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18 de enero de 2019

Un hábito intolerante


Alejandro Lodi
(Enero 2019)

Desde la astrología sabemos que un tránsito de Plutón sobre la Luna saca a la superficie lo más oscuro de nuestros hábitos de conducta para que tengan la oportunidad de ser iluminados por la conciencia. Aplicado a la carta de un país, ese tránsito revela un tiempo propicio para que la conciencia colectiva transforme modos tóxicos de convivencia a los que, acaso de un modo inconsciente, se ha acostumbrado, o refuerce su permanencia en ellos a riesgo de patología. Argentina atraviesa ese clima desde 2016 y está a punto de agotarlo.

Los argentinos naturalizamos el escrache. Una práctica intolerante. El escrache es un diseño que opera en nuestro comportamiento colectivo.


El escrache es fascista. No importa el contenido que adquiera ese diseño, no importa las condiciones del escrachante o del escrachado, siempre revela un carácter perverso, un quiebre ético.  Justificar a uno es justificar a todos. Bajo cualquier forma que adopte, siempre es exclusión del otro en su diferencia y anulación de su libertad. El escrache es autoritario: busca la subordinación a una voz. Es un intento de hegemonía y unanimidad a través de la prepotencia y la sumisión. 
El escrache es abuso de poder. Como el mero acoso, como el grave pogromo. En extremos de excitación, es un atentado contra la humanidad, un acto que exhibe el desprecio por la sensibilidad  de los demás y la indiferencia al (o justificación del) trauma generado en la vida de aquel que es sometido. Como la violación, como la tortura. No importa qué haya hecho, qué piense, a qué clase social pertenezca, o qué color de piel porte el escrachado o el escrachante, el escrache siempre representa la imposición violenta de una supremacía de poder. Es el diseño de “la turba iracunda” de Los Simpsons: un conjunto de personas en superioridad numérica que se sienten justificadas de aplicar violencia física o verbal a otro (u otros) en inferioridad de fuerza. El escrache es otra forma de la sensación de poder como derecho a someter. Provocar el miedo para confirmar el propio poder. El escrache es la negación de la convivencia. La evidencia de encantos pre-democráticos que los argentinos, acaso, nunca hemos abandonado.
Difiere, por cierto, de la denuncia o la demanda. La denuncia o demanda implica poner en valor derechos que han sido vulnerados; el escrache, en cambio, ostentación de fuerza. El escrache señala, delata, expone al otro sin oportunidad de defensa. Sentencia culpabilidad por aclamación. Condena por imposición de gritos.
El escrache es un gesto de cobardía que se cree valiente. Una falta al respeto humano que se siente noble. Prepotentes, nos convencemos de ser justos. Impiadosos, reclamamos que se nos reconozca humanistas. Un rasgo patológico -a veces psicótico, a veces psicopático- de nuestra conducta social.
El escrache supone el sentimiento de superioridad moral del escrachante sobre el escrachado, de ser mejor, más humano. Y esa superioridad no puede ser cuestionada. En el escrache nos sentimos asistidos por valores superiores, por una razón absoluta de una objetividad tal… que no requiere ningún ejercicio de la razón. Por eso, sin observar la falacia de creernos representantes de un bien superior, el escrache no puede ser visto en su espanto. Disolver la conducta del escrache requiere el desencanto de la ocurrencia de que “soy mejor que el otro”, porque, dado lo que me hizo, lo que piensa o lo que representa, “el otro es abominable” y “merece el sufrimiento”.
Así, si somos honestos en nuestra meditación, en la intimidad del diseño del escrache quizás descubramos nuestro cinismo más canalla: reproducir en nuestras acciones, cubriéndolas de virtud, aquello que aborrecemos en el otro. Reconocer que, mientras creemos combatirlo, nos hemos convertido en nuestro enemigo. En pleno orgullo de nuestra dignidad, justificamos abrumar de terror al otro para hacernos dueños de su voluntad. Víctimas de abusos, nos descubrimos abusadores. Heridos de miedo, nos descubrimos intimidantes. Humillados de desprecio, nos descubrimos arrogantes. Una nueva evidencia del laberinto de horror de pervertir la dinámica de polaridad en polarización: los extremos se tocan.
Como ante toda evidencia antipática, podemos aceptar el desafío de transformarnos y transmutar el encanto de concentrar poder personal en la aceptación del otro a favor de la circulación de poder (algo muy parecido a convertir el miedo en amor); o también podemos cristalizarnos en nuestra imagen encantadora, aunque entre en conflicto con nuestra percepción. Para consumar esta distorsión (reproducir, sin culpa, en nuestras conductas lo que despreciamos en las del otro) es necesario avasallar los cuestionamientos de nuestra conciencia y bloquear nuestra sensibilidad y empatía. Convencernos de que el otro merece el daño que nuestra acción le provoca, implica el cruce de un límite ético que abre un abismo existencial. Un tránsito incómodo que sabe encontrar alivio en el narcótico de nuestras creencias religiosas e ideologías políticas. Al fin y al cabo, dado que “no existen hechos, solo interpretaciones” ¿por qué no elegir la más conveniente a la luminosa imagen de nosotros mismos y permanecer ajenos a su siembra de sombras?

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