El mundo llora el genocidio en Gaza. El alma humana está herida. Las protestas que se han levantado en casi todos los países del mundo revelan su dolor. En pleno siglo XXI y siendo testigos de toda la secuela de terror, dolor y sufrimiento uno se pregunta cómo es posible que la humanidad todavía no aprenda que la violencia nunca termina con más violencia, que el terror no se acaba añadiendo más terror, ni el odio con más odio. Hasta cuándo, ¡OH Señor!, vamos a aprender que Tu ley es el amor y el perdón, que Tu sendero está hecho de compasión y que sólo cuando nosotros, los humanos, decidamos vivir como hermanos, dejando para siempre la competencia y tomando como ley la cooperación, abandonando la indiferencia y tomando como forma de vida la solidaridad entre los humanos y entre las naciones, que la Tierra entera podrá manifestar su verdadero propósito que nos permitirá expresar la gloria que cada ser oculta en su corazón.
Hasta cuándo, uno se pregunta, y no
haya la respuesta. Somos una civilización guerrera, muy guerrera, que se cree
pacífica, con la responsabilidad histórica de construir una cultura de paz que
garantice la supervivencia de la especie humana. Enseñamos a nuestros niños,
desde muy pequeñitos a matar por medio de los juegos que les compramos y el
ejemplo de nuestra conducta violenta. Creo que somos la civilización más
sanguinaria que ha conocido la historia de la humanidad porque nunca antes la
maquinaria de guerra ha sido capaz de matar a tantos y tantos inocentes en tan
corto tiempo; somos una civilización terrorista porque hemos aprendido a hacer
llover bombas de todo tipo, engendrando terror a los ciudadanos civiles de las
ciudades bombardeadas.
Cada vez que un ser humano ocasiona
la muerte de otro nos alejamos más de nuestra esencia. Porque el alma, esa
unidad de conciencia que tiene la capacidad de convertirse en un glorioso Hijo
de Dios tiene una Ley, y esa Ley es el amor y la compasión. La violencia nos
aleja de nosotros mismos, nos desconocemos, y entonces, nos confundimos con el
reino animal. Una vez escuché a un Maestro muy sabio decir que el ser humano
podía, debido a su maldad, reencarnar en el reino animal; confieso
que me pareció absurda aquella aseveración, pero ahora, ante la escalada de
violencia en pleno siglo XXI, las imágenes de niños inocentes muertos, o lo que
es peor, sufriendo hambre, dolores físicos y morales, pienso que podía tener
razón, porque no es que uno tome un cuerpo de rata o de cucaracha, el cuerpo
puede parecer humano, pero es la conciencia, y por ende, la conducta, la que se
vuelve animal.
Pero a pesar de todo este desastre
estamos cerca, muy cerca de un nuevo amanecer de la conciencia humana. Soy de
las que creo que es cuestión de un instante de luz, de un profundo contacto con
la Verdad de lo que cada uno de nosotros es y este mundo de competencia, de
violencia, de codicia, se hace pedazos y en su lugar aparece el mundo real.
La esperanza surge de la humanidad
misma. Estamos cambiando. Algo en nuestra conciencia se está despertando. No es
el cambio hacia esa bondad tonta de creer que cumplimos con Dios porque no le
hacemos daño a nadie sino algo más profundo. Estamos dándonos cuenta de una
verdad interna, ésa “que nos hace libres”. Es la verdad de la
realidad del alma, de la naturaleza divina que todos tenemos. De la convicción
de que somos hermanos, que el “pueblo escogido” es toda la humanidad y, por lo
tanto, nos duele tanto la muerte de un niño americano, como la de un judío, un
ruso, un iraní o la de un palestino. Sí, la de todos, porque respetamos la
vida, porque hemos empezado a darnos cuenta de su verdadera dimensión.
Y así como sentimos el dolor terrible
de todos los sometidos al espanto de la guerra, también sentimos la nota de los
que claman por un mundo mejor. Y esa nota crece y crece cada vez más. Aunque
los poderes materialistas que dominan el mundo tratan de acallarla, con aquel
cuento infantil de que nosotros somos los buenos y “los otros” los malos, surge
victoriosa. Es como el perfume de una flor, sutil pero imposible de detener.
No podemos acabar con el mal
combatiéndolo porque nos volvemos el mal. No caigamos en esa trampa. Como una
estrategia de supervivencia humana tenemos que manifestar el bien, tenemos que
expresar nuestra mejor versión y ser el humano transformado, heraldo de una
Tierra restaurada. Es tiempo de detener la prisa, hacer una pausa, respirar
profunda y lentamente, silenciar las voces del deseo o la aversión y hacer
contacto consciente con esa luz que vive dentro de cada uno de nosotros. Es
buscar esa esencia divina que nos da vida y en esa luz reconocer la profunda
unidad que nos contiene. Al principio utilizando la imaginación para
luego poder sentir el tejido de luz que llamamos existencia, que nos da la
certeza de la unidad de la vida y así poder traer lo divino, y trascendente a
la vida de todos los días.
Seamos el futuro. Manifestemos con
nuestras acciones, pensamientos y sentimientos esa nueva humanidad que será la
gloria del nuevo tiempo.
Somo Uno
Carmen Santiago

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