Alejandro Lodi
(Enero 2019)
Desde la astrología sabemos que un tránsito de Plutón sobre la Luna saca
a la superficie lo más oscuro de nuestros hábitos de conducta para que tengan
la oportunidad de ser iluminados por la conciencia. Aplicado a la carta de un
país, ese tránsito revela un tiempo propicio para que la conciencia colectiva
transforme modos tóxicos de convivencia a los que, acaso de un modo
inconsciente, se ha acostumbrado, o refuerce su permanencia en ellos a riesgo
de patología. Argentina atraviesa ese clima desde 2016 y está a punto de
agotarlo.
Los argentinos naturalizamos el escrache. Una práctica intolerante. El
escrache es un diseño que opera en nuestro comportamiento colectivo.
El escrache es fascista. No importa el contenido que adquiera ese
diseño, no importa las condiciones del escrachante o del escrachado, siempre
revela un carácter perverso, un quiebre ético. Justificar a uno es
justificar a todos. Bajo cualquier forma que adopte, siempre es exclusión del
otro en su diferencia y anulación de su libertad. El escrache es autoritario:
busca la subordinación a una voz. Es un intento de hegemonía y unanimidad a
través de la prepotencia y la sumisión.
El escrache es abuso de poder. Como el mero acoso, como el grave
pogromo. En extremos de excitación, es un atentado contra la humanidad, un acto
que exhibe el desprecio por la sensibilidad de los demás y la
indiferencia al (o justificación del) trauma generado en la vida de aquel que
es sometido. Como la violación, como la tortura. No importa qué haya hecho, qué
piense, a qué clase social pertenezca, o qué color de piel porte el escrachado
o el escrachante, el escrache siempre representa la imposición violenta de una
supremacía de poder. Es el diseño de “la turba iracunda” de Los
Simpsons: un conjunto de personas en superioridad numérica que se sienten
justificadas de aplicar violencia física o verbal a otro (u otros) en
inferioridad de fuerza. El escrache es otra forma de la sensación de poder como
derecho a someter. Provocar el miedo para confirmar el propio poder. El
escrache es la negación de la convivencia. La evidencia de encantos
pre-democráticos que los argentinos, acaso, nunca hemos abandonado.
Difiere, por cierto, de la denuncia o la demanda. La denuncia o demanda
implica poner en valor derechos que han sido vulnerados; el escrache, en
cambio, ostentación de fuerza. El escrache señala, delata, expone al otro sin
oportunidad de defensa. Sentencia culpabilidad por aclamación. Condena por
imposición de gritos.
El escrache es un gesto de cobardía que se cree valiente. Una falta al
respeto humano que se siente noble. Prepotentes, nos convencemos de ser justos.
Impiadosos, reclamamos que se nos reconozca humanistas. Un rasgo patológico -a
veces psicótico, a veces psicopático- de nuestra conducta social.
El escrache supone el sentimiento de superioridad moral del escrachante
sobre el escrachado, de ser mejor, más humano. Y esa superioridad no puede ser
cuestionada. En el escrache nos sentimos asistidos por valores superiores, por
una razón absoluta de una objetividad tal… que no requiere ningún ejercicio de
la razón. Por eso, sin observar la falacia de creernos representantes de un
bien superior, el escrache no puede ser visto en su espanto. Disolver la
conducta del escrache requiere el desencanto de la ocurrencia de que “soy mejor
que el otro”, porque, dado lo que me hizo, lo que piensa o lo que representa,
“el otro es abominable” y “merece el sufrimiento”.
Así, si somos honestos en nuestra meditación, en la intimidad del diseño
del escrache quizás descubramos nuestro cinismo más canalla: reproducir en
nuestras acciones, cubriéndolas de virtud, aquello que aborrecemos en el otro.
Reconocer que, mientras creemos combatirlo, nos hemos convertido en nuestro
enemigo. En pleno orgullo de nuestra dignidad, justificamos abrumar de terror
al otro para hacernos dueños de su voluntad. Víctimas de abusos, nos
descubrimos abusadores. Heridos de miedo, nos descubrimos intimidantes.
Humillados de desprecio, nos descubrimos arrogantes. Una nueva evidencia del
laberinto de horror de pervertir la dinámica de polaridad en polarización:
los extremos se tocan.
Como ante toda evidencia antipática, podemos aceptar el desafío de
transformarnos y transmutar el encanto de concentrar poder personal en
la aceptación del otro a favor de la circulación de poder (algo
muy parecido a convertir el miedo en amor); o también podemos cristalizarnos en
nuestra imagen encantadora, aunque entre en conflicto con nuestra percepción.
Para consumar esta distorsión (reproducir, sin culpa, en nuestras conductas lo
que despreciamos en las del otro) es necesario avasallar los cuestionamientos
de nuestra conciencia y bloquear nuestra sensibilidad y empatía. Convencernos
de que el otro merece el daño que nuestra acción le provoca, implica el cruce
de un límite ético que abre un abismo existencial. Un tránsito incómodo que
sabe encontrar alivio en el narcótico de nuestras creencias religiosas e
ideologías políticas. Al fin y al cabo, dado que “no existen hechos, solo
interpretaciones” ¿por qué no elegir la más conveniente a la luminosa imagen de
nosotros mismos y permanecer ajenos a su siembra de sombras?
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