
canta:
“Matando, muerte en vida la has trocado”. El místico carmelita explica estas
imágenes aclarando
que el alma que
ha pasado por esa muerte interior renace en Dios, está unida a Dios y “absorta
en Él, es
Dios por
participación de Dios”. Y añade: “de esta manera está muerta el alma a todo lo
que era en sí, que
era muerte para
ella, y viva a lo que es Dios en sí”.
* * *
En el cielo estrellado de la
Navidad, la Noche buena o Noche santa, bajo la luz del Yo renacido,
resplandece con
intenso fulgor mi propia Estrella, la estrella de mi destino, la estrella de mi
alta meta, la
estrella de mi
origen y fin último. Al igual que hizo la Estrella mágica que guió a los Reyes
Magos hacia
el Portal de
Belén, esta Estrella mía, que luce en lo alto desde toda la Eternidad, me
muestra el camino
para encontrar
la Imagen o Idea que me hace ser quien soy. Mi Estrella presenta ante mis ojos
el Icono
que inspira y
constituye mi realidad personal.
En el luminoso y pacífico ambiente
navideño, rebosante del alegre repicar de las campanas y los
cánticos de paz
y alegría, sobre el blanco manto de la nieve que simboliza inocencia y pureza,
mi
imaginación
despierta y se aviva para ver mi Estrella, para plasmar en mi vida diaria el
Icono o Arquetipo
celestial que
forma el centro mismo de mi ser, para realizar la Imagen divina que es mi
Esencia. Esto es,
esa Imagen o Bild,
reflejo de la Divinidad, en la que radica todo el secreto de lo humano: la Imago Dei o
“Imagen de
Dios” que vive y late dentro de mí, la Imagen o Idea que de mí tiene el Creador
en su Mente.
No hay que
olvidar que, según la tradición judeocristiana, el hombre ha sido creado “a
imagen y
semejanza de
Dios”.
Gracias al Neugeburt o Nuevo nacimiento, el Yo vertical se alza erguido
como un esplendoroso
Árbol de
Navidad, el Árbol de las luces en el que encuentra su nido, su cobijo y su
hogar el Sol eterno. La
Y inicial del
pronombre español “Yo”, letra de tan rico simbolismo, surge ante nuestros como
todo un
símbolo de
regeneración y renovación. Esa Y tan simbólica, tan gráfica y tan bella, parece
brotar ante
nuestros ojos
como un árbol fuerte y frondoso, el “buen árbol” (guter Baum) del que habla Jakob Böhme,
recogiendo la
enseñanza evangélica: árbol que da buenos frutos, pues “crece en el terreno o
campo de
Dios y da
frutos para la mesa de Dios”, frutos de los que la persona recta podrá
disfrutar y gozar
eternamente.
La Y del Yo, formada por un eje
vertical con su parte superior en forma de V, se nos aparece como
la
representación esquemática de un árbol, una copa y una columna, o también de la
figura humana, con
sus dos brazos
abiertos hacia lo Alto, hacia Dios. La imagen de la copa puede, a su vez,
entenderse bien
como vaso con
pie o recipiente en forma de cáliz (el Grial, por ejemplo), para ser utilizado
en la liturgia y
en los ritos
sagrados, bien como copa del árbol, o sea, el conjunto de ramas y hojas que
forman la cúspide
de un árbol.
Figuras todas ellas que tienen aquí una elocuente y significativa aplicación.
Contemplada
como imagen del
árbol, la Y del Yo emerge desde el fondo de la Tierra, en la que hunde
firmemente sus
raíces, para
elevarse hasta el Cielo, hacia donde proyecta su mirada, reproduciendo así la
figura del Axis
Mundi, el Eje del Mundo que conecta Cielo y Tierra. En este
sentido, el Yo se nos aparece como si fuera
una réplica del
Yggdrasil, el Árbol cósmico de la tradición germánica, concebido como una
figuración del
Eje cósmico,
como la Columna o Pilar que sostiene el Orden universal.
Pues bien; esa Y del Yo auténtico,
que se eleva enhiesta, majestuosa, firme y gozosa en su
verticalidad,
extendiendo sus dos extremos superiores hacia el Cielo, en actitud orante y
sacrificial, y se
abre cual copa
sagrada hacia lo Alto, coincide justamente con la primera letra del nombre
Yggdrasil. Y
hay que observar,
a este respecto, que esa Y inicial de dicho nombre es la que nos ofrece el
primitivo arte germánico como emblema de dicho Árbol cósmico, adquiriendo la
forma de una bella y adornada
columna que en
su cima o parte superior se bifurca en dos brazos o ramas, que se extienden
horizontalmente
a derecha e izquierda como sosteniendo el Cielo o recogiendo su influencia
ordenadora,
benefactora y
protectora.
Y, en este punto, no podría dejar de
señalarse la conexión simbólica del Yggdrasil con el Árbol del
Sol y el Árbol
de Navidad. Recordemos asimismo que en el arte cristiano, tanto gótico como
románico,
las columnas de
los templos reproducen exactamente la forma de troncos de árbol, con la idea o
mensaje
que éstos
trasmiten de fuerza, firmeza, equilibrio y verticalidad, así como de
orientación hacia el Sol y el
Cielo. Todas
esas ideas son las que quedan recogidas y plasmadas también en la imagen
simbólica de la Y
del Yo, de la
Personalidad metafísica, el Yo que se sitúa ante el Tú divino. (Curiosamente,
en inglés la Y
se hace
presente en You, la palabra para decir “Tú”).
No podemos dejar de señalar que la Y
con la que se inician las voces Yggdrasil y Yo es también la
inicial de la
palabra inglesa Yule, uno de los nombres de la Navidad en inglés (o
también Yuletide), en una
forma antigua,
sinónimo de Christmas. Se trata de una voz de origen germánico, como puede
verse en el
nombre que
recibe la Navidad en las lenguas escandinavas: Jul (pronunciado
yul). Así, por ejemplo, en
sueco: Julgran (“árbol
de Navidad”), Julafton
(Nochebuena, literalmente “Noche de
Navidad”, afton =
noche), Julbrasa (Fuego
de Navidad, Yule-log
fire en inglés), önska god Jul (felicitar las Navidades). Por
otra parte, no
puede dejar de señalarse que la letra J, al igual que la I, viene a ser
equivalente en algunos
aspectos
simbólicos a la Y, yendo ambas letras asociadas al simbolismo tanto del
pronombre de primera
persona, el Yo
vertical (Jag, Ich, I, Io,
Je, Jo, Ik, Ia o Ya), como del Sí
afirmativo (Yes, Yea, Yup, Ja,
Jawohl, Jawel; Jo en sueco, como Sí enfático, “¡pues sí!” o “¡que sí!”; jo visst,
“¡sí, por cierto!”). Hay que
tener en cuenta
que en todos los idiomas citados la J se pronuncia como Y.
Renacido desde sus mismas raíces, el
Árbol de mi ser pregona la nueva aurora del Yuletide,
llevando
impresa en su tronco la buena nueva del nacimiento de Dios. En todo este
trasfondo simbólico,
parece resonar
la voz de Yahvéh (YHVH en el Tetragramaton o Nombre de las
cuatro letras) diciendo
“Yo soy el que
soy”. Es decir, “Yo soy el que se da a sí mismo el ser, el que tiene en sí
mismo su razón de
ser”. Ese “Yo
soy” es el que vibra y resuena dentro de mí, como reflejo del Ser divino, según
enseña
reiteradamente
Sri Ramana Maharshi. Aunque en mi caso, evidentemente, yo no me doy ni me puedo
dar
a mí mismo el
ser, sino que lo recibo de Quien realmente es, de Aquel que me trasciende y me
hace ser y
existir.
Resulta significativo que la citada frase en lengua española, “Yo soy”, empieza
y termina con la
letra Y, esa Y,
cuyo nombre en hebreo es Yud, que es la que aparece asimismo como inicial del
nombre
de Dios en
hebreo: Yahvéh o YHVH.
Cabe añadir que, a veces, el nombre
Yahvé se compendia escribiendo únicamente la primera
sílaba: Yah.
Así, por ejemplo, es frecuente encontrar la fórmula “Yah, el Eterno”. La Y o Yud aparece
como inicial en
otro de los nombres de Dios: Yáhid, “el Único”.
Resulta llamativa, por cierto, la similitud
o casi
coincidencia del nombre de la letra hebrea Yud con
el Yule inglés y con la pronunciación Yul del
vocablo con el
que se designa la Navidad en sueco, danés y noruego. La Y vuelve a aparecer
como inicial
del nombre de
Dios en la tradición china: Yü Huang. Este es el nombre de la Divinidad suprema en el
Taoísmo
religioso, que suele traducirse como “Emperador de Jade”, por ser el jade
símbolo de la suprema
pureza, aunque
también se le dio el título “Emperador de lo Alto”, título de resonancias
dantescas. Dante
llama a Dios
“nuestro Emperador” (lo
nostro Imperadore), que rige el
Universo desde la Alto, desde el
Empireo, con
justicia y piedad.
No estará de más señalar que esa Y
simbólica que hemos visto asociada a tantos aspectos de la
Navidad, del
nacimiento de Dios dentro del alma y del surgir victorioso del Yo verdadero --Yule,
Yes,
You, Yggdrasil, Yahvé, SoY--, conlleva asimismo un mensaje de unidad, de unión y
de integración. Pues
no en vano la Y
es, en lengua española, la conjunción copulativa, cuya función es “unir
palabras o
cláusulas en
concepto afirmativo” (según la definición del DRAE). Así, por ejemplo, sin
apartarnos del
cuadro
navideño, María y José, el buey y la mula, el Portal y la Estrella, el Árbol y
el Sol, Cielo y Tierra.
La Y es la letra del Amor, que
simboliza y expresa my gráficamente la unión de los amantes: el Amado y la
amada (recogiendo la imagen ya citada de San Juan de la Cruz).
Es también la Y de la pareja que
forman el Yin y el Yang (otra idea a la que ya hemos aludido); esto
es, los dos
aspectos de la Manifestación universal, cuyos dos nombres empiezan por la Y,
con la armonía
ideal que
representa la unión de ambos. Y la Y es también, por último, la letra inicial
de Yoga y Yugo,
dos palabras
que significan unión o reunificación armónica (“yugar” es sinónimo de “unir”,
“yuntar” o
“juntar”). No
sería exagerado hablar de un “Yoga of Yule”, un Jul-Yug o
Yul-Yug, un Yoga de la Navidad,
en el cual,
además de la unión de cuerpo y mente, se prepara y efectúa la unión o
reintegración del Yin y
el Yang, esto
es, de lo femenino y lo masculino, lo que equivaldría a la recuperación de la
Imagen
andrógina que
es consustancial al Yo verdadero y real o, lo que es lo mismo, a la Imagen
divina del ser
humano, según
explicara muy certeramente el mismo Franz von Baader.
El nacimiento de Dios en mi alma o,
lo que es lo mismo, el aflorar y florecer de mi Yo celestial y
divino, crea en
mi mundo personal un clima de pacificación, reconciliación, concordia y
cordialidad.
Queda trascendida la dualidad, con
los conflictos y las tensiones que inevitablemente lleva consigo el enfoque
dualista (habitual en nuestra manera de vivir y de actuar). En ese clima de
concordia y unidad me siento reconciliado con todo lo que me rodea y con todo
lo mío: mi vida, mi patria, mi familia, mis
amigos, mi
comunidad, mi prójimo (esté próximo o lejano), mi trabajo, mi misión, mi lugar
y mi puesto
en el Mundo.
“Lo mío” pierde así la carga negativa, egoísta o egocéntrica, que recaía sobre
ello, esa
tonalidad
tóxica que suele llevar asociada la idea de “lo mío” en la mentalidad ordinaria
de los seres
humanos. La Luz
navideña, con el ambiente que crea de paz y renacimiento espiritual, pone fin a
la
guerra
interior, al desgarro, el conflicto y el enfrentamiento permanentes en que yo
antes vivía. El Yo que
nace o renace
actúa realmente en mi vida como fuerza redentora, liberadora, pacificadora,
armonizadora,
integradora y
conciliadora.
Desde la atalaya luminosa de mi Yo
eterno yo me reconcilio con todo aquello que antes era fuente
de angustia y
malestar, de dificultades, problemas y frustraciones sin cuento: mi entorno o
circunstancia,
mi
individualidad, mi sensibilidad, mi existencia, mi razón (que me sometía a una
tiranía racionalista, fría
y calculadora),
mi emotividad (que me zarandear y desgarra con frecuencia), mi individualidad y
mi
egoidad. Mi
propio ego, que era mi peor enemigo, como yo tiránico, separador y separatista,
queda ahora
liberado de su
inclinación autodestructiva, convirtiéndose en un ego generoso, amoroso y
servicial,
dispuesto a
sacrificarse, que se pone humildemente al servicio del Yo regio, el Yo espiritual,
el Yo
unitivo, el Yo
sin-ego y soberanamente libre.
A partir de este renacimiento de mi
verdadero Yo, de este descubrimiento de mi verdadera
identidad,
cobra nuevo sentido, adquiere un sentido y un significado plenos, todo lo
relacionado conmigo,
con mi “yo”, en
las diversas formas gramaticales relacionadas con el pronombre de la primera
persona:
mí, me, mi, mío o mía, conmigo (mich, mir, mein en alemán). Puedo entender mejor lo que Dios hace, ha
hecho, ha
creado, ha dispuesto y planeado “en mí”, “por mí” y “para mí”. Comprendo y
valoro con mayor
hondura lo que
me da, me dice, me envía, me ofrece y me presenta, cobrando todo ello el valor
de una
auténtica
revelación dirigida directamente a mi Intelecto.
Veo con claridad lo que significan y
la función que tienen dentro del Orden universal --“el Orden de Dios” (l´Ordre de Dieu), para emplear una expresión cara a los místicos
franceses-- todas aquellas cosas que forman parte de vida y de mi persona: mis
cualidades y mis deficiencias, mi vocación, mi misión, mi destino, mi honor, mi
dignidad, mis ideales, mis ilusiones y anhelos, mis convicciones, mis
principios. Sé
que Dios está
conmigo, me tiene en cuenta, me guía, cuida de mí, está en mí y en torno a mí,
y por eso
nada puedo
temer.
La Luz del Sol divino que renace en
nuestro interior, como un reflejo interno de lo que ocurre en el
Cosmos, hace
despuntar una radiante aurora que baña la totalidad de nuestro ser. Esa Luz
redentora y
liberadora,
verdadera Luz navideña, pues anuncia un gran y nuevo nacimiento, disipa las
negras nubes
que oscurecían
nuestra alma, llenándola de tristeza, sopor y pesar, y con ello hace que
afloren el gozo, el
regocijo, el
júbilo y la alegría, compañeros de la profunda y auténtica felicidad, aquella
que está arraigada
en el Ser, y
que son elementos distintivos y característicos de la Navidad.
Así lo hacía notar, en su obra Der Weg zu Christo (“El camino hacia Cristo”), Jakob Böhme,
cuando al
explicar el significado del Wiedergeburt
o Renacimiento espiritual. afirma
que “el hombre
interior es la
Eternidad”, añadiendo a continuación que “la Luz eterna dentro del alma es el
Reino de los
Cielos (das ewige Licht in der Seele ist das Himmelreich), pues ahí el miedo ígneo de las tinieblas se
transforma en
una alegría (die
feurische Finsterangst in eine Freude verwandelt wird)”. Ese factor ígneo
o fogoso (feurisch)
al que alude Böhme es el fuego infernal, fuego negativo y autodestructivo,
generador
de temor,
ansiedad y angustia (Angst), que todos podemos y solemos despertar, fomentar y
cultivar en
nosotros por
obra del yo parásito y mendaz.
La Luz inmarcesible que viene del
Sol eterno, del Soi o Self, del Sí o Sí-mismo, al amanecer en
nuestro
interior, hace surgir en nosotros un Sí integral y radical a la llamada de
Dios, que hasta entonces
había quedado
sin respuesta o había encontrado tan sólo una respuesta tibia y dubitativa. Ese
Sí que brota de lo más profundo de nuestro ser, y que como hemos visto se halla
simbolizado por la Y, es un Sí
rotundamente
afirmativo y afirmador: un Sí a la realidad y a la vida, un Sí a todo lo que
es, un Sí
invencible y
victorioso. Ese Sí navideño, por la fuerza trascendente que lo inspira y
sostiene, es renovador y sembrador de alegría, con lo cual aplasta al No
negativo y negador, el No del Nihilismo, el No que nos pone ante el abismo de
la Nada o el No-ser, el No de la negatividad que todo lo tiñe de su negra,
luctuosa y atrabiliaria sombra.
Es éste, del Yo increado y divino,
un Sí ártico y árquico que, con su aire purificador, con su aura
luminosa y
blanca como la nieve, vence la tendencia anárquica latente en el alma egótica o
yoista
(decimos “Sí
árquico”, por la conexión que tiene con el Arké o
Principio). Un Sí lleno de luz que nos
conecta con el
Origen del que provenimos y donde está la fuente de toda originalidad. Un Sí
incondicional
que restablece el cordón umbilical que nos une con el Centro y Principio,
haciendo a
nuestra vida
centrada y principiada. Un Sí risueño, jovial, amoroso, silencioso y sonoro,
capaz de
acariciar todo
cuanto le rodea e infundirle nueva vida. Un Sí navideño y norteño que, con una
claridad
semejante a la
aurora boreal, nos señala de forma certera e indubitada el Norte divino que
hemos de tener siempre a la vista.
Este es, pues, el mayor tesoro de la
Navidad, su más hondo secreto y más alto misterio: el
nacimiento del
Cristo Rey y Redentor dentro de nuestra alma; la eclosión auroral, milagrosa y
victoriosa
del Logos o Sol
divino en nuestro propio interior; la afirmación triunfal del Principio o Arké como
Sol
Invictus
en nuestra propia vida; la
recuperación o resurrección de nuestro Yo real, de nuestra Imagen y
nuestra
Estrella; el amanecer de la Divinidad en nosotros mismos tras la prolongada e
invernal noche
oscura en la
que hemos vivido tanto tiempo de forma tan inconsciente como lastimosa.
No puede vivirse la Navidad con
mayor intensidad ni autenticidad, ni tampoco con más puro
sentido
sagrado, que a la luz de esta experiencia mística y mistérica. Ese nacimiento
interno de Dios, del
Verbo o Logos,
del Sol eterno, de lo Absoluto, debiera ser el hecho fundamental en nuestra
celebración
de la Navidad,
formando el eje que articule y dé sentido a nuestro proyecto de vida para el
nuevo año que
se anuncia con
el Solsticio de Invierno.
Fuente: www.antoniomedrano.net
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