El padre de la psicología analítica desafía al pensamiento científico, señalando la necesidad de integrar en nuestras vidas lo mágico, misterioso y sobrenatural
Carl Jung habló sin miedo de los mitos, el alma, Dios, la parapsicología, la alquimia y los platillos volantes. Nunca le pareció convincente la imagen de la realidad construida por la ciencia, que solo reconoce como verdad objetiva los datos de la experiencia. Cuando en 1959 un entrevistador de la BBC le preguntó si creía en Dios, le contestó: “No tengo necesidad de creer en Dios. Lo conozco”. Carl Gustav Jung nació en 1875 en Kesswil, un pueblecito suizo situado a orillas del lago Constanza. De ascendencia alemana, su padre era pastor luterano, pero albergaba grandes dudas sobre su fe y no era feliz en su
matrimonio. Su mujer era ambivalente en sus afectos y fluctuaba entre la euforia y la depresión. De niño, Carl era tímido, fantasioso e introvertido. Estudió medicina en la Universidad de Basilea. Su tesis doctoral analizó el caso de una joven médium, que cambiaba de personalidad durante las sesiones de espiritismo. Se ha especulado que su investigación reflejaba los problemas psicológicos de su madre. Freud le consideró su delfín, pero con los años protagonizaron una estrepitosa ruptura intelectual. Jung afirmó que Freud era víctima de la neurosis y se había convertido en un rehén de sus propias teorías: “Es una figura trágica, pero un gran hombre”.Aunque no sentía
ningún aprecio por la teología y las distintas iglesias, Jung consideraba que
el hombre era un animal religioso “por naturaleza”, lo cual no significa que
identificara a Dios con una deidad externa al mundo. Para Jung, Dios es el nombre que hemos asignado a una especie de
mente cósmica que contiene todas las formas de conciencia. En
colaboración con Wolfgang Ernst Pauli, Premio Nobel de Física en 1945 y uno de
los fundadores de la mecánica cuántica, Jung intentó sincronizar su
interpretación de la psique humana con la microfísica atómica para justificar
ciertos fenómenos que parecían irracionales, como la experiencia extracorporal,
la precognición, la telepatía, la levitación o el éxtasis místico. Nunca
despreció la dimensión biológica del ser humano: “El encuentro de dos personas
es como el contacto entre dos sustancias químicas: si hay alguna reacción,
ambas se transforman”. Poco antes de morir, justificó sus intuiciones con una
confesión sorprendente: “A diferencia de la mayoría de los hombres, mis
tabiques son transparentes. Esta es mi peculiaridad. En los demás
frecuentemente son tan espesos que no ven nada tras ellos y por eso creen que
allí no hay nada. Yo percibo en cierto modo los procesos del inconsciente y por
ello tengo seguridad interna”.
Jung adquirió
experiencia clínica en la Clínica Burghölzli. Se dedicó a entrevistar a
esquizofrénicos, inventando los test de libre asociación, que ayudaban al
paciente a verbalizar las pulsiones inconscientes. No tardó en opinar que los delirios debían interpretarse como
expresiones de conflictos psíquicos, no como meros síntomas de un desorden
biológico. Sus entrevistas clínicas inspiraron su primera
obra, Sobre la psicología de la demencia precoz. Le envió un
ejemplar a Freud, que le había deslumbrado con sus teorías. Comenzó así un
intenso y breve “idilio intelectual”. Después de unos años de estrecha
colaboración, Jung rechazó que los sueños, los mitos y las obras de arte
pudieran reducirse a contenidos sexuales reprimidos: “El sueño es una pequeña
puerta oculta abriéndose a la noche cósmica que era el alma mucho antes de la
aparición de la conciencia”. Tampoco aceptó que el origen de la neurosis se
hallara siempre en la infancia, pues entendía que a veces era producto de
conflictos de la edad adulta, y objetó que el complejo de Edipo no
expresaba un deseo sexual, sino el anhelo de reinventarse como un ser autónomo
e independiente. Freud interpretó la discrepancia como “el asesinato
del padre” que acontece en la relación transferencial y, según algunos
testimonios, experimentó desmayos y pesadillas, atormentado por la
insubordinación de su “príncipe heredero”.
Carl Jung
continuó su camino en solitario, alumbrando su propio método terapéutico: la
“psicología analítica”. Descartó el uso del diván, que establecía una relación
asimétrica, y la transferencia, que le parecía “degradante” para el paciente y
“peligrosa” para el analista. La sesión debía discurrir como una conversación
normal y la terapia no debía exceder los tres años. El terapeuta no puede
limitarse a acumular datos y experiencia clínica: “Conozca todas las teorías.
Domine todas las técnicas, pero al tocar un alma humana sea apenas otra alma
humana”. La gran aportación de Jung consistió en descubrir el inconsciente
colectivo. En la estructura de la psique, hay un inconsciente
personal donde se conserva y agita todo lo que la conciencia quiere reprimir y
silenciar, y un inconsciente colectivo, que contiene la memoria biológica de la
especie. El inconsciente “es idéntico en todos los hombres y constituye un
substrato psíquico común, de naturaleza suprapersonal. Abarca una masa
indescriptible de estratificaciones depositadas en el curso de la vida de
nuestros antepasados. Contiene uno o dos millones de años de evolución”. El inconsciente colectivo está poblado por arquetipos. No son
símbolos o imágenes heredadas, sino estructuras vacías e innatas que
representan las vivencias cruciales de nuestra especie: la imagen
del padre y de la madre, la imagen de uno mismo, la relación entre los sexos,
la figura del héroe, del sabio, del embaucador. Los arquetipos se manifiestan
en los sueños, pero también en la mitología, el arte y las tradiciones
religiosas. El Sí-mismo (Selbst) es el arquetipo central del inconsciente
colectivo. Expresa la totalidad del ser humano, su “yo consciente” y su “psique
inconsciente”. La personalidad individual se forja mediante la interacción
entre esas dimensiones opuestas. Jung se inspiró en el yin y el
yang, los conceptos fundamentales del taoísmo, que reflejan la dualidad de todo
lo existente. El Sí-mismo se representa simbólicamente mediante la
mándala, un círculo inscrito dentro de una forma cuadrangular. Los arquetipos no son unidimensionales. No son algo individual y
concreto, sino un conjunto de significados. Por eso, el Sí-mismo
también es el arquetipo de la divinidad y de la ley moral universal.
El Yo es el
arquetipo complementario del Sí-mismo. Comprende la dimensión interna de la
psique y el mundo externo en su aspecto físico y sociocultural. El Yo es el
mediador entre lo interior y lo exterior. Posee una voluntad libre, autónoma,
que se canaliza mediante el lenguaje, la memoria y la imaginación. Se podría
decir que el Yo es la función consciente del Sí-mismo. A partir de este eje
bidimensional, surgen los tres arquetipos que estructuran la personalidad: la
Persona, el Alma y la Sombra. La Persona es nuestra “máscara social”, la parte
de nosotros mismos que hacemos visible, nuestra imagen pública. El Alma es
nuestro modo de ser más íntimo y profundo. Es inconsciente y se desdobla
en anima y animus. En el
hombre, el anima es la imagen de la
mujer, el eterno femenino. En la mujer, el animus es la
imagen del hombre, lo masculino. En ambos casos, se percibe al
otro sexo como algo fascinante y aterrador. La Sombra
representa los sentimientos más oscuros e inaceptables, el tabú, lo prohibido y
reprobado. Es esa dimensión tenebrosa que identificamos con el mal y nos
produce culpabilidad, pues nos seduce y atrae. No hay que tener miedo a la
Sombra: “Uno no alcanza la iluminación fantaseando sobre la luz sino
adquiriendo conciencia de la oscuridad. Lo que no se hace consciente, se
manifiesta en nuestras vidas como destino”.
El Héroe es el
arquetipo que expresa la lucha contra la Sombra. Es el salvador, el guía y el
redentor. Jung cita como ejemplo a los héroes de la mitología grecorromana,
pero considera que ninguno puede compararse en grado de elaboración con las
figuras de Buda y Cristo. El Héroe siempre es tutelado y orientado por el
arquetipo del Sabio, y soporta la amenaza del Embaucador. Si nos fijamos en
Cristo, Yahveh dirige sus pasos y Satanás intenta confundirlo. No hay un número
definitivo y cerrado de arquetipos. Jung consideraba imposible
realizar una lista exhaustiva de los contenidos del inconsciente colectivo,
pues es un territorio con grandes zonas inexploradas.
Freud hablaba de
libido. Jung transforma esa fuerza en “energía psíquica”. Estructurada por las
experiencias del inconsciente colectivo y los arquetipos ancestrales, la
energía psíquica se escinde en dos actitudes predominantes: la extraversión y
la introversión. La extraversión suele reflejar la aceptación de los
convencionalismos sociales y el anhelo de éxito social y laboral. La
introversión se caracteriza por la introspección y la reserva. El concepto de
éxito es diferente, pues depende de metas interiores. Estas dos actitudes se
combinan con nuestras funciones racionales (pensar y sentir) e irracionales
(percibir e intuir), produciendo los distintos tipos de personalidad. Cada vida
participa en el desarrollo de la conciencia cósmica de la totalidad. Las
existencias improductivas demoran ese proceso, exigiendo una reiteración
correctora: “Aquellos que no aprenden nada de los hechos desagradables de la
vida, fuerzan a la conciencia cósmica a que los reproduzca tantas veces como
sea necesario para aprender lo que enseña el drama de lo sucedido. Lo que
niegas te somete; lo que aceptas te transforma”.
A diferencia de
Freud, Jung opinaba que los sueños no pueden traducirse o interpretarse en un
solo sentido. Pueden
expresar deseos sexuales reprimidos, pero también premoniciones, conflictos de
identidad, deseo de afirmación del yo, creencias míticas o religiosas. Su
contenido desborda la razón y el lenguaje. Por eso deben abordarse en clave
simbólica. Los sueños desempeñan una función compensatoria, que contribuye a
mantener nuestro equilibrio. Jung atribuía una enorme
importancia a la experiencia religiosa, pero su visión no coincidía con el
punto de vista de ninguna iglesia o tradición. Desde su punto de
vista, la experiencia religiosa es una apertura a lo desconocido, no un dogma.
El ser humano siempre tiende a ir más allá, pero el mundo, con sus límites
físicos y temporales, frustra ese empuje, confinándole en lo natural y
empírico. Sin embargo, la psique se descompensa, si se excluye de su órbita el
misterio. Lo trascendente es inexplicable, pero resulta
necesario para la salud mental del individuo y la comunidad: “En
épocas más antiguas —escribe Jung—, los llamados neuróticos, no se habrían
visto disociados de sí mismos, pues se mantenía un estrecho contacto con el
mito, la magia y el culto a los antepasados”. Jung pensaba que la cultura
occidental, lastrada por un racionalismo intransigente, había menospreciado el
pensamiento oriental. En la introducción que escribió para el I Ching, libro oracular chino, sostiene que el concepto
de causa sólo explica lo particular, nunca la totalidad.
Jung fue un
viajero incansable, que recorrió el norte de África, la India, Nuevo México y
las principales ciudades europeas. Cuando el nazismo llegó al poder, simpatizó
con algunas de sus tendencias, como el anticomunismo y el culto por lo
legendario, especialmente en lo relacionado con el Santo Grial, pero no secundó
el antisemitismo ni la agresiva política bélica. Documentos desclasificados de la CIA, han revelado que desde 1942
colaboró con el espionaje norteamericano. Siempre se opuso a la
disolución del individuo en la masa. El ser humano no debía renunciar en ningún
caso a su peculiaridad y no existían fórmulas universales que valieran para
todos: “Un zapato que se adapta a una persona, puede quedar mal en otra. No
existe una receta para vivir que se adapte a todos”. Al finalizar la guerra, se
estableció en Bollingen, cerca del Lago de Zúrich, donde en 1923 había
comenzado a construir una mansión a la que llamó “La Torre”. No se trataba de
un simple edificio, sino de un conjunto de chozas agrupadas en círculos.
Pensaba que cada ampliación representaba un nuevo estrato de su personalidad,
lo cual acarreaba necesariamente cambiar constantemente la ubicación de su
despacho, una habitación privada a la que solo él tenía acceso. No era un lugar
de retiro, sino su mándala, su centro espiritual y simbólico. En el dintel de
la puerta principal, hizo grabar una vieja enseñanza revelada al oráculo de
Delfos: “Invocado o no llamado, el dios está presente”. Con tendencias
depresivas, consideró que la única forma de derrotar a esta enfermedad del alma
consistía en afrontar su irrupción y oír sus razones: “La depresión es como una
señora de negro. Si llega, no la expulses, más bien invítala como una comensal
en la mesa, y escucha lo que tiene que decir”. Rehuir los conflictos nunca le
pareció una alternativa razonable: “Las personas hacen lo que sea, no importa
lo absurdo, para evitar enfrentarse con su propia alma”. No hay que tener miedo
al sufrimiento psíquico: “Un hombre que no ha pasado a través del infierno de sus
pasiones, no las superará nunca”. No hay que caer en el fatalismo ni pensar que
somos marionetas en manos de la adversidad: “Yo no soy lo que me sucedió, yo
soy lo que elegí ser.” Nunca le inspiró temor la muerte: “Creo sinceramente que
alguna parte del yo o del alma humana, no está sujeta a las leyes del espacio y
del tiempo”. Morir significa solo transitar hacia otro estado de mayor
plenitud: “De una manera u otra somos partes de una sola mente que todo lo
abarca, un único gran ser humano”. Jung falleció el 6 de junio de 1961, con 86
años. En el instante de su muerte, un rayo partió el árbol cuya sombra le había
servido para protegerse del sol y la lluvia en infinidad de ocasiones. Era el
rincón favorito de su jardín, donde solía leer, escribir, meditar y
soñar. ¿Qué nos puede aportar Jung hoy en día? Al margen
del poder sugestivo de su prosa, una visión del individuo y la
realidad que desafía al pensamiento científico, señalando la necesidad de
integrar en nuestras vidas lo mágico, misterioso y sobrenatural. No
debemos menospreciar la visión de la realidad de otras culturas. La ciencia no
es la única llave y, en cualquier caso, no puede eliminar la incertidumbre.
Vivir es aceptar el riesgo, lo incomprensible, lo pasional e intuitivo. No
debemos contemplar la existencia desde fuera, como si fuera algo lejano y
ajeno. Esa forma de estar en el mundo es altamente insatisfactoria y estéril.
“La vida no vivida es una enfermedad de la que se puede morir”, escribió Jung.
Más que una frase, podemos decir que fue su lema vital. Siempre eludió las
condenas que menosprecian lo diferente e ininteligible: “No podemos cambiar
nada sin antes comprender. La condena no libera, oprime”. La vida y la obra de
Jung nos invitan a convertir nuestra existencia en una aventura, buscando en
nuestro interior las respuestas a los enigmas del cosmos: “Tu visión se hará
más clara solamente cuando mires dentro de tu corazón. Aquel que mira fuera,
sueña. Quien mira en su interior, despierta”.
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