Centro Holística Hayden

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29 de enero de 2019

Dios nunca pestanea- Leccion 32 a la 50 - Final


LECCIÓN 32
Tu trabajo no te atenderá cuando estés enfermo, pero tus amigos sí.
Mantente en contacto con ellos.

Hay algo sobre cumplir 40 que hace que la gente quiera celebrar con globos negros y tarjetas que exhiben cabezas calvas, rostros arrugados, pechos colgados y vientres salidos. Los cuarenta parecen ser el punto intermedio entre el antes y el después, el comienzo del final de la vida como la conocemos.

Con eso en mente, no tengo idea de qué darle al hombre de mi vida para su cumpleaños número 40. Bruce parecía actuar como si tuviera 60, cuestionaba el valor de su vida hasta ahora, contando lo que había logrado, calificándose como padre, hombre de negocios y ciudadano.

En todo lo que yo podía pensar era en el número de amigos que había acumulado en 40 años. Eso
parecía ser una mejor medida de su vida que su ingreso o su estatus en la comunidad.
La imagen de George Bailey en la película ¡Qué bello es vivir!, venía constantemente a mi mente.
A George Bailey, quien jamás se había visto a sí mismo como un éxito, se le dio la oportunidad de ver cómo habría sido el mundo sin él. La moraleja de la película es que nadie que tenga amigos es un fracaso.
Quería que Bruce reflexionara sobre los amigos que tenía, no en el kilometraje de su cuerpo o los caminos sin andar. Así es que les pedí a 40 personas que escribieran una carta sobre cómo había tocado él sus vidas. ¿Cómo los había cambiado, moldeado, conmovido?
Ellos debían enviarme las cartas para que las envolviera todas juntas como un regalo. El proyecto sonaba fácil al principio: sólo hay que hablarles a 40 personas. Sólo hay que escribir una carta. Pero
como dice el viejo dicho, “Escribir es fácil, sólo siéntate y ábrete una vena”.
—Esto es más como abrirse un ventrículo —dijo uno de los escritores.
Todo el mundo se angustió. Unos cuantos llamaron a otros y se preguntaron qué escribirían, como
si pudieran pedir prestado algo. Era una tarea delicada, una que expondría tanto al emisor como al
receptor. Algunos optaron por bromear sobre cumplir cuarenta. Otros usaron el humor para expresar
su amor. La mayoría de ellos terminó diciendo lo que cuesta más trabajo decir en persona, lo que con
frecuencia no se dice en persona.
Conforme se acercaba el cumpleaños, las cartas empezaron a llegar. Dos llegaron por Federal
Express, media docena por fax y una por e-mail. Un hombre me dictó la suya por teléfono. Él dijo
que no sabía cómo expresar sus sentimientos a través de la escritura y que me lo dejaba a mí.
Yo envolví una caja con páginas de la revista Life de 1954, y metí las cartas. Cuando llegó el día,
salimos a cenar y a ver una película, y nos reunimos a comer un postre con un grupo de amigos. Más
tarde, Bruce expresó alivio por lo bien que había salido el día. Fue entonces cuando le di la caja.
Mientras pasaba los dedos por las cartas, parecía confuso. Le expliqué de qué se trataba. Quedó
asombrado. Vio las direcciones de los remitentes en los sobres, pero no abrió ninguno de inmediato.
Cuando lo hizo, la emoción se derramó. Se rio tan fuerte que lloró y se sintió tan conmovido que
lloró.
En total cuarenta personas realizaron cirugía a corazón abierto en Bruce. Abrieron vías a su
corazón que habían estado cerradas o se habían estrechado con el tiempo. Ellos trajeron el pasado,
los días del póster fosforescente con fondo negro, el cabello largo, los aventones, los conciertos de
rock que no recordaban por estar tan “pasados”. Le dieron las gracias por las llamadas nocturnas, los
consejos de último minuto sobre cómo conseguir un trabajo, las largas pláticas sobre cómo
sobrevivir al divorcio.
La madre de uno de sus amigos más cercanos escribió un poema encantador. Una mujer diseñó su
propia tarjeta. Otro hombre escribió la suya en papel pautado. Bruce planea pasarles las cartas a sus
hijos algún día, para que ellos sepan de lo que se trató su vida. Que fue más que el dinero que hizo,
el negocio que tuvo, la mujer a la que amó. Que fue sobre las amistades que cultivó y mantuvo.
—La mayoría de la gente no se entera de lo que las demás personas sienten por ella —dijo,
limpiándose las lágrimas—. Éste es el tipo de cosas que dicen en tu funeral.
Es por eso que yo cuento la historia de ese regalo. Con mucha frecuencia no escuchamos lo que
significamos para otros hasta que es demasiado tarde. Cuando me enteré de que tenía cáncer, me
preocupé por perder días de trabajo, partidos de voleibol, los compromisos en mi calendario. La
enfermera que luchaba por anotar mi primera cita para quimioterapia movió su cabeza y dijo:
—Debes saber cuáles son las prioridades.
Ella tenía razón.
El trabajo consiguió un asiento trasero. El cáncer no tomó el asiento delantero. Lo hicieron mis
amigos. Ellos tomaron el asiento del conductor.
Sheryl organizó una quimio shower. Mis amigos llevaron aretes y bufandas y sombreros. Beth
tomó los pequeños aretes en forma de armónica que Sheryl me había comprado y tocó “El blues de la
quimio”. Judy apareció y me lavó el cabello. Otros amigos me llevaron montones de películas para
ver, me compraron pantuflas y piyamas. Una cantidad innumerable de otras amistades me envió
cartas, comida y libros llenos de inspiración.
¿Mi trabajo? El periódico de alguna manera se imprimió en los días que estaba demasiado
enferma como para escribir. El mundo siguió girando sin mí. ¿Mis amigos? Ellos hicieron que mi
mundo siguiera girando.
Mi amigo Marty siempre dice que si tienes amigos y salud, tienes todo lo que necesitas. El cáncer
me enseñó que si mantienes a tus amigos en los primeros lugares de tu lista de prioridades, tienes lo
que más importa, aunque pierdas tu salud.
LECCIÓN 33
Cree en los milagros.
El doctor trató de darles las noticias de la manera más suave posible.
—Es como los pequeños que, al desear un poni, rezan y no pierden la esperanza, pero no lo
obtienen. Bueno, éste es el mismo tipo de situación. Algunas veces simplemente no obtienes el poni.
El doctor estaba tratando de decirles a los padres de Chris Wood que la situación no tenía
esperanza, incluso más allá de sus oraciones.
Aquel junio de 1989, Chris tenía 21 y trabajaba para la Marina en San Diego. Después de una
tarde de bebidas en un partido de Los Padres, se cayó de una pick-up de camino a casa en el
momento en que el conductor cambió de carril.
Cuando Chris aterrizó en la autopista de cuatro carriles, un auto lo atropelló, rebotó hacia otro
carril para volver a ser atropellado por otro auto. Afortunadamente, el siguiente vehículo que venía
era una ambulancia. Chris tenía rotos la pelvis, la mandíbula, el codo y la rodilla. Tenía heridas
masivas en la cabeza y marcas de llanta en la espalda.
Durante los siguientes tres meses todas las noticias que daban los doctores eran malas: No vivirá.
Será un vegetal. Jamás caminará. Jamás tendrá una vida significativa.
Su familia en Akron empezó a formar cadenas de oraciones. Una noche, su hermana se despertó
repentinamente y dijo que fue Dios quien le susurró estas palabras:
—Vivirá y no morirá y proclamará la misericordia de Dios.
A partir de ese momento, ése fue el mantra de la familia.
Para Chris fueron necesarias 32 cirugías, un coma de tres meses y años de tratamiento en el
Hospital de Veteranos en Cleveland, a donde sigue yendo para rehabilitarse. A los 29, Chris tenía los
mismos ojos brillantes y azules y el cabello de color arena de antes, pero todo lo demás había
cambiado.
Él arrastra las palabras, como si hubiera estado bebiendo. El tubo para respirar dañó sus cuerdas
vocales. Las heridas en la cabeza alentaron sus procesos mentales. Su rostro se torció, pues la
mandíbula no sanó correctamente. Una cicatriz morada, como un zíper, corre por su brazo izquierdo,
el cual cuelga a su lado. Debe concentrarse para poder abrir su mano.
Chris es una ferretería ambulante. Hay un tornillo en su codo, un aparato ortopédico en la pierna,
una bisagra en la rodilla y una placa en la cabeza. Su cerebro ya no funciona de la misma manera.
Sobresalía en matemáticas, pero ahora lucha con lo básico. Cuando se inscribió en la Universidad
Estatal de Kent seis años atrás, obtuvo calificaciones deficientes incluso en las materias más
sencillas. Uno de sus terapeutas de rehabilitación lo exhortó a que abandonara la escuela.
Él lo pensó un poco.
—Mi mente diría, “Estás desperdiciando el tiempo” —me dijo. Pero en vez de escuchar, recurría
a su pasaje favorito de las Escrituras, Proverbios 23:7: “Porque cual es su pensamiento en su
corazón, tal es él”.
“Eso significa que te convertirás en lo que creas. Si crees que eres de segunda y un fracaso, o el
número uno y el primero en la fila, eso es lo que serás —dijo.
Por sus éxitos, él le da crédito a su madre. Linda lo preparó utilizando la Biblia como su libro de
jugadas. Chris ahora tiene tres trabajos: hace prácticas en el Hospital Edwin Shaw con pacientes que
han sufrido heridas en la cabeza; hace diseños por computadora para la iglesia Living Water
Fellowhip en Akron; y es acomodador para el equipo de beisbol Akron Aeros.
Le tomó tres intentos aprobar el examen de manejo, pero finalmente obtuvo su licencia. Después
de seis años de terapia física, dejó la silla de ruedas y ahora puede moverse con una andadera.
Todavía lucha para encontrar las palabras adecuadas cuando habla. Hace una pausa, entrecierra
los ojos, tratando de forzar su cerebro a que recuerde cómo trabajar, y…funciona bastante bien. El
día de la graduación, Chris Wood dio el discurso sin decir una palabra. Caminó por el estrado de la
Universidad Estatal de Kent, y recogió su título de licenciado en psicología frente a una multitud que
lo ovacionó.
Él no era el más listo.
Él no era el más talentoso.
Pero él estaba ahí.
Su mamá no vivió para ser testigo de ello. Ella había muerto el año anterior de un ataque al
corazón. Pero vivió lo suficiente para saber que aquel doctor que les había dicho que perdieran toda
esperanza estaba equivocado.
Ese doctor recibió una postal del papá de Chris, simplemente decía: “Conseguimos el poni”.
LECCIÓN 34
Dios te ama por lo que Él es, no por algo
que hayas hecho o dejado de hacer.
Para marcar el nuevo milenio, el Papa reintrodujo las indulgencias, un tipo de amnistía para
pecadores que era popular en la Edad Media. Básicamente, las indulgencias son una forma de ganar
puntos ante Dios antes del Día del Juicio Final.
Podemos llamar a esto un atajo hacia la salvación, una forma de recortar el tiempo de tu sentencia
en el purgatorio, el sitio a donde se les enseña a los católicos que van las almas a purificarse antes
de llegar al Cielo. Las indulgencias, que alguna vez la gente pagó en efectivo, fueron prohibidas hace
mucho por la Iglesia Católica. En aquel entonces, los pecadores compraban su pase al Cielo, un tipo
de liquidación antes de la liquidación.
Las nuevas indulgencias no llevarían precio, sólo un acto genuino de sacrificio y penitencia. Los
actos de penitencia y sacrificio son nobles cuando se ofrecen solamente por amor a Dios y a los
demás, pero parece que hay algo egoísta al llevarlos a cabo, pues tienen la finalidad de reducir el
tiempo en la cárcel, por decir algo. Además, ¿realmente te puedes ganar tu camino al cielo?
Casi todos los sacerdotes conocen el sermón sobre el hombre que muere y se encuentra con San
Pedro en las puertas del cielo. San Pedro le dice que antes de ser admitido, necesita autorización.
—¿Qué se necesita? —pregunta el hombre.
—Necesitas, al menos, quinientos puntos para entrar —Pedro le dice.
—Bueno —dice el hombre—, fui buen esposo, padre, y empleado dedicado. Jamás engañé a mi
esposa ni a mi jefe. Siempre pagué mis impuestos.
—Mmm —calcula Pedro—. Eso te da cien puntos.
—¡Cien puntos! ¿Eso es todo? —exclama el hombre—. Vamos a ver. Le di dinero a organizaciones
de caridad, fui voluntario una vez a la semana en un comedor de beneficencia, hice sonar la campana
del Ejército de Salvación cada invierno y pasé una semana durante cada verano construyendo casas
para los pobres en Centroamérica.
—Está bien —dice Pedro, tecleando en la calculadora—. Conseguiste unos trescientos cincuenta.
Al hombre le entra el pánico. Ya no puede pensar en otra gran hazaña o sacrificio que haya hecho
para compensar lo restante. Jamás entrará al cielo.
—Eso es todo —dice tristemente—. Me entrego a la misericordia de Dios.
—¡Estás adentro! —dice Pedro, y abre la puerta—. Bienvenido a casa.
La historia es reconfortante. En vez de girar en torno a la justicia de Dios o nuestro sacrificio, se
concentra en la misericordia divina.
Un místico persa llamado Rabi’a escribió lo que significaba verdaderamente amar a Dios:
“Dios mío, si te venero por temor al infierno, quémame en él. Si te venero por la esperanza del
Paraíso, prohíbeme entrar en él. Pero si te venero por Ti y sólo por Ti, concédeme entonces la
belleza de tu rostro”.
Hace años me obligué a ir a la Abadía de Genesee, en Nueva York, para ver si podía desatorarme.
Tenía una buena relación con Dios, pero sentía como si todavía hubiera un gran obstáculo con el cual
seguía tropezando. Sin importar lo que hiciera, nunca parecía ser bastante. Yo jamás me sentí
suficientemente buena.
En lo profundo, me consideraba indigna del amor de Dios. ¿Qué se necesitaba para creer real y
verdaderamente, en lo más profundo de mi ser, que Dios me amaba tal y cual era yo?
Me apunté para confesarme y me encontré con el Padre Francis. Él usaba la túnica blanca y la
capucha negra de un monje trapense, y parecía ciertamente humilde y santo. En vez de darle la lista
de pecados a lavar, en vez de recitar la larga enumeración —estilo lista del súper— sobre cuántas
veces había mentido o hablado mal de alguien o envidiado a alguna persona, fui hasta lo profundo.
Debajo de cada defecto de carácter en mí —mi envidia, mis resentimientos, mi miedo— está esto:
—No soy suficiente —le dije.
El monje se sentó y sonrió. Todo su cuerpo osciló asintiendo, como si verdaderamente entendiera y
hubiera estado esperando por este momento brillante para compartir su verdad más profunda y
sagrada. Yo recargué la espalda en el asiento y esperé por la aparición de una revelación profunda.
En su lugar, él empezó a contarme la historia del Hijo Pródigo. “Había un hombre que tenía dos
hijos…”.
Mi corazón se hundió. Yo ya me sabía esa historia. El monje estaba todo emocionado, como si
acabara de escuchar la historia. La narró detalle por detalle, en cámara lenta. Estaba muy intrigado
de que uno de los hijos hubiese tomado anticipadamente su herencia y la hubiese derrochado en vino,
mujeres y parranda, y después hubiera decidido volver arrastrándose a su padre con la esperanza de
ser tratado como un sirviente.
El hijo regresó, pero antes de que tuviera la oportunidad de disculparse, el padre se sintió tan feliz
de verlo que corrió a saludarlo y lo abrazó y lo besó. El hijo protestó, dijo que ya no era digno de ser
llamado su hijo, pero el papá le dio las mejores ropas, un anillo, zapatos y anunció a todo el mundo
que celebraría con una gran fiesta de bienvenida.
Sí, sí, sí. He escuchado toda la historia antes. El monje amaba la parte que yo odiaba sobre el hijo
fiel que jamás se alejó. Ese hijo estaba en el campo trabajando cuando escuchó la música y el baile.
Él se enojó, puesto que había sido fiel todo el tiempo y jamás había desobedecido, pero era a su
hermano al que le hacían una fiesta. En ese momento me di cuenta de que había elegido al monje
equivocado. Yo no iba a obtener un koan4 zen que cambiara mi vida ni un mantra budista que
realineara mi corazón, ni una cita de Thomas Merton a la que pudiera aferrar mi vida para siempre.
No. Todo lo que obtuve fue una repetición. Cuando llegamos al final de la historia, el monje sonrió
ante el remate del gracioso final. El padre le dijo al hijo fiel que él recibiría lo justo, pero que todos
debían regocijarse porque el hijo perdido había sido encontrado.
El rostro del monje se iluminó. El mío se oscureció. Él estaba aliándose con el hijo equivocado.
¿Qué tenía que ver esto conmigo? El monje repitió el final. El hijo no tuvo que disculparse. No tuvo
que enmendar nada. Todo lo que tuvo que hacer fue recurrir a su padre. Recurrir a su padre. Eso es
todo. Eso es todo lo que se necesitó para regresar. Eso es todo lo que cualquiera de nosotros necesita
hacer.
—Dios nos ama por lo que Él es —dijo el monje—, no por lo que somos nosotros.
Al principio eso dolió como una bofetada en el rostro. ¿Me acababa de insultar?
Después sentí un golpe en el corazón. Como si una flecha lo hubiera perforado, una flecha lanzada
directamente del arco de Dios.
Dios no quería mi ofrenda perfecta. A Dios no le interesaba si yo me convertía en la mejor
escritora del mundo o el sirviente más humilde o la mayor de las voluntarias desde la Madre Teresa.
A Dios no le importaba si echaba a perder las cosas de manera garrafal o dejaba un desorden en mi
despertar, siempre y cuando regresara.
Dios me ama porque la naturaleza de Dios es amar.
Yo no puedo ganarme ese amor. Yo no puedo perder ese amor.
Yo era suficiente no porque fuera suficiente, sino porque Dios lo es.
Regreso a casa libre.
Tú también debes hacerlo.
LECCIÓN 35
Lo que no mata, fortalece.
El cáncer y yo nos conocimos cuando desperté de una biopsia quirúrgica a una nueva vida, el 19 de
febrero de 1998. Todo lo anterior a eso cayó en el otro lado de la línea temporal de la vida: a.c.,
antes del cáncer.
Yo no dejaría que el cáncer me matara. No si podía evitarlo. El primer año se me borra en la
memoria. Para el momento en que me recuperé de la cirugía, era tiempo de cuatro rondas de
quimioterapia. Para el momento en que mi cabello empezaba a crecer nuevamente, era tiempo para
seis semanas de radiación. Para el momento en que recuperé mi energía, estaba en el segundo año.
Ahí fue cuando me pegó. Maldición, tenía cáncer.
Las pruebas y las tribulaciones como el cáncer y el divorcio o la pérdida de salud, tus ingresos o
los seres queridos pueden matarte o hacerte más fuerte. El cáncer me hizo más fuerte tras tirarme una
y otra vez. Durante aquellos meses de tratamiento, me enfrenté a momentos terribles de desesperanza
en los que quise rendirme.
Al final, el cáncer me hizo más fuerte. ¿Sinusitis? ¿Resfriado? ¿Tirón muscular? Ningún problema.
Mi actitud ahora: ¿dolor? Qué importa. ¿Miedo? Y qué. Solía sentirme asustada cuando escribía mi
columna. A lo que otros conocen como bloqueo de escritor, yo lo llamo terror de la página. Todos los
miedos e inseguridades me golpeaban. Ahora, no más rodeos, ya no más andar de puntillas. Hablo sin
remordimientos, sin miedos, sin reservas. Si no lo digo ahora, ¿cuándo lo haré?
Mi hija constantemente me recuerda por qué es importante hablar sobre la supervivencia. Es una
obligación que compartimos los diez millones de supervivientes del cáncer en Estados Unidos. Cada
día, alguien nuevo recibe el veredicto. Lo primero que haces es llorar. Después, te haces preguntas
para las cuales quizá no quieras escuchar las respuestas: ¿es curable? ¿Es tratable? ¿Se ha
diseminado?
Lo que realmente quieres saber es esto: ¿cuánto viviré?
Nadie lo sabe.
Yo me entregué por completo. Cirugía. Quimioterapia. Radiación. Y más cirugía. Hice que me
quitaran los dos pechos después de saber que llevaba la mutación genética BRCA1, que
incrementaba mis probabilidades de tener cáncer de mama hasta en un 87 por ciento en mi vida.
¿Cómo es no tener pechos?
Audrey Hepburn es mi inspiración. Ahora tengo una nueva admiración por las gimnastas y las
bailarinas. Puedo dormir boca abajo sin bultos o protuberancias entre mi cuerpo y las sábanas. Puedo
no usar sostén ni pechos. Puedo ser copa B, C o D o ninguna en el mismo día. Puedo hacer ejercicio,
correr o saltar la cuerda sin que un sujetador deportivo me estrangule. Jamás se me colgarán ni
temeré los efectos de la gravedad.
Si hubiera sabido lo fácil que era vivir sin pechos, la decisión de hacerme una mastectomía doble
no habría sido tan difícil. En retrospectiva, fue la decisión más difícil que había hecho en la vida.
Una vez que tomas la decisión, no hay vuelta atrás, no hay “qué tal si”, no hay negociación ni regateo,
no hay demoras ni negación. Tú eres la única que puedes tomar la decisión y la única que tiene que
vivir con ella por el resto de tu vida. Es permanente y atemorizante y drástica.
Y entonces, un día deja de serlo. Simplemente eres quien eres ahora.
Durante el primer año me sentí en carne viva. Física y emocionalmente. Parte de mí se había ido.
Vivimos en una cultura obsesionada con los pechos. Parece como si toda mujer famosa tuviera
implantes. No puedes escaparte del escote, incluso en la caja del supermercado. Es un festín virtual
de senos en las portadas de Cosmopolitan, People y Us. Durante el primer año, yo no podía entrar a
un Victoria’s Secret. No podía aguantar ser bombardeada por senos y bella ropa interior que ya no
podría usar.
Justo después de la cirugía y mientras mi pecho sanaba, no podía usar prótesis. Se sentía tan
extraño tener el pecho plano. Mi colchoncito, mi almohadita, mi escudo se había ido. Me sentí
expuesta y vulnerable. Extrañaba mis pechos. De vez en cuando, en un baño de burbujas, reunía la
espuma y la apilaba en mi pecho, para tratar de recordar cómo eran y cómo se sentían. Con el tiempo,
he llegado a olvidar cómo se sentían. Los he olvidado, en el buen sentido. Yo ya no comparo la
antigua yo con la nueva yo. Soy sólo yo.
De vez en cuando mis pechos quieren que los recuerde. Sensaciones fantasma van y vienen.
Algunas veces, de la nada, siento como si mi pecho hubiera regresado, puedo sentir su peso. Meto la
mano debajo de mi sostén sólo para verificar. No. Todavía desaparecido.
La mayoría de los días uso pechos artificiales. En lugar de implantes, tengo inserciones. Es
extraño que un doctor te haga una receta para pechos cada dos años. Cuestan 300 dólares cada uno,
pero el seguro cubre la mayor parte. Están llenos de silicona. Se contonean y menean como pechos
reales y los puedo insertar en la bolsa de un brasier de mastectomía.
Las mujeres con las que hablé antes de la cirugía que usaban pechos falsos me dijeron que hiciera
de las prótesis parte de mí. Eso fue difícil al principio. Se sentían calientes y pesados y artificiales.
Pero un día, al bajar las escaleras, los sentí rebotando como pechos reales. Como mis pechos
anteriores. Ese día nos hicimos amigos. Llamé a mis bubis artificiales Thelma y Louise.
Se sienten suaves y naturales cuando abrazo a la gente. Están perpetuamente llenas de vida y no se
aplastan cuando me acuesto. Pero sigo sintiéndome nerviosa cerca de los gatos y los prendedores y
los corsés. Odiaría que se abrieran y hubiera una fuga.
Las prótesis me hacen ver curvilínea —ante mí y ante Bruce—, y la ropa me queda mejor. Cuando
no las uso me veo tan plana que la gente me pregunta si he perdido peso.
Antes de la cirugía leí que muchas mujeres eligen la reconstrucción del pecho porque no quieren
un recordatorio constante de haber tenido cáncer. Bien por ellas, pero yo no siento que mi pecho
plano o mis pechos artificiales sean recordatorios del cáncer, ni una pérdida.
Ser mujer tiene que ver poco con un par de glándulas mamarias. Lo que me hace mujer es el
tamaño de mi corazón y la forma de mi alma. Tú no necesitas pecho para ser una mujer, una madre,
una esposa, una hermana, una hija, una sobrina, una tía, una abuela, una madrina, una escritora, una
amiga, una amante. Pero necesitas estar viva para ser todas ellas.
No, no soy menos mujer. En tantos sentidos, soy más mujer ahora. Llegué a la esencia de quien soy,
más allá de la corteza; llegué hasta el centro. Estoy más cerca del corazón, literalmente. Mi corazón
ya no se esconde detrás de un colchón de un pecho. Está más cerca del mundo, y estoy más cerca de
lo que me hace ser yo.
Depende de mí decidir quién soy, cómo me veo, lo que significa ser sexy o femenina, o bella o
poderosa, o exitosa o feliz, aparte de todo lo que los demás digan.
Este pecho es mi lienzo en blanco, mi página en blanco. Puedo escribir lo que quiera en él.
Ya no lloro en la regadera, ya no me encojo cuando Bruce toca mi pecho desnudo, ya no me
importa cómo me veo. Entregué mis pechos para estar aquí. Cuando veo mi pecho en blanco, veo
vida. Ese pecho plano me recuerda cada día que elegí la vida, y debo seguir viviéndola.
No me siento menos mujer. Me siento como la Mujer Maravilla.
Nuestro trabajo como sobrevivientes —de la enfermedad, del divorcio, del dolor, de la
desesperanza— es testificar, cargar la antorcha de la esperanza para todos los que viajan a través del
valle de la muerte y regresan. Depende de nosotros, los que llegamos a ver más allá de ese valle,
compartirlo. La vida desde el punto de vista de un sobreviviente es muy buena.
¿Estoy en remisión? No lo sé, pero desperté y no volveré a dormirme. Si tuviera que hacerlo otra
vez, lo haría. Haría lo que tuviera que hacer para obtener más vida de este cuerpo. Vale la pena
luchar por ella.
¿Estoy curada? Todos estos años de vida dicen que sí, pero yo lo veo de esta manera: tengo un
indulto diario. Y no pienso perder ni un minuto de él.
LECCIÓN 36
Morir joven sólo es romántico
en las películas.
Siempre que llamo a mi amigo Ed para saludarlo y preguntarle cómo está, me contesta de la misma
manera: “Estoy viejo”.
Jamás es una queja, sólo un hecho. Entre más viejo se hace, más presume.
No le molesta estar del otro lado de los cincuenta. Su papá murió del corazón cuando era joven,
así es que Ed tiene el mismo enfoque que yo sobre envejecer: adelante. Él venció la enfermedad del
corazón; yo, el cáncer. No estamos atrapados en el proceso de envejecer. PODEMOS hacerlo.
Adoro esa imagen clásica de mujeres mayores que se divierten en una alberca. Todas usan
sombreros brillantes y sonríen bobas debajo de un encabezado que dice: “Sólo eres viejo una vez”.
Cuando cumples 50, Hallmark viste tu cumpleaños de negro y te declara para el arrastre en
tarjetas, banderas, camisas, globos y calcomanías. Cumple 50 y oficialmente eres una antigüedad. Yo
no. Cuando cumplí 50 celebré en grande. Al haber tenido cáncer a los 41, jamás imaginé alcanzar ese
encantador hito que son los 50.
En honor de esa edad tan mágica, aquí hay 50 cosas que puedes hacer cuando cumples 50:
1. Duerme todo el día.
2. Gasta 50 dólares en lo que quieras.
3. Lee en voz alta el libro ¡Feliz cumpleaños a ti! del Dr. Seuss, y descubre lo que hacen en
Katroo, donde definitivamente saben cómo celebrar los cumpleaños.
4. Haz una lista de 50 lugares a los que jamás has ido, y visítalos antes de cumplir 60. No países
lejanos y exóticos, sino museos, iglesias, carreteras, lagos y parques cercanos que jamás hayas
visitado.
5. Empieza a escribir el libro que siempre quisiste ver publicado; comienza con las primeras 50
líneas.
6. Planta un árbol para honrar tu juventud.
7. Visita un cementerio y agradece que todavía estás en el lado correcto del pasto.
8. Inscríbete en una clase sólo por diversión.
9. Maneja 80 kilómetros por carreteras aledañas que sean desconocidas para ti. No lleves un mapa
y no consultes tu GPS. Deja que el camino te lleve.
10. Sopla 50 burbujas desde la ventana de tu habitación.
11. Si alguien te pregunta qué quieres para tu cumpleaños número cincuenta, nombra 50 cosas que
siempre hayas querido.
12. Elige una nueva actividad como voluntario y dona 50 horas este año.
13. Lanza 50 centavos para darles suerte a 50 personas.
14. ¿Crees que estás para el arrastre? Encuentra una colina de buen tamaño, arrástrate, rueda por
ella y grita: “¡La juventud se desperdicia en los jóvenes! ¡La juventud se desperdicia en los
jóvenes!”
15. Lleva un alfiler a la celebración de tu cumpleaños y revienta todos los globos negros.
16. Celebra las arrugas. Compra una caja de pasitas y saborea cada una de ellas.
17. Haz un paseo de 50 minutos por el bosque.
18. Planea unas vacaciones imaginarias de 50 días. No dejes que tu cartera limite tus fantasías.
19. Haz una lista de 50 personas que hayan marcado tu vida.
20. Llama a todos los que amas y háblales de tu amor.
21. Haz una carta de consejos que hipotéticamente le escribirías, desde los 80 años, a la persona
que eres ahora, a los 50.
22. Camina durante 50 minutos en privado, en tu vestido de cumpleaños de cuando eras joven,
maravillándote por cómo te queda todavía después de todos estos años.
23. Envía 50 agradecimientos (por correo electrónico o tradicional) a todos aquellos a quienes
amas.
24. Haz el compromiso de meditar 50 minutos al día, 25 minutos por la mañana y 25 por la noche.
25. Escribe 50 deseos para el futuro, pequeños y grandes, salvajes y moderados. Ponlos en un
frasco y no los leas hasta tu siguiente cumpleaños.
26. Reflexiona sobre todas las personas que hayas perdido en 50 años y en los regalos que te
dieron.
27. Reflexiona sobre toda la gente que sigue en tu vida después de 50 años y el regalo que todavía
son.
28. Reflexiona sobre toda la gente que te gustaría conocer en los próximos 50 años.
29. Come 50 lunetas.
30. Nombra algo que sea importante en tu vida, que te haga sentir joven y abrázalo con
determinación.
31. Nombra lo que más te haga sentir viejo en tu vida y cámbialo.
32. Pasa 50 minutos agradeciéndole a Dios por los primeros 50 años de tu vida.
33. Renta o compra la película ¡Qué bello es vivir!
34. Dona 50 dólares a tu caridad favorita.
35. Abraza tiernamente a un bebé el día de hoy.
36. Sostén la mano de una persona vieja.
37. Pon 50 minutos de tu música favorita; ópera, jazz, country.
38. Deja una propina del 50 por ciento a una mesera que te haya servido el desayuno, el almuerzo o
la cena.
39. Canta tu canción favorita de la niñez en la regadera.
40. Lee 50 páginas de tu clásico favorito.
41. Haz una lista de 50 palabras que describan lo que absolutamente amas de la vida.
42. Toca el claxon cincuenta veces el día de hoy para hacerle saber al mundo que es tu cumpleaños.
43. Quédate quieto y observa las nubes durante 50 segundos.
44. Haz una lista de 50 ciudades de tu país, tacha las que ya has visto y ponles un asterisco a las que
no.
45. Dile buenos días al sol y buenas noches a la luna.
46. En 50 palabras o menos escribe lo que planeas darle al mundo en los 50 años que te quedan.
47. Observa el cielo hasta que puedas contar 50 estrellas, después mándales un beso de buenas
noches.
48. Apaga las luces, prende el aparato de música y escucha a Louis Armstrong cantar “What a
Wonderful World” (Qué mundo maravilloso).
49. Apaga 50 velas y pide un deseo para quien más lo necesite.
50. En lugar de contar ovejas, duérmete contando todas las cosas por las que tienes que estar
agradecido, empezando por tus cumpleaños.
LECCIÓN 37
Tus hijos sólo tienen una niñez.
Hazla memorable.
Cuando eres madre soltera cada cita se convierte en una entrevista de trabajo para el puesto de
padre y proveedor. Yo gastaba demasiado tiempo y energía abriéndome para hacer que cada hombre
con el que salía quisiera el paquete que constituíamos nosotras. Pero no funcionaba. Estaba en medio
de una difícil empresa: encontrar al Sr. Adecuado.
Si tan sólo…pudiera encontrar al padre adecuado para mi hija. Si tan sólo…pudiera encontrar al
esposo adecuado para mí. Si tan sólo…él se apareciera, entonces seríamos verdaderamente felices.
Entre tanto, yo estaba descuidando las necesidades y deseos de mi hija. Al tratar con tanto ahínco de
encontrarle un papá, estaba olvidando ser una mamá. Esta situación se hizo evidente cuando la llevé
a una enorme fiesta y la perdí de vista mientras yo coqueteaba con un hombre más. La banda anunció
desde el escenario que habían encontrado a una niña extraviada. ¿La realidad? Yo era una madre
extraviada.
Trabajaba en un centro de tratamiento para alcohólicos cuando tenía 26, y Gabrielle 4. Ahí conocí
a una mujer que trabajaba con adolescentes conflictivos. Ella me dijo que el más grande mensaje que
le gustaría darle a cada madre soltera sería dejar de preocuparse por la carrera y las finanzas, y las
parejas y los futuros, y concentrarse en sus hijos en el ahora.
—Los hijos sólo tienen una niñez —dijo ella.
Si ella tuviera una segunda oportunidad de revivir la historia, haría a un lado todo el asunto de las
citas y simplemente se entregaría a ser mamá al cien por ciento. En aquel entonces odié esas
palabras. Habían apretado el botón de culpa que tenía la etiqueta de madre soltera. Si yo pudiera
encontrarle un papá a mi hija, entonces estaríamos completos. Seríamos una familia. Pasé mucho
tiempo saliendo con hombres, mucho tiempo agonizando por cada Sr. Equivocado que llegaba a
nuestras vidas y se alejaba de ellas. Le presenté a mi hija demasiados hombres a quienes invité a
pasar la noche, y la arrastré a través de la telenovela en que se convirtió nuestra vida.
No recuerdo el nombre, el rostro o la profesión de esa mujer, sólo sus palabras. Me quemaron
como hierro candente, y dejaron una marca perenne en mi vida. Ella sacudió mi mundo cuando me
dijo que los padres deberían de colocar en primer lugar a sus hijos.
—Tienes toda tu vida para salir con hombres, descubrir una carrera, encontrar al hombre de tus
sueños. Tus hijos sólo tienen una niñez. Asegúrate de acompañarlos en ella —dijo.
Yo cargaba un gran peso de culpa por ser madre soltera. En realidad no tenía dinero para llevar a
mi hija de vacaciones a Disneylandia, o a ningún otro lugar. Pero con el tiempo me di cuenta de que
mi hija no necesitaba vacaciones para ser feliz, aunque me hubiera gustado darle algunas. Ella
necesitaba a un adulto que fuera padre de tiempo completo, las 24 horas de los siete días de la
semana.
Aprendí a estar presente y a hacer de cada día uno alegre y significativo, en vez de construir algún
sueño futuro de felicidad, ignorando las necesidades del día en que estábamos.
Cuando echo una mirada hacia mi propia niñez, a través de los momentos difíciles y los más
significativos y memorables, son los pequeños detalles los que todavía cargo en mi corazón.
Ese Halloween cuando mi papá tomó una sábana, salió a hurtadillas de la casa, caminó por la
banqueta hasta nuestra entrada y tocó la puerta. Con una altura de 1.85 metros, era el chico más alto
que hubiésemos visto. Tan pronto como le dimos los dulces, se sacó de un tirón su disfraz de
fantasma; cada vez que contaba la historia no podía dejar de reír.
Los momentos en los que mamá se paraba en el fregadero de la cocina tarareando o poniendo los
discos de Perry Como, los Mills Brothers o Mitch Miller y nos invitaba a que también cantáramos. O
cuando nos tomaba a alguno de nosotros para bailar la polca con ella en la sala.
Luego estaba el saludo de la abuela, ella vivía en una granja. Usaba medias elásticas, un delantal
sobre su vestido y escondía su chongo gris debajo de una pañoleta. Limpiaba casas de otras personas
como forma de vida. La abuela tenía un cajón lleno de paletas para cuando íbamos de visita. Su
inglés era bastante precario y estaba salpicado de ruso, eslovaco y quizá una pizca de alemán. Ni
siquiera podía pronunciar mi nombre. Me llamaba Virginia. Cuando la visitábamos, cada uno de
nosotros obtenía su pequeña botella de vidrio de Coca y una bolsa llena de las papitas grasosas y
saladas. Nos encantaba. Ella nos introdujo al concepto de abundancia. La abuela no tenía mucho,
pero convertía eso poco en un festín. Y cada vez que nos despedíamos, se quedaba parada en su
entrada, una entrada llena de gladiolas que ella con cuidado plantaba y replantaba año tras año. Ella
decía adiós con la mano, y adiós y adiós hasta que nos perdía de vista.
Jamás olvidaré ese adiós con la mano.
Ahora mi hija ha crecido y los momentos atesorados que recordamos son sólo eso, momentos.
Antes de que se casara, le hice un álbum y lo llené con los mejores recuerdos.
El día en que hicimos navegar patos de plástico bajo la lluvia, durante un aguacero. Los
perseguimos junto al borde de la banqueta bajo el agua, y corrimos hasta la alcantarilla desbordada.
Nos empapamos y nos reímos a más no poder.
El día que tomamos una charola de la cafetería y fuimos a andar en “trineo” al final del camino, en
la montaña de nieve que la máquina quitanieve había dejado atrás. Cuando era estudiante en la
universidad robé la charola de plástico color naranja. En ella le dimos forma a las calabazas de
Halloween; en ella servimos comida. Esa charola nos trajo más alegría que cualquier otro regalo.
Los domingos leíamos las historietas en voz alta, con distintas voces, y hacíamos de las tiras
cómicas algo más dramático que Macbeth.
Recuerdo las noches en que inventaba historias antes de irme a la cama, que no siempre eran
lógicas, pues me quedaba dormida a la mitad de Pedrito el Gusanito.
La casa de los sueños de la Barbie que hice de cajas y chucherías y papel adhesivo que quedó
mejor que cualquier casa que hubiera hecho Mattel. Pegué pequeños corchos en las esquinas de una
charolita para lápices, e hice una tina. Corté un trapo para hacer toallas y alfombras. Convertí una
caja metálica de curitas en una cesta de ropa, una caja de puros en una cama con columnas, cajas
viejas de cheques en un refrigerador y una estufa. Barbie la usó hasta que se deshizo.
También recuerdo la patineta a la que Gabrielle le tenía tanto miedo y prefería usarla sentada por
la casa, navegando a través de los pisos de madera del departamento que rentábamos.
Las búsquedas del tesoro con video que organizaba con sus amigas de la preparatoria. La vez que
la llevé a ella y a sus amigas a media noche a pintar la enorme roca frente al campus.
Los poemas de Shel Silverstein que leíamos en voz alta y memorizábamos, sobre el oso polar en el
refrigerador y la niña que no conseguía el poni, y la razón por la que siempre, siempre, siempre,
siempre, siempre, siempre, siempre, siempre, SIEMPRE debes espolvorear pimienta en tu cabello.
Aquellos Halloween en los que convertíamos nuestro jardín en un cementerio lleno de tumbas de
cartón blanqueado. En las tumbas poníamos nombres divertidos como Al K. Huete, Cindy Nero, Elsa
Pato, Inés Esario.
Los sábados en que nos atragantábamos de comida chatarra de la tienda Lawson y nos íbamos de
paseo al azar, sin un mapa de carreteras.
El despilfarro de dinero en conciertos de los cuales ahora nos reímos: Milli Vanilli, MC Hammer,
Debbie Gibson, New Kids on the Block y Vanilla Ice (“Ice Ice Baby”).
Ahora nos reímos sobre lo poco que teníamos, y de cómo terminamos teniéndolo todo. Solamente
que no todo a la vez.
El marido llegó. La carrera llegó. Todo lo que quise llegó, una vez que establecí las prioridades.
La verdad es que puedes tenerlo todo, pero quizá no todo a la vez.
LECCIÓN 38
Lee los Salmos. No importa cuál sea tu
religión, abarcan toda emoción humana.
Si pudiéramos hacer una autopsia del alma, encontraríamos 150 partes, cada una reflejada en uno de
los Salmos.
“Todos los problemas, tristezas, miedos, dudas, esperanzas, dolor, confusión y tormentas por los
que atraviesan los corazones de los hombres, han sido descritos minuciosamente aquí”, escribió John
Calvin. Él llamó a los Salmos la anatomía del alma.
Incluso cuando los Salmos se cantan en latín, tranquilizan mi espíritu. Incluso cuando no conozco
las palabras, mi alma las reconoce.
Durante años el único salmo que sabía de memoria era el único que todo el mundo sabe de
memoria, el Salmo 23: “El Señor es mi pastor, nada me faltará”. Lo mandé imprimir en tarjetas
conmemorativas para la funeraria donde trabajaba.
Es fácil de recordar y siempre consuela. Es fácil imaginar a las ovejas en la colina, perdidas y
asustadas. La historia siempre tiene un final feliz, el Buen Pastor las busca y las encuentra y las lleva
a casa. ¿Quién puede sentirse identificado con el extravío en el valle de la sombra de muerte? Fue
toda una sorpresa descubrir que sí existe tal valle. Cuando estaba en mi luna de miel en Jerusalén
hace años, nos detuvimos bajo el sol ardiente en un punto desde donde podía verse una enorme
extensión de tierra debajo de nosotros.
—¿Qué valle es ése? —le preguntó mi esposo al guía.
—Sí, caminaré por el valle de la sombra de muerte —nuestro guía empezó a cantar.
Necesito más que el Salmo 23 para transitar por la vida. Todo el Libro de los Salmos cuenta la
historia del viaje que cada humano camina en la vida. Los 150 salmos hablan de asombro, alegría y
celebración, pero también de la noche oscura de la desesperanza, la desolación y el abandono.
Lugares en los que nos encontramos con mucha frecuencia.
El Libro de los Salmos atiende cada faceta del viaje espiritual, las subidas y bajadas, las alturas a
las que asciende el alma, las profundidades a las que cae. Los Salmos ofrecen alabanzas y
maldiciones, consolación y desolación, alarde de fortaleza y gritos de debilidad. En general, me
hacen sentir menos sola.
En mis peores noches de desesperación, cuando ni siquiera puedo recordar una sola línea de
ninguno de ellos, abrazo fuertemente el libro contra mi pecho, como un niño lo haría con su osito de
peluche. Sólo entonces puedo dormir. Compré mi Libro de Salmos en la Abadía Genesee, donde los
monjes trapenses terminan cada oración alabando “al Dios que es, que fue y que será hasta el final de
los tiempos”.
Durante la maestría tomé una clase sobre los Salmos impartida por un rabino judío. El profesor
Roger C. Klein, del Templo Tiferth Israel en Cleveland, nos dijo que no teníamos que ser eruditos
para entender los Salmos. No necesitábamos un gran intelecto, sólo un alma.
Los Salmos revelan los muchos rostros de Dios: roca poderosa, pastor, compañero, el que
consuela, el que provee, anfitrión, creador, juez, defensor y mensajero. ¿Mi favorito? A mí me gusta
la idea de un Dios personal de la alegría. Con frecuencia rezo: “Tú eres mi fortaleza y mi canción”.
Los Salmos atienden todo tipo de turbulencia interna y externa, desde un fracaso en la cosecha
hasta el ataque de enemigos, de la enfermedad a la soledad. Se hicieron para ser cantados, y si lo
fueran, sería como escuchar una ópera de la Biblia.
Alguna vez leí que el presidente Bill Clinton leyó todo el Libro de los Salmos para encontrar
alivio espiritual a todas las presiones políticas. Es fácil reconocer su atractivo, sin importar cuál sea
tu religión. Los Salmos cubren absolutamente todo:
Para la pobreza, está el Salmo 10: “Señor, Tú escuchas la oración de los pobres; Tú les das fuerza
a sus corazones”.
Las campañas están cubiertas en el Salmo 35, que habla de las batallas contra los oponentes:
“Combate, Señor, a los que me atacan; pelea contra los que me hacen la guerra (…) júzgame
conforme a tu justicia, y no permitas que se regocijen. No digan en su corazón, ¡lo hemos devorado!”
Cualquier empleado puede utilizar una dosis del Salmo 56: “Ten misericordia de mí, Señor, los
hombres me aplastan; me combaten y me oprimen (…) todo el día distorsionan mis palabras”.
Los esposos pueden confiar en el Salmo 141 para controlarse: “Establece, mi Señor, un guardia en
mi boca; vigila, Señor mío, la puerta de mis labios”.
Los Salmos constituyen ahora los pilares de mi día. Me veo atraída a monasterios donde corren
como un pulso a través de todos los que los cantan. Las monjas en el Monasterio Mount Saint
Benedict, en Erie, Pensilvania, empiezan cada día con el mismo: “Oh, Señor, asísteme. Oh, mi Señor,
corre a ayudarme”. Los monjes en la Abadía de Getsemaní, en Trappist, Kentucky, terminan cada día
con las mismas palabras: “En paz me acuesto y en seguida me duermo, porque sólo Tú, Señor, me
haces vivir confiado.”
Los Salmos algunas veces me encuentran. Una vez entré a un restaurante donde un grupo estaba
haciendo una oración para bendecir el desayuno. Ahí, en un pizarrón cerca de la puerta, alguien había
analizado el Salmo 46 hasta su más pequeño y profundo núcleo. Todo lo que quedó fue la esencia
destilada de cada oración:
Quédate quieto y sabe que Yo soy Dios.
Quédate quieto y sabe que Yo soy.
Quédate quieto y sabe.
Quédate quieto.
Quédate.
LECCIÓN 39
Sal todos los días. Los milagros
quieren ser descubiertos.
Un martes de septiembre por la mañana dejé la casa para ir a dar un largo paseo. Cuando regresé,
el mundo había cambiado para siempre, o así parecía.
Al llegar a casa, seis mensajes parpadeaban en la contestadora. Puse el primero y escuché la voz
de mi esposo, rota por el pesar y urgiéndome a llamarlo de inmediato. Sonaba como si hubiera
muerto alguien de la familia. El resto de las llamadas eran de miembros de la familia que me decían
que el país era atacado. La última fue de mi hermana en la ciudad de Nueva York, para informarme
que ella, su esposo y mi ahijado estaban seguros en su departamento de Brooklyn, observando cómo
las llamas devoraban las torres gemelas.
Prendí la televisión. Las torres estaban en llamas. Las torres se estaban cayendo. Las torres habían
desaparecido. La gente corría por su vida como en una película de Godzilla. Los autos se derretían.
Los rescatistas trepaban por una cascada de escombros. El humo escondía el contorno de Manhattan.
La Estatua de la Libertad se veía débil y pequeña, como si tuviera en la mano la bandera blanca de la
rendición, en lugar de la antorcha audaz de la libertad.
Durante días me senté frente a la televisión para ver el ataque una y otra vez, como si en cada
ocasión los resultados pudieran ser distintos y aquellas torres pudieran parar en seco la caída.
Durante unas cuantas semanas nada se sintió igual. Yo ni siquiera podía salir a dar un paseo. Tenía
miedo de hacer lo que estaba haciendo ese martes, cuando el mundo enloqueció. No tenía sentido
alguno, pero pensaba que si salía a dar otro paseo alteraría el delicado equilibrio de la vida y
regresaría a casa para encontrarme con el mismo tipo de mensajes.
Cuando finalmente salí, sentí como si el mundo se hubiera corregido a sí mismo. Caminé por uno
de los parques de Cleveland y observé las hojas. Las hojas seguían flotando despreocupadas, como
siempre, desde el cielo, dejando atrás árboles desnudos que oraban con los brazos elevados en
callados aleluyas.
Las hojas no sabían que todo había cambiado el 11 de septiembre. El viento las desplazaba en
forma rápida y baja, y enviaba multitudes de ellas a aletear por el piso como alegres niños a los que
hubieran liberado a la hora del recreo. Cuando el viento soplaba fuerte y alto, las hojas se dejaban
caer como confeti en el pasto. Cuando el viento soplaba con gentileza como un murmullo, las hojas
solitarias llevaban a cabo volteretas hacia delante, hacia atrás y triples saltos mortales.
En el bosque, Estados Unidos no había sido atacado, tampoco estaba en guerra, asustado por el
ántrax o celebrando el renacimiento del patriotismo. Las únicas batallas que se libraban ahí eran las
de las ardillas y sus atesoradas bellotas. El único peligro de contaminación provenía de tocar hiedra
venenosa o de pisar los montículos que los caballos dejaban atrás. Los únicos despliegues de rojo,
blanco y azul eran las moras gordas y las semillas blancas que flotaban contra el claro cielo azul.
En el país del bosque, la vida continuaba rindiéndose ante la muerte para abrirle paso a más vida.
El ciclo de la vida continuaba ininterrumpido. La naturaleza es tan duradera, que nos recuerda que
también nosotros lo somos.
Henry David Thoreau escribió sobre ir al bosque porque no quería vivir una vida apresurada y
tampoco quería resignarse. Sus palabras traían un nuevo significado. Yo regresé al bosque porque no
quise resignarme, no quise entregarme al miedo por el ántrax, al enojo en contra de los terroristas, la
desesperación por la economía paralizada. Regresé al bosque porque me atemorizaba menos caminar
sola en el bosque que sentarme en mi escritorio y abrir el correo o prender la televisión y escuchar a
los expertos.
Cualquier día que quieras escapar de la locura, personal o del mundo, deja la televisión, la
computadora o el iPod, ponte tus tenis y sal de paseo. Siempre hay una sorpresa. En una caminata de
ocho kilómetros, vi a un hombre que intentaba fotografiar a su galgo irlandés junto a una cascada. El
perro era demasiado obediente como para poder cooperar. Cada vez que el hombre con la cámara
llamaba al perro para que volteara, éste corría hacia él.
En otro sendero sorprendí a dos venados que dormían la siesta, atestigüé cómo una garza azul
aterrizaba, y me paré cerca de un pantano lleno de juncos a observar esas altas banderillas
bambolearse al unísono como cantantes de música gospel, alabando al Señor.
Pasé por cascadas diminutas y leí citas grabadas en barandillas de madera, y encontré este
mensaje de Rachel Carson para consolar a todo aquel que pasa: “Aquellos que se complacen con las
bellezas y misterios de la tierra jamás están solos ni cansados de la vida”.
Qué cierto. Cuando me diagnosticaron el cáncer fui a pasear en la nieve. Era marzo. Temía todo lo
que tenía frente a mí: la cirugía, la quimioterapia, la radiación. La nieve me distrajo, se arremolinó
en mi rostro, me jaló hacia el momento presente, deslumbrante y vertiginoso. Volteé hacia arriba y
sentí los copos que me golpeaban como plumas de una almohada. Disfruté ese contacto, y supe que
no estaba sola.
En su diario, Henry David Thoreau escribió sobre el hogar y la iglesia que la naturaleza provee:
Solo en el bosque distante, en humildes campos con huellas de conejos, incluso en un día
sombrío y sin alegría, como éste, cuando un aldeano pensaría en su posada, yo regreso a mí, y
nuevamente me siento conectado, y ese frío y soledad son amigos míos. Supongo que este
atributo, en mi caso, es equivalente a lo que otros obtienen al ir a la iglesia y rezar. Yo regreso
a casa, a mi paseo solitario por el bosque, como el nostálgico regresa a casa. Y entonces
desecho lo superfluo y veo las cosas como son, grandes y hermosas.
LECCIÓN 40
Deja de comparar tu vida
con la de los demás.
Cada vez que el Padre Clem Metzger organiza un retiro, cuenta la historia de la mujer que quería
verse mejor.
Esa mujer de mediana edad tiene un accidente automovilístico. Los paramédicos la llevan
corriendo al hospital. Mientras entra y sale del estado de conciencia, ella le ruega a Dios que la
mantenga con vida. Dios le dice que no se preocupe y le promete una vida muy larga. Todavía no es
tiempo de que se vaya.
Mientras está en el hospital recuperándose de sus huesos rotos, ella piensa que quizá sería bueno
aprovechar para que le hagan otros “trabajitos”. Opta por una liposucción y, por qué no, por el
aumento de busto. Hace que le levanten los ojos y reduzcan su nariz. Ella se ve y se siente como una
nueva mujer. Está tan complacida con su nuevo cuerpo y su cara joven, que no puede esperar para
mostrárselos al mundo.
Minutos después de dejar el hospital para ir a su casa, un camión da la vuelta en la esquina, se
estrella contra ella y la mata. Cuando llega a cielo está furiosa y le dice a Dios:
—Dijiste que iba a vivir una larga vida. ¿Qué pasó?
Dios estudia su rostro y le responde:
—¡No te reconocí!
La primera vez que lo escuché, me reí de la mujer, pero no de mí misma. Pasaron varios retiros
antes de que pudiera entender muchas cosas.
De vez en cuando quiero tomar prestada la vida de alguien más. Echo un vistazo al viaje de alguna
otra mujer y quiero ponerme sus zapatos y caminar en ellos. Contemplo mis pies y comparo mis
zapatos con los de ella. Su par se ve más bonito, más sexy, más a la moda y mucho más cómodo. Por
supuesto, no tengo idea de cómo se sienten esos zapatos realmente en sus pies, sólo de cómo se
verían y se sentirían en los míos.
Es fácil comparar mi interior con el exterior de otras personas y sentirme en desventaja. De vez en
cuando, recibo un recordatorio contundente de que mis problemas son mis más grandes regalos.
Hace algunos años asistí a una función de cientos de influyentes en Cleveland. Me sentí intimidada
ante el salón lleno de alcaldes, miembros del congreso, ejecutivos de negocios y jueces poderosos.
Todos parecían más inteligentes, más ricos y más importantes de lo que yo llegaría a ser jamás.
Una juez se acercó a platicar conmigo. Ella era una estrella brillante y ascendente en la
comunidad. Me preguntó si tenía hijos. Yo saqué la foto de mi hija en su vestido de novia, que llevo
guardada en la cartera. La juez estudió la imagen de mi hija sentada junto a mí en esa nube de tul
blanco. Sus ojos se humedecieron.
—Yo no tengo hijos —murmuró—. Tuve cinco abortos. Tenía tantas ganas de tener hijos. Ni
siquiera me puedo imaginar qué se siente tener una hija.
Ella colocó la foto en su mejilla y cerró los ojos, como para empaparse en el beso de la
maternidad, una huella que podía sentir, pero jamás experimentar.
Cada vez que veo la foto, me siento nuevamente bendecida.
La mayoría de nosotros pierde de vista los regalos otorgados, hasta que vemos los problemas que
otras personas han tenido que soportar. Mi amigo Michael Brittan es un abogado prominente que bien
podría ser la persona más feliz que yo haya conocido. Algunos sienten que tanta felicidad es molesta.
Él constantemente sonríe, alaba a otros, señala lo bueno en cada situación negativa y vive asombrado
por cada pizca de belleza a su alrededor. Él es como una luciérnaga humana. Irradia luz.
Aquellos que no lo conocen, ven las apariencias y suponen que ha tenido una vida fácil y cómoda,
pero desconocen los antecedentes. El papá de Michael era un delincuente que conducía algunas
apuestas para la mafia irlandesa local, el Club Celta. Las mafias italiana e irlandesa tenían una
guerra en Cleveland. Antes de que Michael empezara a estudiar derecho, su papá disparó y mató a un
hombre durante un juego de póquer. Unos cuantos meses después de salir de la cárcel, mientras
Michael seguía estudiando, su papá fue asesinado. Eso no frenó a Michael. Si algo hizo, fue
impulsarlo hacia delante.
Michael se convirtió en abogado, y años más tarde en presidente del Colegio de Abogados del
Área Metropolitana de Cleveland. Dona parte de su tiempo como voluntario en las escuelas de
Cleveland, en las cuales habla sobre tres puntos importantes: derechos, responsabilidades y
realidades. Va a escuelas de zonas marginales y promueve una actitud positiva hacia el sistema legal
para ayudar a los niños a terminar la preparatoria. Él les dice que pueden tener éxito con la actitud
mental correcta, un propósito definido y la disposición de trabajar duramente. A pesar del caos de su
vida cuando estaba estudiando derecho —papá en juicio por homicidio, papá en la cárcel, papá
asesinado—, Michael estableció una meta, trabajó duramente y obtuvo el primer lugar de su clase.
¿Cómo podría relacionarse un tipo blanco y rico, de traje y corbata, con un salón lleno de
adolescentes pobres y negros? Por haber tenido a un padre que vivió una vida criminal, él puede
conectarse con el dolor, la pena, el miedo y la inseguridad. Él comparte las heridas de estos chicos.
Hay todo tipo de personas como Mike en el mundo. En mis retiros anuales en la Casa de Retiro
Jesuita en Cleveland, constantemente descubro que todos estamos rotos, sólo que de maneras
diferentes. Después de ver las cicatrices de los demás, yo abrazo las mías con gratitud.
En un retiro en particular, me sentía recientemente herida por la vida. Mientras caminaba por las
20 hectáreas noté a una venadita cojeando por el boque. Tenía un pelaje suave de color nuez y daba
pasos delicados y lentos. Cuando me acerqué pude ver que caminaba en tres patas. Una de sus patas
delanteras se le había roto y colgaba en el aire.
Mi corazón se conmovió. Oré por que no tuviera dolor. Qué frágil se veía. La nombré Bernadette y
oré por ella durante todo el fin de semana. Jamás la olvidaré. A los otros venados no podía
diferenciarlos, pero a ésta siempre la recordaría. La reconocería por su extremidad rota, por su
herida.
Y mientras caminaba por el bosque, no podía sacudirme la imagen de su vulnerabilidad, pero
después me hirió. Así es como me siento con frecuencia en el interior. Así es como Dios nos conoce,
por nuestras heridas.
San Agustín alguna vez escribió: “En mi más profunda herida veo Tu gloria y me deslumbra”. Para
Dios, no son heridas, sino regalos.
Una vez alguien me dijo que Dios viene a nosotros disfrazado de nuestra vida. Llega como el
desastre de esa vida, en los problemas y defectos que desearíamos que no estuvieran y que oramos
porque desaparezcan. En mi agenda tengo pegada una cita de Thomas Merton que me recuerda que fui
formada perfectamente con todas mis imperfecciones.
Merton era un monje trapense, poeta y activista social que murió en 1968, después de pasar casi
toda su vida en oración y soledad en la Abadía de Getsemaní, en Kentucky. Él creía que todos
tenemos un destino único, un propósito que nos corresponde a cada uno de nosotros. Dios jamás ha
repetido ese destino, y no lo hará. Esa singularidad queda tan bien expresada en las palabras del
profeta Isaías, quien dice en la Biblia que Dios nos llamó desde el vientre de nuestra madre, nos
formó de manera única y jamás nos olvidará. Él ha grabado mi nombre, y el tuyo, en la palma de Su
mano.
Le debo dar a Dios lo que no ha recibido de nadie más: el regalo de mi ser.
Sí, si todos aventáramos nuestros problemas en una pila, recuperaría los míos, no porque sean más
fáciles, sino porque son míos. Mis lecciones. Mis honores. Mis regalos.
LECCIÓN 41
No seas un testigo de la vida. Da la cara
y sácale todo el provecho ahora.
Leslie Hudak tenía una curiosa teoría sobre los adolescentes. Ella creía que todos nacemos con
cierto número de fichas (como de póquer). Algunos niños pierden sus fichas en el camino por
insultos, críticas y una paternidad deficiente. Para el momento en que llegan a la adolescencia, tienen
que proteger lo poco que les queda, así es que no se pueden permitir tomar riesgos ni confiar en la
gente.
Ella era maestra de literatura en una preparatoria, y se dedicó a aumentar el número de fichas de
sus alumnos. Compró una lata de pintura dorada e hizo fichas de póquer. Ella les dio las fichas
doradas a los adolescentes en la preparatoria Kent Roosevelt, donde mi hija era estudiante. Leslie se
centró en los chicos heridos, los niños-problema que necesitaban el mayor aliento. Conforme
construían sus pilas de fichas, podían apostar: intenta salir en una obra. Intenta sobresalir en algún
deporte. Invita a alguien al baile. Sueña en grande.
Leslie fue quien más apostó. Ella pudo simplemente haber hecho su trabajo como maestra e irse a
casa cada noche sintiéndose satisfecha. En vez de eso, firmaba como aval para conseguir préstamos
para los chicos. Leslie les llevaba el almuerzo. Les ayudaba a pagar sus rentas. Le dio su viejo auto a
un estudiante que lo necesitaba para ir a trabajar. Cuando un chico quiso intentar el salto con
garrocha, Leslie vio videos sobre el deporte y se convirtió en su entrenadora.
Ella solía llegar a casa de alguien con un ramo de flores para darle las gracias a un estudiante,
hacía enormes cenas con espagueti en su casa, entregaba canastas de Pascua y costales de regalos de
Navidad a los niños que no tenían nada.
Ella decoró el baño de las niñas para que dejaran de fumar en la escuela. Se pasó todo un fin de
semana poniendo tapiz estampado con flores, pintura nueva y canastas con espray para el cabello,
tampones, crema para manos y dulces gratis. Funcionó. Las chicas adoraron todos estos cambios y
cuidaron el baño como centinelas. Nadie se atrevió a fumar nuevamente ahí.
Cuando Leslie escuchaba alguna de las historias de vida de los adolescentes, llenaba sus
refrigeradores de comida, les enseñaba a las chicas a hacer la lavandería y sostenía la mano de
alguna de ellas durante el parto, cuando no tenían la ayuda de los novios ni de los padres.
Y fue Leslie quien estuvo ahí durante sus bodas, ayudando a las chicas a entrar en los vestidos de
novia, chicas que no tenían madres para celebrar. Ella creía en sus sueños. Una chica quiso ser
cantante, así es que Leslie le dio el dinero para ayudarla a grabar un CD.
Esa estudiante cantó “Amazing Grace” (Gracia asombrosa) en el funeral de Leslie. Un día de
febrero, Leslie murió en un accidente automovilístico cuando regresaba de la escuela. Tenía 58.
Miles llegaron para llorar la pérdida. El estudiante al que Leslie había adoptado legalmente diez
años antes, un chico que había crecido en hogares adoptivos y no tenía a dónde ir cuando cumplió
dieciocho, apareció en su obituario como uno de sus sobrevivientes.
Todo el mundo en el funeral tenía una historia que contar sobre Leslie. Ellos hablaron de cómo
aventaba caramelos a los trabajadores en las construcciones, hablaba con los empleados aburridos
de las casetas de peaje y premiaba a las cansadas meseras con medallas de ángeles.
Cuando se sentía frustrada porque las composiciones para el examen del final de semestre no eran
entregadas a tiempo, se vestía con un vestido rosa y una diadema para dirigirse a la clase como la
Princesa de la Procrastinación (aplazamiento). Cuando escuchaba que un grupo de chicos tenía
planeado salir de caza, los invitaba —a los veinte chicos—, les servía comida y les ponía la película
de Bambi.
Leslie les enseñó a todos a su alrededor a no ser simples testigos de la vida. Cuando eres oyente
de un curso, y no recibes créditos por éste, casi nunca asistes y no inviertes el cien por ciento de tu
esfuerzo. Leslie le enseñó a la gente cómo hacer que la vida contara como si cada momento fuera
evaluado, como si cada encuentro importara.
Ella pudo haberse quedado en la pequeña caja etiquetada como maestra y haberse sentido
satisfecha con su trabajo en el salón de clases. Pero no habría tratado a todos esos chicos como se
merecían. Todos tenemos la misma elección: quedarnos en la pequeña caja donde otros nos colocan
(por la profesión, el ingreso, la educación y el IQ) o agrandarla o aprovechar la ocasión y salir de
allí. Leslie brincó más alto y más lejos que la mayoría de nosotros. Ella entregó su vida. Durante años
se quedó hasta las 2 de la mañana calificando exámenes. Su hija, Megan, me dijo:
—Creo que mi mamá no vio televisión en diez años. Ella entregaba un pedazo de sí misma a cada
persona, pero jamás sentíamos que nos quitaba algo por ello.
Sus estudiantes, incluyendo mi hija, la elogiaron como amiga, maestra y madre, como la persona
con el corazón más grande del mundo. La última vez que vi a Leslie, me dijo:
—Siempre me siento mal cuando una persona espera lo peor de la gente, en lugar de esperar lo
mejor. Algunas veces no tratamos a los jóvenes como se merecen.
Cada día ella apostaba por ellos, y ganaba. Ellos también.
LECCIÓN 42
Deshazte de todo aquello que no sea útil,
hermoso o alegre.
Deshacerme de las cosas va en contra de mi información genética.
Mis padres, pertenecientes a la época de la Depresión, guardaban todo. Al haber sido pobres de
niños, nos enseñaron a no tirar las cosas jamás. El garaje de papá era un templo a los artículos
usados; el sótano de mamá, un altar al ahorro. ¿Calcetines con hoyos? Utilízalos como trapos.
¿Playeras con manchas? Úsalas debajo del suéter. ¿Jeans con las rodillas rotas? Córtalos como
shorts.
Si abres mi clóset podrás ver la semejanza de familia. Lo que me impide limpiarlo es que me topo
con todo lo que dejé atrás.
La Yo Atlética no puede deshacerse de las rodilleras, los zapatos de voleibol, los patines de
rueditas, los patines de hielo y los variados bras de deportes que me convencen de que todavía sigo
siendo lo suficientemente joven como para ser la atleta que nunca fui.
La Yo a la Moda es propietaria de una falda negra de licra que se ve súper, hasta que la has usado
por tres horas. Si bien se estira para abrazar tu trasero, no se vuelve a estrechar, así es que cuando te
pones de pie luce como si estuvieras escondiendo a un par de gemelos de primero de primaria
debajo de tu falda.
Mi Yo Más Joven solía verse desenfadada como porrista con la minifalda gris de pliegues. Ya es
hora de dejar ir el atuendo y los zapatos de 80 dólares con tacones de diez centímetros que me hacían
sentir con zancos sobre hielo.
La Yo Sexy cree que un día me veré exactamente como las modelos si uso la ropa interior de
terciopelo negro, tanto el bra acojinado como el mini calzón stretch, que no te deja exhalar.
La Yo Nostálgica se aferra a cada artículo con una historia, como las gorras de beisbol del novio y
la novia que obtuvimos como regalo de bodas. ¿Podemos seguirlas usando? Todavía nos sentimos
como recién casados. O la atractiva túnica rosa que llevaba cuando conocí al hombre con el que me
casé. Él afirma que fue amor a primera vista. Gracias a Dios que el amor es ciego.
La Yo Realista domina la situación y decide que es tiempo de deshacerme de todo lo que no he
usado en cinco años. Hago una pila para donarla. Una cordillera se forma. Me siento como una mujer
nueva. Mi vida está organizada. Bueno, al menos lo está mi clóset.
Pocos años después hice lo mismo en toda la casa después de que el desorden coaguló y tapó las
arterias de nuestro hogar. San Benito alguna vez escribió que la ropa extra que almacenamos en el
sótano, el ático y los armarios pertenece a los pobres. No estoy tan segura de que los pobres quieran
docenas de playeras rosas utilizadas para recaudar fondos, pero ahora las tienen.
Durante tres meses fui una mujer poseída, limpiando la casa de pies a cabeza. Todo empezó
cuando saqué dos sillas feas. Una silla de oficina color amarillo mostaza y una fea silla de comedor
estilo Early American. Cuando un día las puse en la banqueta, descubrí que los vecinos tenían una
venta de garaje.
Supuse que ya tenía una audiencia intrínseca, descargué nuestro sótano en la banqueta. Tiré una
vieja mesa para el café, una claraboya, una mecedora, un estéreo y la vieja lámpara verde que era
una antigüedad y la había tomado de la acera de alguien más; todo lo que necesitaba era un cable y un
enchufe para funcionar, pero después de un año de estar tirada en el sótano, no estaba más cerca de
funcionar, así es que se fue para fuera.
Mi vecino la tomó. Quince minutos más tarde, estaba de regreso en la banqueta. Su esposa se
rehusó a dejarla entrar a la casa. Resulta que no siempre la basura de una persona es el tesoro de
alguien más. Algunas veces sigue siendo basura.
Saqué guantes y calcetines que no tenían su pareja, sombreros y bufandas comidos por las polillas,
velas que se habían derretido en su almacenaje y la tela para un vestido que había adherido con
alfileres a un patrón hacía veinte años. Ni siquiera me detuve para salvar los alfileres.
Mientras clasificaba todo, formulé cuatro preguntas: ¿Es útil? ¿Es hermoso? ¿Le da significado a
tu vida ahora? Si este artículo fuera gratis en una venta de garaje, ¿lo tomarías? La última pregunta
sirvió como un suero de la verdad. Prácticamente me deshice de todo.
Llené la acera y personas desconocidas la vaciaron. Para el mediodía todo se había ido. La casa
se sentía lista ahora. Para qué, lo descubriría conforme el tiempo pasara.
Despejar te obliga a soltar el pasado. Crea una nueva abertura para el futuro. ¿Para qué estás
haciendo espacio ahora? Hay nuevas formas de experimentar el tiempo libre y el romance, la
creatividad y la serenidad. Nuevos pasatiempos, nuevos amigos, nuevas metas. Una vez que
desalojas el exceso puedes abrazar lo esencial: aquello que es hermoso, significativo y mejora tu
vida.
Cuando finalmente dejas ir a la persona que solías ser, descubres la persona que eres ahora y la
persona en la que te quieres convertir.
LECCIÓN 43
Al final, lo que realmente importa
es que hayas amado.
Durante años luché contra Dios.
Siempre quedaba inmovilizada, pero regresaba gateando al ring para el siguiente combate.
Entre combates, yo fingía piedad e intentaba ser buena, pero nunca podía ser lo suficientemente
buena. Algunas personas tienen un Dios que es como Santa Claus. Yo tenía un Dios que parecía el
Coco.
Las raíces de mi confusión con Dios se remontan al pasado. Son prenatales. Me sentía como el
poeta que escribió “Nací el día en que Dios estuvo enfermo”. Creía que Dios no se había dado
cuenta de que yo había nacido. Yo me había infiltrado, inadvertidamente, y había pasado toda mi vida
tratado de llamar Su atención en vano.
Y eso era cuando no estaba sobrecogida por un miedo mortal, que pudo haber durado como media
hora en un buen día, y los días buenos eran raros.
Mi conciencia de nuestra batalla empezó en la escuela católica o, como yo la llamaba, el campo de
entrenamiento militar. Durante mi servicio militar de ocho años en la Escuela de la Inmaculada
Concepción, en Ravenna, Ohio, el primero de primaria me asustaba tanto que fui a casa a almorzar un
día y le rogué a mi mamá que nunca más me volviera a enviar. La maestra de primero de primaria
probablemente sólo tenía veintitantos y jamás quiso enseñar a 46 niños que no sabían cómo atarse las
agujetas, sonarse la nariz o contar hasta 20. La Hermana P era cruel. Debieron de habernos dado
condecoraciones por las heridas de batalla, en lugar de tarjetas sagradas. Cuando una niña de manera
accidental rompía la cubierta de su libro de fonética, la Hermana P le daba de gritos y, de un golpe,
la tiraba al suelo. Cuando un niño mojaba sus pantalones, ella hacía que se sentara en el pasillo en
ropa interior. Cuando luchábamos por entender las sumas y las restas, nos gritaba y nos llamaba
demonios a todos. Una vez me limpié la nariz con la manga de mi blanca blusa y ella me llamó
“cerda” frente a toda la clase por ese delito.
Yo sólo tenía 6.
Ésta fue mi entrada al mundo escolar. Yo jamás había estado en el kínder. Mis papás no me habían
enviado.
En segundo año me tocó una monja linda. La Hermana Dismas, toda ella era sonrisas y luz.
Después, al siguiente año, la temida Hermana D apareció. El primer día de escuela debíamos cubrir
nuestros libros con bolsas de papel. Yo no sabía cómo, así que ella me pegó en la cabeza con el
libro, no con la bolsa. Los siguientes dos años, Dios tuvo misericordia y envió unas cuantas maestras
que no eran monjas. Una dulce Sra. Adkins en cuarto grado, y una amigable Sra. Plumstead en quinto,
cuyo aliento olía a pastillas de menta. Después, en sexto grado, de regreso a la jungla. La Hermana E
estranguló a una niña durante la hora del recreo. La niña jamás volvió. En primero de secundaria, el
Sr. S hacía que los chicos malos se pararan frente a todos nosotros con los brazos estirados a los
lados, mientras él apilaba enciclopedias en sus palmas abiertas, hasta que la risa del niño se
convertía en llanto. Un día, cuando yo lloré, me obligó a voltearlo a ver. Yo no pude porque los
mocos se me salían de la nariz. Él me ladró que madurara.
Si nosotras, las chicas, olvidábamos llevar un sombrero o una mascada a la iglesia, las monjas
aseguraban con alfileres pedazos de papel de baño a nuestra cabeza, como si Dios se ofendiera
menos por ver Charmin en lugar de pelo. Una vez dentro de la iglesia, teníamos que voltear a ver a
la Hermana B, quien aplaudía. Ella aplaudía una vez, y debíamos hincarnos en una rodilla y hacer
una genuflexión. Ella volvía a aplaudir y nosotros nos levantábamos para sentarnos en el banco.
Hacíamos algo indebido y nos aplaudían en la cabeza.
¿Dónde cabía Jesús en todo esto? Jesús era una simple lección de historia. Una atemorizante. Dios
nos amaba tanto que Él había enviado a Su Hijo para salvarnos. Pero Dios, que supuestamente era un
padre amoroso, dejó que Su único Hijo quedara colgado de clavos en una cruz bajo la lluvia,
vistiendo solamente un trapo y una corona de espinas. Creo que paso de esto, Dios.
¿Cómo complaces a un Dios como ése? ¿Quién querría a un Dios como ése? Jesús era un curso
para el cual estudiábamos y su padre un bravucón al que jamás podría darle gusto.
Entonces conocí a Joe.
Al principio lo confundí con el jardinero. Él no llevaba su cuello romano ese día y no parecía un
sacerdote jesuita o ningún tipo de sacerdote, para tal caso. Se paró en la puerta de la casa de retiro;
llevaba una camisa de franela roja y pantalones de trabajo. Tenía una gran nariz aguileña de donde
uno podía colgar un abrigo. Sus mejillas sobresalían como alas de su rostro. Su espalda tenía una
curva como de horquilla para el cabello, que le hacía imposible sentarse cómodamente en una silla o
dormir de espaldas. El Padre Joseph Zubricky era el Jorobado de la Casa de Retiro Jesuita.
Él se convirtió en la luz de mi vida.
Joe nos dio una plática sobre el Dios de la comprensión, a quien él llamaba Jesús. Sólo que para
nada era como un Dios del que yo hubiera escuchado. Joe estaba enamorado de Dios y sabía que
Dios estaba enamorado de él. Él no permitía que la religión se interpusiera en esa relación. Joe, una
de las creaciones más torcidas y bizarras de Dios; Joe, quien tenía todas las razones para resentir lo
que le había tocado en la vida —sus 206 huesos torcidos—, sólo amaba.
Después de su plática, lo confronté en el pasillo. Él me permitió tirar todo mi equipaje en su
regazo, todos mis argumentos en contra de la Iglesia, toda mi confusión sobre quién era Jesús o no,
todos mis resentimientos respecto a las monjas y la Iglesia y Dios. ¿Había tal lugar llamado limbo?
¿Qué había del purgatorio? ¿Cómo podía creer que el Papa, un simple humano, fuera infalible? Joe
sólo sonreía. Él no iba a debatir. Esperó pacientemente hasta que terminé de despotricar.
Él dijo que las reglas, el dogma, la jerarquía de la Iglesia, nada de eso importaba. Él podía ver mi
exasperación, pero sus cálidos ojos cafés se llenaban de luz, una luz que venía del interior. Él
sonreía como un hombre enamorado.
—Mira, al final, Dios sólo va a hacerte una pregunta: ¿Amaste? ¿Eh? Eso es lo único que importa.
¿Amaste?
Final del debate.
Final del combate.
Dios 6. Regina 0.
Sometida para siempre. Mediante el amor.

LECCIÓN 44
La envidia es una pérdida de tiempo.
Tú ya tienes todo lo que realmente necesitas.
El tío Al estaba muriendo.
Los doctores le diagnosticaron neumonía, pero creo que finalmente su corazón se desgastó.
El tío Al extrañaba la luz de su existencia. Tenía 81 años de edad y había pasado casi toda su vida
amando a mi tía Chris. Nunca dejó de amarla, incluso cuando ella lo olvidó, cuando el Alzheimer
diluyó cada uno de los recuerdos de sus 56 años juntos. La muerte no fue lo suficientemente fuerte
como para separarlos. Él caminaba alrededor de la casa llevando una foto de mi tía, después de su
muerte. Él le hablaba. Rezaba con ella. Le cantaba. Las canciones la trajeron de regreso.
Yo me detuve para visitarlo brevemente en el hospital. Caminé de puntitas hasta la sala, una unidad
de cuidado especializado donde tenía un pequeño cuarto para él solo. Su cuerpo abarcaba tan poco
espacio en esa cama, perdido entre tubos, monitores y demás aparatos. Él yacía sobre su espalda, y
su hija estaba a su lado. Ella se veía como su joven novia: Chris.
Tan pronto como dije “hola”, se irguió repentinamente como si yo hubiese usado un desfibrilador.
Su delicado cabello blanco estaba enmarañado. Estaba tan delgado que sus huesos sobresalían a
través de la bata del hospital, como si fueran armas. Podía ver que mi tío luchaba: el dolor, la falta
de aire, la dificultad para tragar.
Pero su mente estaba tan lúcida como siempre. Habló durante dos horas. Empezó a hablar y no
pudo parar. El tío Al amaba contar historias. Su favorita era sobre cómo había conocido a mi tía. Él
le pidió matrimonio a la hermana de mi papá durante la Misa de Medianoche. Me contó relatos sobre
sus viajes a California, Nueva York y Chicago. Luchaba por algo de aire entre relatos y ciudades. Su
hija seguía pidiéndole que hiciera pausas para respirar.
Me senté en su cama disfrutando cada detalle mientras él recordaba los años idos. Después
empezó a cantar y quiso que nosotros también lo hiciéramos: “Vengan a mí todos los que están
cansados y agobiados”, cantaba y después sonreía.
Cuando llegamos al final, como un niño pequeño, él imploró, “Volvamos a cantar”.
De vez en cuando un doctor o una enfermera entraban para recordarle que siguiera respirando el
oxígeno. Él les decía que se fueran. No estaba preocupado de morir, no estaba interesado en
prolongar su vida. Mi tío estaba listo para partir, listo para reunirse con su esposa. Sus votos
matrimoniales iban más allá de “hasta que la muerte nos separe”.
—He tenido una vida maravillosa —decía continuamente a través de la máscara de oxígeno.
Qué gran afirmación para hacer en el lecho de muerte.
Abrazar la vida que has vivido y dar las gracias por ella. Sin remordimientos. Sin “si hubiera”.
Sin “debí haber”.
El tío Al supo que la felicidad era una elección. ¿Cómo puedes ser feliz? Al elegir amar lo que ya
se tiene. La felicidad no se encuentra en el aumento que queremos ni en el fondo para el retiro que
construimos, ni en la mansión y el Mercedes en que estaríamos sentados si ganáramos la lotería.
Estudios muestran que el dinero extra no te vuelve extra feliz. Nadie quiere ser pobre, pero una
vez que las necesidades básicas de comida, techo y educación son satisfechas, no puedes obtener la
felicidad con el dinero extra. Eso es lo que dicen los investigadores de la felicidad; sí, realmente
existen. Aquellos economistas y psicólogos a quienes les pagan por estudiar la felicidad entregaron
un informe que se publicó en la revista Science en 2006. Demostró que la gente con ingresos más
elevados no decía ser más feliz, y sí mostraba un estado mayor de ansiedad y enojo.
Alrededor de la misma época un informe salió en los periódicos que decía que tener hijos, estar
jubilado y poseer una mascota no son factores que determinen la felicidad. Es tu punto de vista —lo
que realmente uno elige— lo que determina la felicidad.
¿Cómo ser feliz?
Los expertos ofrecen estos consejos: Elegir el tiempo por encima del dinero. Meditar y rezar.
Reconciliarse con el pasado. Pasar más tiempo socializando con amigos. Aprovechar el día, el
momento, las Oreo. (Está bien, ese último consejo fue mío.)
Las personas solían acudir a directores espirituales para obtener la respuesta. Hoy en día, acuden
a “entrenadores de vida”; yo acudo a los monjes. Hace años fui a un retiro en la Abadía de
Getsemaní. Un monje había puesto una señal afuera del cuarto donde iba a dar un pequeño discurso.
Él formuló tres preguntas y dio sus tres respuestas:
¿Qué soy yo?
Un hijo de Dios.
¿Qué necesito?
Nada.
¿Qué tengo?
Todo.
Eso lo resume.
¿Quién lo vive? Muy pocos de nosotros. Uno de los mayores modelos de vida fue Mychal Judge, el
popular sacerdote católico que murió en los ataques del 11 de septiembre. Su amigo, el Padre
Michael Duffy, un fraile de Filadelfia, dijo esto en el discurso fúnebre:
—Él solía decirme ‘Michael Duffy’ (siempre me llamaba por mi nombre completo). ‘Michael
Duffy, ¿sabes lo que necesito?’
“Y yo me ponía emocionado porque era difícil comprarle un regalo o cualquier otra cosa. Yo
decía:
—No, ¿qué?
—¿Sabes lo que realmente necesito?
—No, ¿qué Mike?
—Absolutamente nada. No necesito nada en el mundo. Soy el hombre más feliz en la faz de la
tierra.
También lo era mi tío. ¿Eran felices porque tenían todo? ¿O porque no necesitaban nada? Ambos.
La felicidad no consiste en obtener lo que quieres. Es querer lo que ya tienes.
Mi tío Al tuvo todo porque lo que tenía era lo que quería. En su funeral, le cantamos su canción
favorita: “Vengan a mí, todos los que están cansados y agobiados”.5 Todos sonreímos. Realmente, no
podíamos sentir pesar. Sabíamos que él estaba feliz. Siempre lo estaba.
LECCIÓN 45
Lo mejor está aún por venir.
Alguna vez escuché la historia de una madre que, tras cocinar una deliciosa comida y ver que su
familia disfrutaba cada bocado, anunciaba:
—¡Guarden sus tenedores! Lo mejor está aún por venir.
Ella hablaba del postre. Lo mismo puede ser cierto en la vida.
Durante la mayor parte de mi vida, rara vez conté con el postre. Cuando era niña, el postre hacía
su aparición en días festivos y cumpleaños, rara vez después de una comida entre semana. La carne y
las papas constituían el alimento principal. Siempre las papas. Papá compraba costales de 45 kilos.
Mi mamá hacía su mejor esfuerzo y las transformaba en comidas interesantes para alimentar a once
hijos. Mi papá nos dio un techo; mi mamá, sábanas limpias en las camas y tres comidas completas.
No había arrumacos a la hora de ir a la cama, no había canciones, no había ceremonias. Nos faltó
tiempo para llegar a conocerla.
Cuando tienes una familia grande eres amado como grupo. Es un tipo diferente de relación cuando
tienes que compartir a tu mamá con cinco hermanas y cinco hermanos. No tuvimos el tipo de vínculo
como el de ir de compras juntas o hacernos un manicure. No tuvimos esa relación de camaradas que
muchas madres e hijas tienen. Tuvimos el tipo de relación que yo seguía tratando de desentrañar
después de casi 50 años de ser su hija. No era una relación mala. Era una relación en blanco.
Las cosas que otras mujeres extrañan cuando sus madres se mueren son cosas que yo ni siquiera
dominaba con mi mamá, que estaba viva. La había amado torpemente durante años. Ahora era un
adulto, así es que los defectos eran míos, no de ella.
Parte de mí quería que la relación mejorara; parte de mí había dejado de intentarlo. Durante
décadas esperé a que ella diera el primer paso. Había esperado la mayor parte de mi vida. ¿Se
suponía que yo debía reparar la relación? ¿O lo iba a hacer ella? Realmente no estaba rota. Era como
si nunca se hubiera desarrollado completamente.
Durante años pregunté a otros sobre esta relación: terapeutas, consejeros espirituales, monjes a
quienes consultaba en retiros. Yo describía la carencia que parecía definirla. Todos me daban el
mismo consejo: acepta la relación que tienes. No tienes que tener una relación cercana con tu mamá.
Pero todos los demás tenían una. ¿Todavía había esperanzas de tener una?
Mi amiga Suellen sugirió que hiciera una lista de la gratitud. “Qué parecido a Oprah”, pensé.
Suellen dijo que tendría un efecto profundo. Concéntrate solamente en lo bueno que hizo tu mamá y
haz una lista de todo, sin importar lo pequeño que haya sido.
Empecé a sentir gratitud porque me dio la vida, porque se quedó conmigo y me alimentó. A partir
de ahí, me quedé en blanco. Tantos hijos vinieron después de mí —seis—, que me perdí en la baraja.
De vez en cuando añadía unas cuantas cosas a la lista pero, la mayoría de las veces, la lista me
frustraba y se convertía en un recordatorio doloroso de que mi mamá estaba ausente. Finalmente dejé
de añadir cosas.
Tiempo después llegó el momento de celebrar su cumpleaños. El gran aniversario número 75. Mi
hermana en Columbus organizó la fiesta. Mi trabajo consistía en llevar a mamá, manejar con ella
durante las dos horas y media de trayecto. Me sentí congelada por dentro. ¿De qué hablaríamos
durante tanto tiempo? En cierto nivel, éramos extrañas. Yo ni siquiera sabía qué comprarle. No
conocía su gusto en joyería, ropa o música. El día antes de la fiesta, yo todavía no había elegido un
regalo.
Así es que le di el regalo que ofrece un escritor: su escritura.
La noche anterior a la fiesta desenterré esa lista y me senté en la computadora. Me quedé despierta
hasta que pude anotar las setenta y cinco cosas que amaba de mi madre. Conté a todos mis hermanos,
lo que dio diez artículos de manera instantánea. Entre más escribía, más se llenaba ese pozo vacío en
mi corazón con recuerdos grandes y pequeños. Algunos me hicieron reír; otros, llorar. Cuando
terminé eran las 3 de la mañana. Imprimí el texto y lo enrollé como un pequeño pergamino con un
listón alrededor. También imprimí una lista de todos los grandes acontecimientos de 1930, el año en
que nació. Después diseñé un certificado para un día de compras y lo envolví.
Al día siguiente compré una pequeña corona de plástico en la juguetería para que ella pudiera ser
la Reina Mamá por un día. Quería que ella se sintiera especial, y no estaba segura de que lo haría.
Los cumpleaños siempre fueron difíciles para ella. Cuando éramos niños, Papá nos daba dinero para
que le compráramos algo, sin importar lo que eligiéramos, y siempre se sentía decepcionada. Parecía
como si los cumpleaños le hicieran revivir algún pesar secreto, y le fuera imposible sentirse feliz.
Algo de mí esperaba lo mejor, pero gran parte de mi ser temía lo peor. Temía que, sin importar lo
que hiciéramos, esta celebración de cumpleaños la decepcionaría.
Mi esposo me acompañó a recoger a mamá. Ella todavía vivía en la misma casa donde todos
habíamos crecido. Durante el largo trayecto hasta Columbus mi esposo mantuvo la conversación
fluyendo. Él le preguntó sobre su vida y, así, la hizo hablar todo el tiempo.
Ella empezó a contar historias que yo jamás había escuchado. Mamá habló sobre lo duro que fue
crecer en una granja con padres inmigrantes que no podían leer o escribir en inglés. Sobre lo duro
que fue tener tres hermanos que se fueron a la guerra durante años, sin saber dónde estaban. Y lo
difícil que fue la mudanza de su única hermana. Sólo que jamás usó la palabra duro. Simplemente,
era su vida.
Para el momento en que llegamos a la casa de mi hermana me di cuenta de lo poco que sabía sobre
la mujer que me había parido.
En la fiesta, coloqué la corona de juguete en su cabeza y la llamamos Reina Mamá. Ella usó esa
corona todo el día y sonrió como si realmente fuera reina por un día. Todos platicamos, comimos
pastel y después ella abrió los regalos. Mis hermanos sabían lo que ella quería: un vestido, una
blusa, un libro.
Después yo le di el pergamino sobre la vida en 1930 y ella recordó. Había nacido el año en que
Nancy Drew empezó a resolver misterios, Babe Ruth ganaba 80 mil dólares al año y Clarence
Birdseye inventó la comida congelada. Ese año fue descubierto Plutón y los científicos predijeron
que, para el año 2050, el hombre llegaría a la Luna.
Todos nos reímos mucho. Después se me ocurrió algo. En lugar de entregarle la lista de la gratitud,
la desenrollé y la leí en voz alta:
“¡¡¡Setenta y cinco años!!! Los has llenado con tantos regalos. Por todos ellos, te agradezco, y le
agradezco a Dios por ser tu hija.”
Le agradecí por haber sido una madre que se quedó en casa y haber hecho a un lado cualquier
carrera que hubiese deseado. Por haber permanecido con papá durante todos esos años, cuando las
mujeres en todo el país se divorciaban por pequeñas cosas.
Por llenar nuestras canastas de Pascua y pretender ser el ratón cuando se nos caían los dientes. Por
hacer de cada Navidad algo tan mágico que podíamos escuchar los renos en el techo. Por darnos
dinero para gastarlo en los demás y así saber que la celebración realmente es acerca de dar.
Por enseñarnos cómo cambiar un pañal sin picar al bebé ni a nosotros mismos. Por bailar
espontáneamente la polca en la sala. Por presentarnos a Perry Como, los Mills Brothers y Mitch
Miller. Por tararear feliz en la cocina; la mejor música de todas.
Por hacer sopa de jitomate casera, rollo de nuez y salchichas envueltas en pasta hojaldrada. Por
tejer con ganchillo estrellas de Navidad para nuestros árboles y colchas de punto para nuestros
sillones. Por dejarnos ver Los Tres Chiflados todos los días.
Por levantarnos para ir a la escuela cada día, hasta cinco veces en un día. Por esa hermosa
caligrafía en cada nota escolar que era demasiado bella como para falsificar. Por toda la
preocupación cuando olvidábamos algún proyecto escolar, terminábamos con un novio o salíamos
con la persona equivocada.
Por dejarnos utilizar las botellas vacías de detergente para nuestras luchas de agua. Por no
castigarnos incluso cuando prendíamos cuetes en el patio. Por no acusarnos siempre con papá.
Por enseñarnos a no pararnos con la puerta del refrigerador abierta, porque no debía usarse como
aire acondicionado. Por aguantar nuestra práctica de piano. Por lavar nuestro cabello en el fregadero,
antes de que el baño tuviera regadera. Por exponerme a mi columnista favorita: Erma Bombeck.
Por curar nuestros golpes con Bactine y un beso. Por quitarle el cerrojo de la puerta a las 2 de la
mañana y no hacer ninguna pregunta hasta la mañana siguiente. Por toda la preocupación cuando
perdíamos nuestra tarea u olvidábamos nuestro almuerzo.
Por no dejarnos correr con tijeras, tener pistolas de aire o poner la lengua en el metal frío durante
el invierno. Por asegurarse de que ninguno de nosotros fuera víctima de un rayo, quedáramos ciegos
por usar fleco largo sobre los ojos o llegáramos con ropa interior sucia a la sala de emergencias.
Por no correrme de la casa cuando supo que estaba embarazada. Por estar conmigo en el hospital
cuando entré en labor de parto. Por cuidar a mi hija mientras yo pasaba años reordenando mi vida.
Por ayudarnos a cada uno de nosotros a convertirnos en nuestros mejores seres. Por perdonarnos
en nuestros peores momentos. Por rezar con nosotros cuando ni siquiera sabíamos que lo
necesitábamos. Por amarnos de la misma manera, y jamás demostrar que alguien era el preferido.
Mamá irradió luz cuando mis hermanos agregaron cosas a la lista. La celebración se convirtió en
un festín de amor, mientras mis hermanos y hermanas compartían sus propios momentos y recuerdos
especiales.
De regreso a casa, mi mamá no dijo mucho. Mi esposo puso un CD con la banda sonora de la vida
de ella: Frank Sinatra, Nat King Cole, Ella Fitzgerald.
Yo tampoco dije mucho, pues pensaba en esa mujer que iba en el asiento trasero. Jamás pensé en
ella como la niña que alguna vez tuvo que explicar a sus padres inmigrantes de Checoslovaquia que
su hermano Chuck había terminado en un campo alemán de prisioneros y que su hermano Mike había
enfermado de malaria en una misión al otro lado del mar. Para el momento en que ella había
cumplido diez, estaba completamente sola en una enorme granja, con padres que eran extranjeros en
Estados Unidos. Cuánta soledad debe de haber sentido.
Ese domingo en la noche, cuando la dejamos, mi mamá me pareció diferente. Ella se veía como
alguien más, alguien a quien podía llegar a conocer. Le dije que la vería al día siguiente. El día
después de la fiesta era realmente el día de su cumpleaños. Yo le había prometido llevarla de
compras.
Pero ya muy tarde ese domingo, mi esposo terminó en el hospital con cálculos renales. Pasé horas
en la sala de emergencias hasta que finalmente fue internado. Fácilmente pude haber cancelado la
salida de compras. Mamá entendería. Quizá ni siquiera le importaba. Pero al saber que había sufrido
tantas desilusiones en su vida, no podía cancelar. Me sentía tentada a hacerlo, en parte porque mi
esposo estaba en el hospital, pero sobre todo porque sentía miedo. Quería aferrarme a ese fresco
inicio con la mujer del día anterior. ¿Qué tal si la llevaba de compras y todo se diluía nuevamente en
ese estado doloroso de vacío?
Tenía que ir. Le había hecho una promesa. Manejé una hora para llegar a su casa, preguntándome
durante todo el camino cómo deshacerme de un día entero de compras. Odio los centros comerciales.
Cuando la recogí a las 10 de la mañana, me saludó en la puerta muy bien vestida, con una bolsa
que combinaba con su blusa y un collar de perlas que colgaba de su cuello. En la sala, ella había
convertido la mesita de café en un pequeño altar. Mamá había puesto una carpetita y flores junto a la
corona de cumpleaños y el pergamino de la gratitud. La agenda estaba abierta en su escritorio; en el
15 de agosto —su cumpleaños—, había escrito sólo una cosa en toda la página: de compras con
Regina. Me tragué mis lágrimas y mi vergüenza por casi haber cancelado.
Así que anduvimos de compras. Ella se movía en cámara lenta, deambulando por cada pasillo,
inspeccionando cada blusa desde el cuello hasta el dobladillo. Al principio me sentí impaciente.
¿Por qué le tomaba tanto tiempo encontrar un conjunto? Después me di cuenta de que a mi mamá no le
importaba comprar. Ella quería pasar tiempo conmigo. Así es que yo también desaceleré el paso. La
llevé a almorzar, y después a otros dos centros comerciales. En la última tienda encontró todo un
estante de ropa que le encantó. Le compré todo lo que le quedó.
Antes de llevarla a casa insistí en que comiéramos un postre. Era su cumpleaños, después de todo.
Nos sentamos afuera en el sol, comiendo bolas de helado italiano. Para los desconocidos, nos
veíamos como una madre y una hija que eran las mejores amigas, platicando y riendo con facilidad.
Eran las 5 de la tarde. Habíamos pasado todo el día juntas, sólo las dos, por primera vez en mi vida.
De regreso a casa me confesó que sus padres jamás celebraron su cumpleaños. La única
celebración memorable que tuvo fue al cumplir 16, cuando sus amigas descubrieron que era su
cumpleaños.
Mi madre me agradeció por llevarla de compras, a almorzar y por el postre. Ella sonaba más
como una niña que como una mujer de 75, cuando me dijo:
—Éste es el mejor cumpleaños que he tenido en mi vida.
LECCIÓN 46
Sin importar cómo te sientas,
levántate, vístete y preséntate a la vida.
Casi cada mes, tengo un día en el que me siento empantanada en mí misma.
Solía culpar a las hormonas y al síndrome premenstrual. Después de cumplir 50, culpé a la falta de
hormonas. Pero los hombres también se sienten atorados, así es que simplemente debe de ser la
condición humana.
Uno de mis cantantes favoritos, James Taylor, tiene una canción llamada “Something in the Way
She Moves” (Algo en su manera de moverse). Yo me siento identificada con la canción, con cómo de
vez en cuando las cosas en que nos apoyamos pierden su capacidad de ayuda, y nos dirigimos a toda
velocidad a los lugares prohibidos.
Todos hemos ido a esos lugares. Todos tenemos una alberca personal de arenas movedizas dentro
de nosotros, donde empezamos a hundirnos y necesitamos amigos y familia para que nos rescaten y
nos recuerden todo lo bueno que ha habido y habrá.
Mi esposo, mi hija y un par de amigas usualmente pueden rescatarme, pero no siempre. En los días
verdaderamente oscuros es difícil acudir a ellos para hacerles saber que me estoy hundiendo.
Esos días frágiles puedo manejarlos con oraciones. Termino repitiendo la misma y más sencilla
oración que pueda pronunciar solamente para levantarme de la cama. Algunos días es un sencillo Ave
María. Otros días, es un rosario entero de ellas. Recorro mi artillería espiritual y utilizo el Padre
Nuestro o intento con la Oración para la Serenidad. Tomo la Biblia de mi buró, la cual parece abrirse
en un pasaje del Evangelio de Juan, el cual empieza, “No dejes que tu corazón se atribule”. Una
oración de Thomas Merton con frecuencia ayuda. Él empieza admitiendo ante Dios que está perdido
y no puede ver el camino, que no tiene idea hacia dónde se dirige. Yo me puedo identificar con él.
Cuando eso no ayuda, busco frenéticamente a través de Salmos y afirmaciones y diarios de
meditación, agotando todo el suministro hasta que encuentro alivio. Si no tengo suficiente fuerza,
energía o voluntad para aferrarme a Dios, le pido a Dios que se aferre a mí. No sólo le pido, sino
que le digo a Dios:
—Es uno de esos días, Dios mío. La carga está en Ti, así es que agárrate de mí.
Una vez escuché que alguien decía que la oración es más que palabras. Es una postura que tomas,
una posición que reclamas. Echas tu cuerpo contra la puerta para evitar que los demonios entren, y te
quedas ahí hasta que se van.
Con los años he desarrollado un sencillo plan de emergencia que utilizo tan pronto como siento el
huracán de esos días tristes soplando:
Ten una lista de “emergencia” con los nombres de la gente que te entiende. No cualquier tipo de
gente que te dirá que te aguantes y te ofrecerá veinte maneras de atravesar el bache haciendo mil
cosas a la vez, sino la gente que sabe cuál es tu helado, tu chocolate, tu música o tu película
favoritos. Son aquellos que saben lo que necesitas como apapacho.
Evita a la gente mala, especialmente en el trabajo. Y no molestes al jefe gorila. Mantente alejado
de la jaula.
No hagas nada que no sea imprescindible ese día. Cancela cualquier cosa que sea negociable.
No tomes decisiones importantes sobre tu matrimonio, tu carrera, tu dieta o tu valor personal.
Estás bajo la influencia de un mal día. No analices todo. Mantente lejos de tu cabeza. No es un lugar
seguro el día de hoy.
No “horribilices” lo que estás sintiendo. El mundo no se está acabando. Sólo estás experimentando
turbulencia. El avión es seguro. El piloto es bueno. Estás en el asiento correcto de la vida. Sólo diste
contra un cúmulo de aire agitado. Espera. Pasará.
Debo admitir que en esos días malos estoy tentada a llamar al trabajo y darme un día de salud
mental. En vez de ello, me doy permiso de bajar mis parámetros durante las siguientes veinticuatro
horas. Tomo el consejo de mi amigo Don: Levántate, vístete y preséntate. Recorta la vida a su parte
más básica y esencial.
Levántate: Enfrenta el día de manera vertical, en lugar de rendirte ante él de manera horizontal.
Vístete: Ponte la ropa, de la cabeza a los pies. Eso detona la esperanza. Creo que ésa es la razón
por la que, incluso en los países más pobres del tercer mundo, las mujeres se adornan con mascadas
llamativas, cuentas llenas de color y conchas brillantes.
Preséntate: Gran parte de la vida consiste en asistir. Éste es un día para mostrarte tal como eres. Si
alguien quiere tener éxito, hace lo mejor que puede, y eso varía dependiendo de la situación. Lo
mejor que puedo dar hoy quizá sea terrible, pero si me presento habré hecho mi mejor esfuerzo.
Si eso es todo lo que haces, en las Olimpiadas de la vida eres un éxito. Levantarte hace que ganes
una medalla de bronce. Vestirte te da la de plata. Asistir, la de oro.
Una vez que realizas esas tres acciones, cualquier cosa puede suceder. En algunos de mis peores
días termino haciendo mi mejor escritura, siendo la mejor madre, amando de la mejor manera.
Don, quien me enseñó ese lema, es una de las personas más felices que he conocido y también
alguien que ha tenido una de las vidas más difíciles. Él saluda a todo el mundo con un fuerte “¡Hola!”
y deja a cada persona con un abrazo y estas palabras: “Verte ha sido como un pedazo de cielo”.
Don ha tenido más días tristes que la mayoría de la gente. Cuando tenía 11, su madre terminó en un
manicomio. Su papá era alcohólico, y no podía criar a sus seis hijos. Un viernes, a Don le dijeron
que el lunes iría al orfanatorio durante tres meses. Él no sabía que jamás volvería a vivir con su
familia. Tenía 16 la noche en que un sacerdote en la casa para niños le dio la noticia de que su madre
había muerto de un aneurisma.
Años más tarde, uno de sus hermanos, que era alcohólico, se metió en una pelea. El otro hombre lo
venció atropellándolo con el auto. El hermano estuvo en coma durante un mes, pero Don siempre
cuenta el lado positivo de la historia: Dios le dio 30 días para despedirse.
Don se convirtió en terapeuta de personas con problemas de alcoholismo. Se casó con una
enfermera y tuvieron dos hijos. Después su esposa tuvo un romance y el matrimonio se vino abajo.
Ver que su familia se separaba rompió algo en su interior. A través de todo el proceso, en esos días
en los que no quería ir al trabajo, regresar llamadas o escuchar los problemas de otras personas, él
practicó esas palabras: Levántate, vístete y preséntate.
Sus palabras me inspiran cuando estoy triste, lo que es cada vez más raro. Sin importar cómo me
sienta, me levanto, me visto y me presento a la vida. Cuando lo hago, el día siempre termina siendo
mucho mejor de lo que esperaba. Cada día es verdaderamente un pedazo de cielo. Algunos días los
pedazos son simplemente más pequeños.
LECCIÓN 47
Respirar tranquiliza la mente.
Si quieres embarazarte, haz meditación.
Un profesor de la Escuela de Medicina de Harvard condujo una investigación en la que casi el 40
por ciento de parejas supuestamente estériles se embarazó al poco tiempo de practicar meditación.
Creo que él omitió algo más que habían hecho las parejas.
El Dr. Herbert Benson informó que pronunciar unos cuantos “ommms” al día ayuda a mantener
alejado al doctor (pero, evidentemente, no a la cigüeña). Cantar un mantra también puede ayudar a
aliviar los síntomas del SIDA, reducir la presión sanguínea y prevenir la necesidad de algunas
cirugías y procedimientos médicos. Los seguros médicos deberían cubrir sesiones de meditación
para reducir la necesidad de tratamientos más costosos. ¿No sería maravilloso que los planes de
salud incluyeran una lista de monjes budistas en el directorio?
En esencia, la meditación está presente con cada inhalación y exhalación. Una vez entrevisté a un
profesor cuya lección más importante giraba en torno a la respiración. En 1969, cuando Christopher
Faiver era estudiante en el Hiram College, la universidad organizó una ronda de pláticas llamada la
Serie de la Última Conferencia. Si tuvieras una última conferencia que dar, ¿qué dirías? La idea
permaneció con él durante décadas. Cuando se convirtió en profesor de la Universidad John Carroll,
retomó la idea, dio una última conferencia e invitó a los estudiantes a respirar.
¿Respirar?
Él escuchó que en algunas religiones orientales se cree que tenemos un número finito de
respiraciones, y que debemos usarlas sabiamente. Pudo atestiguar el poder de la respiración al
observar cómo su nieto tomaba su primera inhalación, y cómo su madre exhalaba por última vez.
—Había un sentido de comunión —me dijo.
En su conferencia habló de todas las personas que lo ayudaron a respirar con mayor facilidad,
maestros y mentores como Jesús, Buda y Gandhi, junto con diversos profesores, colegas, jefes y
estudiantes.
Me hizo pensar en la gente que me enseñó a respirar fácilmente, especialmente el hombre que me
introdujo a la respiración consciente, hace más de 20 años. Aproximadamente cincuenta hombres y
mujeres se reunieron para un retiro de meditación que duró de la noche del viernes a la tarde del
domingo. Yo había ido con la esperanza de conocer a algún hombre, como si el fin de semana fuera
una salida espiritual para solteros.
El presentador era un monje budista que había estudiado en Tailandia. Era el tipo de persona que,
por su aspecto, uno encasillaría como vegetariano. Era alto, delgado, y usaba pantalones de pana
bombachos y sandalias Birkenstock.
Nos pidió que nos sentáramos en una posición cómoda, estuviéramos callados y escucháramos
nuestra propia respiración. Cuando hiciera sonar la campana, la meditación habría terminado.
Escuchar tu respiración. ¿Qué tan difícil podía ser eso?
Yo estaba emocionada por la oportunidad de encontrar un pasaporte hacia la paz. Esperaba ser
transportada a una playa tranquila al atardecer o a la punta de la serena montaña o a un estanque de
lotos del sosiego. Esperaba algo más aparte de mi mente loca que corría para delante y para atrás,
trayendo imágenes de todas las personas a las que había odiado o amado.
Mi mente era como un botadero de basura. No había paz. Empezaba a pensar en mi niñez, en las
cosas que tenía pendientes, en la muerte de alguien conocido, en la escritura de algún libro, en la
compra de zapatos. Después me percataba de ello y trataba de escuchar mi respiración. Todo lo que
escuchaba era un cuarto lleno de gente suspirando frustradamente.
Finalmente la campana sonó. Habíamos concluido la primera sesión. Al día siguiente meditamos
durante 40 minutos de un tirón cada dos o tres horas. Fue una agonía total. Cuando el monje nos
dejaba salir para dar un paseo debíamos meditar sintiendo cómo nuestros pies presionaban la tierra a
cada paso. Debíamos permanecer en silencio, incluso en el baño y durante las comidas. Respira,
respira, respira. Eso era todo.
Una vez afuera, la gente se amotinó. Un grupo de cinco se reunió bajo el roble y planeó una
rebelión. Otros cuatro empacaron y se fueron a casa.
El resto de las sesiones de meditación fueron extenuantes. Era como regresar al dentista para que
terminara una endodoncia. Mi mente corría como un caballo salvaje. Quedarse ahí y concentrarse en
la respiración era una tortura. Luego de veinte minutos de estar sentada, mi mente gritaba, “Toca la
campana. ¡Toca la campana!”
Después de todo un día sólo pude contar hasta 15 antes de que mi mente me llevara a pastos más
verdes. Se desplazaba del diseño en las cortinas a algún tipo apuesto, a los recuerdos de unas
vacaciones de verano, al trabajo inconcluso. El cuerpo me dolía por la posición. Terminé exhausta de
no hacer absolutamente nada.
Para el domingo la mitad de las personas había empacado sus cojines, descruzado las piernas y se
había dirigido a casa. El monje cerró el retiro diciéndonos que todo lo que necesitábamos ya estaba
dentro de nosotros.
—¿Entonces para qué vinimos? —alguien murmuró.
Él podía leer nuestras mentes (después de escuchar los gritos silenciosos de todos nosotros
durante el fin de semana).
—Probablemente se estarán preguntando con qué se van del retiro —dijo—. ¿Mayor sabiduría?
¿Una sobrecogedora percepción de Dios? ¿Una armonía perfecta con el universo? ¿Estar libres del
miedo? ¿Un corazón inundado de amor?
Él nos habló sobre un estudiante que le preguntó a un maestro Zen:
—¿Por qué meditas? ¿Eso te convierte en un santo?
—No —contestó el maestro.
—¿Te vuelve divino?
—No —negó con la cabeza.
—¿Entonces qué te hace?
—Despertar —contestó.
¿Y cómo permaneces despierto? Respiras.
LECCIÓN 48
Si no pides, no obtienes.
Lo que más me cuesta trabajo es hablar.
Lo sé, eso es un poco irónico considerando que, como forma de vida, terminé escribiendo una
columna y hablando frente a 400 mil personas. Supongo que el universo sabía lo que yo necesitaba.
También me envió a un hombre que me enseñó cómo encontrar y utilizar mi voz. Antes de conocer
a mi esposo, me daba miedo devolver un suéter en un almacén, incluso con el recibo en mano.
Prefería donarlo que enfrentarme a un vendedor que me agobiara con sus políticas de devolución.
Mi esposo es lo opuesto. Bruce nació con confianza. Cuando quiere algo, lo pide. No le tiene
miedo al rechazo. Si alguien le dice que no, él no se lo toma personalmente. Y tampoco puede
descifrar a los cobardes como yo. ¿Por qué nos sentimos renuentes a preguntar?
Vergüenza. Nos sentimos avergonzados de que los demás sepan que no sabemos algo o que
necesitamos algo. De pequeña me enseñaron a no tener necesidades. Cuando requeríamos algo, mi
papá siempre daba la misma respuesta: No lo necesitas.
Orgullo. No queremos darle a alguien más el poder de que nos diga que no. No queremos
debilitarnos mediante el rechazo. Tenemos miedo de la imagen que causaremos ante un perfecto
extraño que, en realidad, resulta ser una persona imperfecta como nosotros.
Miedo. Tenemos demasiado miedo de pedir porque eso pone el gran dedo en la vieja llaga, cuando
el niño dentro de nosotros escuchó no, era muy importante escuchar sí.
Culpa. No queremos abusar de nadie. No nos merecemos su tiempo, energía y atención, aunque le
estemos pagando a esa persona para que nos ayude. Somos corteses al punto de la parálisis.
Mi esposo cree que el miedo es algo que sientes antes de saltar de un avión o mientras buceas
cerca de los tiburones. Eso lo puede entender. Él no entiende la razón del miedo cuando hay que
pedirle a la azafata que te cambie a un mejor lugar. Él tiene la capacidad de pedirles, y lo hace, a
todos, todo: que lo cambien a primera clase. Un mejor cuarto de hotel. Un descuento porque no cree
que uno deba pagar por productos al por menor. Volver a llenar el vaso de refresco. ¡Él incluso le
pregunta a la gente en la calle que le indique cómo llegar a ciertos lugares!
¿Yo?
Así es como soy de patética; yo ni siquiera le puedo decir al tipo de atrás en el avión que está
pateando mi asiento, que se detenga. No le puedo pedir a la gente que está sentada detrás de mí en el
cine que deje de hablar. Yo me paro y me cambio de lugar. Prefiero pasar hambre antes de pedirle a
la azafata una comida vegetariana.
¿Mi peor momento? Cuando mi hija tenía 6, y llevaba un puñado de cambio para comprar una
bolsa de dulces. Yo estaba parada junto a la banda de la caja registradora, y mi hija puso su pila de
cambio en ella. Mientras avanzábamos en la fila, vi que una mano se estiraba y tomaba el cambio de
mi hija. Era una niña de doce años aproximadamente. Yo la miré directamente a los ojos. No pude
detenerla. Ella simplemente se robó el dinero de mi hija, y no pude ni siquiera pedirle u ordenarle
que lo regresara.
Años más tarde llevé a mi sobrino al McDonald’s. Pidió un root beer (refresco de zarzaparrilla),
se lo bebió y pidió más.
—¿Podemos volverlo a llenar gratis? —preguntó.
Yo iría a averiguar. Llevé su vaso hasta el mostrador. Antes de poder abrir mi boca, me convertí
en gallina, en un auténtico McNugget. Tenía demasiado miedo de que me dijeran que no. Me
acobardé. En su lugar, fui a la máquina de los refrescos y llené el vaso. ¿Me robé ese refresco? A lo
mejor. No lo sé.
Empiezo a prestar atención a la gente que es capaz de pedir. Cuando funciona, lo anoto
mentalmente. Mi amiga Sharon llevó a su hijo de cinco años a un partido de básquetbol. Había lugar
en los asientos de hasta arriba. Mientras subían y subían y subían, el pequeño Finnegan se asustó. Era
demasiado alto. Él empezó a llorar, así es que Sharon espió y detectó unos asientos vacíos hasta
abajo. Ella tenía tres elecciones: forzar a su pequeño hijo a que se sentara en la capa de ozono de la
tribuna, abandonar el lugar y regresar a casa, o pedir asientos donde el chico no tuviera miedo de
sentarse. Le preguntó al señor que recogía los boletos. Él no sabía, pero la envió con alguien más.
Esa persona la envió con alguien más. Ella siguió preguntando. Finalmente, alguien dijo que sí.
Finnegan obtuvo asientos de primera, desde los cuales pudo observar cómo los Cleveland Cavaliers
y LeBron James deslumbraban a la multitud.
Un día se me terminó mi shampoo Aveda favorito. Mi esposo y yo nos detuvimos en el salón de
belleza, pero todavía no abría. Eran las 10:30. El letrero decía que abrían a las 11 de la mañana. Le
dije que regresáramos. Mi esposo sonrió. Él veía la situación como un desafío.
—Sólo toca la puerta y pregunta —dijo.
—No.
No podía.
—El letrero dice que está cerrado —repetía yo—. Prefiero irme sin el champú, que pedir y que
me digan que no.
Él hizo una mueca de mal humor, salió del auto y fue a la puerta. Tocó y gritó que sólo quería
comprar champú. La chica movió la cabeza y dijo que no. Él abrió su cartera y la enseñó. Ella vino a
la puerta.
—La tienda todavía no abre, así es que no puedo aceptar tarjetas de crédito —dijo ella.
—Pagaré en efectivo —gritó a través del vidrio.
Lo siguiente fue verlo venir con cuatro botellas de shampoo.
Después de años de verlo hablar y cosechar los beneficios, finalmente hablé en forma
significativa: quería un aumento. Un día recé por él, organicé todas las razones en mi cerebro y fui a
almorzar con mi jefe. Le pregunté y me dijo que no. Pero primero me humilló. Yo me disculpé, fui al
baño, lloré a más no poder, me limpié, regresé a la mesa y cambié el tema. Horas más tarde en el
trabajo, él me dijo que vería qué podía hacer. Obtuve un pequeño aumento.
Pasaron los años. Quería un aumento real. Había dado lo mejor de mí en el trabajo. ¿Es que mi
jefe no lo había notado? Yo no iba a suponer que lo había hecho. Mis profesores de periodismo me
habían enseñado a jamás suponer. Uno de ellos analizó la palabra en el pizarrón, y concluyó que
cuando alguien hace una suposición puede quedar en ridículo.
Me senté para pensar por qué merecía un aumento. Escribí una buena propuesta e hice una lista del
valor que añadía al periódico, la sala de redacción, la compañía. Empecé el correo expresando mi
amor por el trabajo, el periódico y la ciudad. Le di las gracias por haberme contratado. Planteé la
importancia de mi puesto, y le hice ver que me encontraba en el extremo inferior del espectro
salarial. Después señalé el valor que agregaba al periódico en una lista larga y desglosada con
puntos clave. Al final de la lista, le pedí “un aumento significativo”.
Lo obtuve. No sólo eso, sino que obtuve la cantidad exacta que tenía en mente, pero que jamás
había pronunciado. ¿Fui cobarde al pedírselo en un correo en vez de hacerlo en persona? Quizá. Pero
solicité y recibí.
Si no pides, no obtienes. Así es que pide. Algunas veces la respuesta será positiva, algunas veces
no. Si no pides, la respuesta siempre será negativa; una que te habrás dado a ti mismo.
LECCIÓN 49
Cede.
Perdíamos a Beth. Día a día, centímetro a centímetro, la vida en Beth parecía consumirse como una
frágil brasa que disminuyera y disminuyera hasta apagarse.
La diabetes había arruinado los riñones con los que había nacido, y después el que le habían
puesto hacía 14 años. La diálisis era su única esperanza, cuatro horas al día, tres días a la semana
hasta que muriera u obtuviera un nuevo riñón. Ella estaba en una lista de espera y quizá esperaría de
cuatro a seis años hasta obtener uno. Mi amiga Beth jamás duraría tanto.
Nadie lo decía en voz alta, pero todos lo pensábamos, todos lo sabíamos. Habíamos hecho
nuestras oraciones, pero es una oración difícil de pronunciar cuando sabes que el regalo de la vida
que tu amiga necesita con desesperación será el regalo de la vida a la que un extraño se rendirá con
reticencia.
Nadie lo dijo, pero todos temíamos que ésa fuera su última Navidad. Durante los últimos nueve
años, Beth y su esposo, Michael, habían compartido la Nochebuena con nosotros. La mejor
Nochebuena de todas resultó ser aquella en la que Beth no se sentó a la mesa.
El teléfono sonó después de las 11 de la noche el día anterior a la Nochebuena. La llamada entró
tan tarde que supusimos que eran malas noticias.
Eran las mejores. Quizá habría un donante para Beth.
Quizá.
No sólo un riñón, sino también un páncreas. Un páncreas significaba que Beth ya no tendría
diabetes. Un páncreas nuevo produciría insulina, algo que su cuerpo de 50 años no había podido
hacer desde que tenía 10. Con un nuevo páncreas, ella no tendría que preocuparse de perder la vista
o sus extremidades; ella no tendría que preocuparse de morir por la enfermedad como lo había hecho
su madre; ella no tendría que preocuparse de no ver crecer a su hija de cinco años.
Su esposo no podía creerlo hasta que la vio empacando su maleta para el hospital. Ella tuvo que
pellizcarlo —fuertemente— para que él se diera cuenta de que no estaba soñando. Después, él llamó
a un amigo, se corrió el rumor y empezaron las oraciones.
—Es demasiado bueno para ser verdad, pero por favor, Dios mío, que sea cierto —rezó Beth.
Nosotros rezamos por Beth, quien trabaja como especialista infantil en el Rainbow Babies &
Children’s Hospital, en Cleveland, donde había pasado los últimos 18 años haciendo que los niños
tuvieran menos miedo a las agujas, a los doctores y a los exámenes médicos. Oramos por la familia
del joven de 21 años de Columbus que murió en un accidente de auto, una familia que, gracias a
Dios, tuvo la gracia de ceder ante el dolor y permitir que los órganos fueran donados para que
alguien más pudiera vivir.
Beth y Michael dejaron a su hija, Michaela, en nuestra casa. Eran las 6:30 de la mañana del 24 de
diciembre. Beth le dio un beso en la oscuridad, yo abracé a Beth, y esperé por el mejor regalo de
Navidad de todos: la vida.
Pasaron horas sin que tuviéramos noticias. Para las dos de la tarde, todavía no sabían si el órgano
sería compatible. Después el teléfono sonó a las tres. Estaban preparando a Beth para la cirugía. Una
calma dentro de ella desechó el breve miedo de no sobrevivir a la operación; mejor se concentró en
lo maravillosa que sería la vida cuando despertara y ya no fuera diabética.
Todo el día estuvimos preocupados. ¿Su cuerpo sería lo suficientemente fuerte para la cirugía de
cuatro horas? ¿Su cuerpo rechazaría los órganos? ¿Una pequeña niña sabría el día de Nochebuena
que su mamá estaba más sana que nunca o sabría que…? Era intolerable terminar ese pensamiento.
La pequeña Michaela habló de Santa y de la nueva Barbie que esperaba él le trajera, y si vendría
aunque ella no estuviera en casa, y de cómo los renos podían realmente volar. Ella creía
completamente en el milagro de la Navidad. ¿Podíamos hacerlo nosotros?
Entonces el teléfono sonó. El páncreas estaba adentro. Estaba funcionando. Una hora más tarde
supimos que el riñón estaba bien. Beth estaba haciendo pipí en el quirófano. Se habían terminado las
diálisis. No más insulina. El donante era perfectamente compatible. Beth había saltado al primer
lugar de la lista de trasplantes porque entre todas las personas de la lista en el país ella era la más
compatible. La única persona más cercana habría sido un gemelo idéntico.
Michael regresó a nuestra casa y puso sus brazos alrededor de la pequeña cuyo mayor deseo de
Navidad era una muñeca. Él le dijo que mami ya no tendría que “picarse” para revisar el azúcar en
su sangre. Mientras Michaela se quedaba dormida frente a Milagro en la calle 34, su papá no podía
dejar de hablar del milagro en Cornell Road, el milagro en un quirófano del University Hospitals, el
milagro del cual Michaela escucharía cada Navidad.
Nunca supe que había otro lado de la historia hasta que escribí una columna para el periódico
sobre el regalo de Beth, y recibí este correo de una mujer que leyó el artículo:
Me conmovió la historia en la página principal del periódico de hoy. Verás, mi familia también
recibió una llamada del University Hospitals el día de Nochebuena. Mi hija de 31 años también
está en la lista de trasplantes para un páncreas y un riñón. Ha tenido diabetes desde los 8 años.
Tuvo cataratas en ese entonces y se las operaron. También le tuvieron que quitar uno de los dedos
gordos del pie y sus riñones empezaron a fallar hace como cuatro años.
Ella ha estado en la lista desde hace dos años y medio. Cuando recibimos la llamada,
inmediatamente llamamos a todo el que se nos ocurrió para empezar una cadena de oraciones.
También sentíamos todas las emociones y esperanzas que Beth sintió.
Sabíamos que mi hija, Dawn, era la segunda en la lista. Sabíamos que la primera persona en la
lista tendría que no ser compatible para que ella recibiera el regalo de la vida. Debo admitir que
rezamos porque la primera persona en la lista no fuera compatible, pero para las 3 de la tarde
también supimos que lo había sido. Dawn tendría que volver a esperar.
Me gustaría decirte que después de las 3 de la tarde nuestras oraciones cambiaron. Entonces
empezamos a rezar por la persona que sí había sido compatible. Me siento tan contenta de que la
cirugía haya sido un éxito. Continuaré orando por Beth. Por favor hazle saber que estamos muy
contentos por ella. —Gracias, Sandra Whalen.
El correo me conmovió. Me imaginé a la familia agrupada rezando por un milagro para su hija, y
lo difícil que debe haber sido enterarse de que alguien más lo había recibido. Ellos no pasaron las
siguientes horas desalentados ni decepcionados, dieron una abrupta vuelta en U y canalizaron sus
oraciones hacia Beth.
Cuánta gracia se necesita para ceder cuando hay tanto en juego. Rezar por la persona que recibirá
los órganos que salvarían la vida de tu hija. Yo difícilmente puedo ceder ante un conductor que
quiere meterse en mi carril mientras manejo o la persona que está detrás de mí en un avión y necesita
salir antes para poder alcanzar una conexión. Tantas veces quiero lo que quiero y no puedo ver las
pequeñas necesidades de nadie más a mi alrededor, mucho menos las grandes necesidades.
Había estado tan entregada a pedir por Beth, que jamás pensé en rezar por la otra persona que
estaba esperando por esos órganos. Después del correo, siempre me pregunté cuál habría sido el
destino de Dawn. Dos años más tarde asistí a una muestra de arte hecha por pacientes en los centros
de diálisis. Una mujer construyó una pared con tubos de plástico utilizados en procedimientos
médicos y ladrillos rojos de papel. Con ello, representaba lo que se sentía esperar por un trasplante.
El nombre de la artista era Dawn Whalen.
Sí, esa Dawn.
Los terapeutas habían dado a cada paciente una cámara para fotografiar un día de su vida con
diálisis. Dawn construyó una pared y también escribió una canción sobre la experiencia del
procedimiento médico al que, durante tres años, tuvo que someterse tres horas y media al día, tres
veces a la semana. En la pared pegó fotos de su kit de prueba de glucosa, las agujas, el hombre que la
conduce a la diálisis, las botellas de las pastillas que toma.
Dawn tenía 32, pero se veía como una chica vivaz de 22, con cabello rubio corto y largas
pestañas. No podía dejar de sonreír cuando hablé con ella. Dawn obtuvo un trasplante de riñón y
páncreas un poco más de dos años después de la operación de Beth. Su llamada entró un domingo
por la mañana. Cuando ella escuchó que a lo mejor había un órgano disponible y que estuviera
preparada, corrió a la iglesia y rezó por quien llegara a recibirlo, y también por la persona que había
muerto. Ahí, en la iglesia, Dawn recibió la llamada. Debía ir al hospital para una operación de siete
horas.
Bendita sea, pues ella regresó al centro de diálisis como voluntaria. Cientos de personas todavía
están esperando, esperando a ser perfectamente compatibles, esperando a que alguien ceda.
LECCIÓN 50
Aunque no tenga moño,
la vida es un regalo.
Primero mi cuñado Randy me envió un correo con la pregunta, después un amigo, después otro.
Primero mi cuñado Randy me envió un correo con la pregunta, después un amigo, después otro.

Todos querían saber si yo conocía el secreto de la vida.
Al principio ignoré los correos y los vínculos, y después supuse que quizá el universo estaba
tratando de decirme algo. ¿Cuál era el secreto del dinero, las relaciones y la felicidad?
Realmente no es un secreto. Puede que se remonte a Platón, Beethoven y Einstein. Puedo rastrearlo
en los estantes donde están mis libros, en Emmet Fox, Wayne Dyer, Ernest Holmes y James Allen. En
Mateo, Marcos, Lucas y Juan.
Hay un poder. Hay una ley. No se trata de ojo por ojo, ni de siempre tener que darle propina a
quien te sirve. La Ley de la atracción: ése es el secreto. Tú atraes todo lo que viene a tu vida
mediante los pensamientos que albergas. Tú creas tu vida con tus pensamientos.
Has escuchado “Eres lo que comes”. Pues, en realidad, eres lo que piensas durante el día. ¿Qué
susto, verdad? Intenta tener sólo pensamientos positivos durante el día. Ahora, puedo hacerlo durante
una hora sin imaginarme alguna calamidad, enfermedad o epidemia. Mi cerebro es una fábrica de
miedo, construye todo tipo de tonterías: hay un asesino serial debajo de la cama, una cabeza cortada
en la secadora, una rata viva en el inodoro.
Leí que Albert Einstein alguna vez dijo que la pregunta más importante que un humano puede
hacerse a sí mismo es: “¿El universo es amistoso?” Por supuesto que no, pensé. ¿Está loco? En
realidad, era brillante, y eso hizo que su pregunta se me quedara pegada como con velcro.
¿Qué tal si yo empezaba a ver el universo como algo amistoso? Me entregué a practicar. Era como
ver el mundo a través de nuevos lentes. Si piensas en el miedo, atraes la ansiedad. Si piensas en la
abundancia, atraes la prosperidad. Si piensas en el amor, atraes la compasión.
El secreto no consiste en dominar a tu jefe, tu cuenta de banco o tus hijos, consiste en dominar tu
mente. Ahora, cada vez que siento la nube de la fatalidad sobre mí, hago una pausa y me pregunto:
¿en qué estás pensando? Si te sientes mal, cambia tus pensamientos, no tu trabajo, tu ropa o de
esposo.
Einstein dijo, “Sólo hay dos maneras de vivir tu vida. Una es como si nada fuera un milagro. La
otra, como si todo lo fuera”.
Brindemos por los milagros.
Pero el asunto con los milagros es que no siempre los podemos reconocer. Algunas veces vienen
en paquetes envueltos como grandes errores. El secreto es descubrir el milagro en el desorden. Es
difícil hacerlo, especialmente si quieres crear una imagen perfecta de ti mismo.
Yo lo he intentado. He hecho listas sobre mi decisión de escribir. Las he plasmado en metas y
objetivos. Las he pegado donde pueda verlas. Las he leído en voz alta. Las he inhalado y exhalado.
He visualizado que suceden.
Prometí comer más granos enteros y menos grasa. Pagar en efectivo, en vez de usar tarjetas de
crédito. Ser una esposa más amable. Hacer ejercicio todos los días. Y después he violado
sistemáticamente cada determinación.
La mayoría de las personas toma la decisión de ponerse en forma, perder peso y comer
adecuadamente. Promete dejar de fumar, beber y estresarse. La gente intenta salir de la deuda,
ahorrar más y gastar menos. Las almas más avanzadas agregan esto: trabajar como voluntario.
Escuché de un hombre que toda su vida había estado centrado en el yo, yo, yo. Él trató algo nuevo
e hizo de su vida un nosotros, nosotros, nosotros. Los jesuitas llaman a ese ser un “hombre para los
demás”.
¿Qué puedo hacer por otros? No hagas planes que cambien la faz de la tierra y que te abrumarán y
lanzarán al abismo, sino acciones simples y cotidianas, de momento a momento. Una vez escribí
sobre un hombre llamado Don Szczepanski, quien vivió de esa manera. Él era un hombre común y
corriente, o así lo parecía.
El sendero que tomó en la vida podría decirse que era ordinario. Él manejó por la misma ruta
durante dieciocho años, saltando dentro y fuera de un pequeño camión blanco de correo de las 7 de
la mañana a las 3:30 de la tarde.
Todos en el pequeño pueblo de Avon, Ohio, lo llamaban Don, el cartero. Saludaba a las personas
que caminaban por la calle y tocaba el claxon cuando pasaba con su camión. Daba consejos sobre
cómo arreglar una computadora conflictiva, compartía las últimas fotos de su nieta y repartía
muestras de su cecina hecha en casa.
Siempre traía timbres y siempre llevaba una sonrisa. Él entregó el correo durante veinticinco años,
deteniéndose en unas quinientas casas o negocios cada día.
Un día, un vecino llamado David, observó que Don había faltado al trabajo. Cuando Don regresó,
mencionó que algo había salido en un examen médico. Ésa sería la última vez que Don conduciría su
camión del correo.
Don tenía cáncer de riñón que ya había hecho metástasis en los pulmones. Los doctores dijeron
que probablemente jamás saldría del hospital. La gente empezó a llamar a David, preguntando por
Don. Conforme se esparció el rumor sobre la salud de Don, también las historias lo hicieron. Un
padre le dijo a David cómo Don llegó a la puerta con el correo un día y notó que el niño de la casa
había recibido algunas tarjetas por su cumpleaños, así es que Don agregó cinco dólares al montón.
Otro padre le contó que su hijo con parálisis cerebral adoraba recibir al cartero. Don apagaba el
camión y dejaba que el niño se subiera para ver cómo funcionaba todo. Ese año, Don le compró un
pequeño camión de cartero como regalo de Navidad.
Otro vecinito compartió que Don le había enseñado la manera correcta de aventar una pelota de
beisbol y le mostró cómo usar la gorra con el pico apuntando “justo hacia donde te diriges, y no de
lado como algún bufoncito de la tele”.
Las historias impulsaron a David a escribirle a los vecinos:
Nuestro amigo (y el mejor cartero que ha habido) está luchando contra el cáncer de riñón.
Don ha iluminado muchos de nuestros días con su calidez y su risa contagiosa. Es momento de
devolverle el favor. Ata un listón azul en tu buzón para que todos puedan verlo (¡especialmente
Don!), y piensen en él un momento en medio de su agitado día. Por favor consideren dejarle
una nota o una tarjeta a Don. A él lo conmoverá su consideración. Simplemente, dejen las
tarjetas en su buzón (dirigidas a Don, el cartero) o llévenlas a la oficina postal.
En unos cuantos días, quinientos listones y moños azules salpicaron el pueblo, y pilas de tarjetas
llegaron para Don.
El día antes de Acción de Gracias, Don pudo subirse en el auto de su hijo y seguir la ruta que
había transitado durante dieciocho años. Él pudo ver todos esos listones. Murió una semana después,
a los 59 años. Algunos amigos suyos celebraron su vida con margaritas y cecina en un boliche.
Muchas personas creen que los ángeles son seres sobrenaturales con alas. Quizá sólo sean
personas comunes como Don Szczepanski, que entregó bondad junto con las facturas y las postales.
Don no necesitaba alas, su saludo lo transportaba con eficacia.
La vida de Don me recuerda que no importa cuál sea nuestra profesión, sino cómo la vivimos. Mi
estilista Heidi me inspira constantemente. Un día terminó de cortarme el cabello, me vio a los ojos y
me ordenó como un predicador:
—Ve a hacer algo posible.
Hacer algo posible.
Una amiga mía firma sus correos con un coro de ofertas perfectas de descuentos de Leonard
Cohen. Ella abraza sus ofrendas imperfectas de arte y música con la confianza de que cualquier grieta
en ellas permitirá que la luz se cuele.
Hay tanta vida que podemos exprimir en las grietas de nuestro pequeño día. Puedes hacer que
alguien ría, sonría, tenga esperanza, cante o piense. El día más importante del año no es la Navidad o
la Pascua, tu aniversario o tu cumpleaños. Es el día en que estás ahora, así es que vívelo plenamente.
Hacerlo significa que saldrás de tu orden, porque la vida es una revoltura. Sí, la vida es un regalo,
cada día de ella, pero no lleva un moño. Hace años, un sacerdote jesuita me acusó de tratar de vivir
con demasiado cuidado. Me dijo que era como si me hubieran dado un vestido hermoso, pero me
diera mucho miedo ensuciarlo. Me siento en la fiesta sin pastel, sin ponche, sin juegos. No quiero
ensuciarme.
Él tenía toda la razón. Me daba tanto miedo caerme, fallar, me daba miedo la vida; así es que
esperé y fui testigo, pero ya no más. El cáncer me quitó eso.
Estoy en la gran fiesta y me estoy ensuciando tanto como puedo…Y quizá sea la última en irme.
Notas
Lección 24 Sé excéntrico ahora. No tienes que llegar a la vejez para vestirte de morado.
1 Grupo de origen masónico dedicado, entre otras cosas, a hacer obras de caridad. (N. de la T.)
2 Personaje del Dr. Seuss cuya característica es ser defensor empedernido de la Naturaleza. (N. de la
T.)
Lección 30 Lo que los demás piensen de ti no es de tu incumbencia.
3 Un clásico en centros de rehabilitación de alcohólicos. El autor es el Padre Joseph C. Martin. (N.
de la T.)
Lección 34 Dios te ama por lo que Él es, no por algo que hayas hecho o dejado de hacer.
4 Especie de acertijo que el maestro plantea al novicio para comprobar su progreso. (N. de la T.)
Lección 44 La envidia es una pérdida de tiempo. Tú ya tienes todo lo que realmente necesitas.
5 Canción inspirada de Mateo 11:28 del Nuevo Testamento. (N. de la T.)
Nota de la autora
Querido lector:
Gracias por comprar y leer mi primer libro. Espero que éste sea el inicio de una larga relación de
lectura.
Si eres uno de los miles que transmitieron estas cincuenta lecciones en correos a amigos por todo
el mundo, gracias por inspirarme a profundizar y escribir este libro.
Espero, también, que continúes beneficiándote de estas lecciones tiempo después de haberlas
leído. Me encantaría saber si estas lecciones de vida te han ayudado. Siéntete con la libertad de
enviarme historias sobre cómo han cambiado tu existencia. También puedes hacerme llegar tus
propias lecciones de vida. Mi sitio en la red, www.reginabrett.com, tiene un link de contacto para
correo electrónico.
Mientras estés ahí, disfruta el blog, las columnas, el podcast de mi programa de radio, la guía de
debate, los consejos para escritores, mis vínculos favoritos y fotos, y entérate sobre mi próximo
libro.
Una parte de las regalías del libro la donaré a The Gathering Place en www.touchedbycancer.org,
que ofrece servicios gratis para cualquiera que haya sido tocado por el cáncer. Para saber más sobre
este sitio maravilloso, puedes consultar: www.touched.cancer.org.
También espero que visites la Casa de Retiro Jesuita, www.jrh-cleveland.org, el lugar al que
llamo mi hogar espiritual.
Gracias nuevamente por tomarte el tiempo de leer Dios nunca parpadea. Espero que estas
lecciones toquen tu vida tan profundamente como tocaron la mía y te den mayor felicidad.
Todo lo mejor,
Regina Brett
www.reginabrett.com
Agradecimientos
Estoy eternamente agradecida por…
Mis padres, Tom y Mary, que se sacrificaron más de lo que jamás sabré para amar y proveer a sus
once hijos. Ellos nos fortalecieron para la vida con su fe, esperanza y valor.
El amor y la escandalosa fuerza de mis hermanas: Theresa, Joan, Mary, Maureen y Patricia. El
amor y la callada sabiduría de mis hermanos: Michael, Tom, Mark, Jim y Matthew.
Mis sobrinos y sobrinas: Rachel, Michael, Leah, Luke, Jaclyn, Laura, Emily, Hudson, Josiah,
Anya, Erin, Harry, Jacob, Bill y Brenda, quienes me aman puramente sólo por ser Tía Regina.
Mis cuñados y cuñadas: Tom, Chris, Tish, Andrew, Tom, Anita, Michelle, Randy, Gary y Carol,
quienes me apoyan más de lo que merezco.
Mr. Ricco, mi maestro de tercero de secundaria en Brown Junior High. Sam Ricco me enseñó a
amar la escritura, un párrafo a la vez.
Los amigos que me dieron Nueva Esperanza, especialmente Kathy y Bill Perfect, Melanie y Ed
Rafferty, Judy y Michael Conway, Verónica Harris y Don Davies. Su amor incondicional hizo que me
sintiera completa.
Mis primeros mentores, Eileen Lynch, Barb Blackwell, Zoe Walsh y Maura McEnaney, por
acompañarme en el difícil camino hacia el Destino Feliz.
Mi eterno círculo de amigos que me echan porras: Thrity Umrigar, Bob Paynter, Terry Pluto, Debbi
Snook, Connie Schultz, Sue Klein, Karen Long, Tina Simmons, Jennifer Buck, Suellen Saunders,
Marcie Goodman, Beth Segal, Michael Barron, Brendan Ring y el personal de Nighttown. Un
agradecimiento especial a Sheryl Harris, mi amiga de amigas, quien escuchó todas mis tribulaciones,
y después las terminó encontrando al hombre de mis sueños.
El apoyo constante de la pandilla Campbellville: Marty Friedman, Sandy Livingston, Michael
Miller, Beth Ray, Peter Collins, Kris Anne Langille, Arlene y Buddy Kraus, Julie Steiner y Dan
Freidus.
Los profesores de la Universidad Estatal de Kent: Bruce Larrick y Fred Endres, por guiarme al
periodismo. Bill O’Connor y Susan Ager, por dejarme subir a sus hombros y echarle un vistazo al
mundo de la escritura. Dale Allen, quien me hizo columnista en el Beacon Journal. Doug Clifton,
quien me dio una columna en el Plain Dealer.
Stuart Warner, el mejor guía que hay en el mundo. Él siempre valoró mi voz, aunque pareciera
tener laringitis.
El editor del Plain Dealer, Terry Egger, la editora Susan Golberg, la directora editorial Debra
Adam Simmons y Barb Galbincea por darme la libertad de hacer mi mejor trabajo y otorgarme
permiso para compartirlo en este libro. Dave Davis y Ted Diadiun, por lidiar con las interminables
solicitudes de volver a imprimir estas lecciones. Jean Dubail, John Kroll y Denise Polverine por
pastorear mi columna y las entradas del blog en www.cleveland.com (en inglés). Mis colegas en el
Plain Dealer que diariamente aprovechan el poder de las palabras para cambiar el mundo.
Kit Jensen, Jerry Wareham, David Molpus, David Kanzeg, Bridget DeChagas, Paul Cox, Jeff
Carlton y el resto del personal en Ideastream.
La constelación infinita de lectores de periódico cuyos correos, llamadas y cartas me sostienen.
Los que llaman a Cleveland su hogar son los más trabajadores y los más profundos creyentes en
milagros que cualquier equipo de deportes quisiera tener. Ustedes son lo máximo.
La Hermana Mary Ann Flannery, por mantener vibrante la Casa de Retiro Jesuita, y a las salvajes
mujeres que fuman afuera de todos esos retiros de la Hermana Ignatia.
Esos honorables sacerdotes que dedicaron sus vidas a salvar almas: los Padres Joe Zubricky,
Benno Kornely, Denis Brunelle, Jim Lewis, Joe Fortuno, Clem Metzger y Kevin Conroy.
Los ángeles en mi grupo espiritual: Ami Peacock, Gabrielle Brett, Sharon Sullivan, Beth Robenalt
y Vicki Prussak.
Ted Gup, quien compartió el mayor regalo que un escritor le puede dar a otro: el nombre y correo
electrónico de su agente. Su generosidad me condujo a la David Black Literary Agency, donde
encontré a mi princesa azul, la agente Linda Loewenthal. David vio la chispa; Linda la convirtió en
fuego. Su confianza todavía arde en mi interior. Ella mejoró cada página de este libro, y después
encontró el perfecto hogar para él.
Los centinelas en Grand Central Publishing quienes fieramente creyeron en este libro. El editor
Jamie Raab, cuya pasión por la escritura transformó esta obra. Mi editora, Karen Murgolo, quien
ofreció sugerencias fabulosas y tuvo una paciencia infinita. Harvey-Jane Kowal y Christine Valentine
por peinar cada centímetro de él. Diane Luger, quien diseñó la mejor portada. Nancy Wiese, Nicole
Bond, Peggy Boelke y Matthew Ballast por asegurarse de que el resto del mundo pueda leer este
libro. Philippa “Pippa” White por su diligencia en los detalles interminables.
El cirujano Leonard Brzozowski, el oncólogo Jim Sabiers y la enfermera Pam Boone por salvar mi
vida.
Mi abuela Julia, cuyo amor sentí primero, al final y siempre.
Mi nieto, Asher, que tendrá mi amor siguiéndolo a todos lados.
Los hijos que mi esposo trajo a nuestro matrimonio, Ben y Joe, por su paciencia y amor al crear
una nueva familia. James, el hijo que mi hija trajo con su matrimonio, por completar nuestra familia y
por tomar la foto que adorna este libro.
Mi brújula, Bruce, quien realmente es mi norte, mi sur, mi este y mi oeste. No importa cuántas
veces me sienta perdida, siempre me encuentra. Su amor nunca falla, nunca escasea.
Mi hija, Gabrielle, quien me recuerda todos los días cuánto me ama. Ella vino como un misterio y
se convirtió en una maravillosa bendición. Ella es la prueba de que el amor es lo que más importa.
Y la Fuente de todo, el Dios de mi alegría.
Acerca de la autora
REGINA BRETT es columnista del Plain Dealer, en Cleveland, Ohio. Nació en 1956 y creció en
Ravenna, Ohio, población de 12,000 habitantes. Regina tiene una licenciatura en periodismo y una
maestría en estudios sobre las religiones. Se convirtió en reportera en 1986. Ha escrito columnas
desde 1994.
Sus artículos han ganado numerosos reconocimientos a nivel nacional, estatal y local. Fue
nombrada finalista del Premio Pulitzer en 2008 y 2009. También ganó el National Headliner Award
por sus columnas sobre el cáncer de mama en 1999 y 2009.
Éste es su primer libro.
Ella vive en Cleveland, Ohio, con su esposo, Bruce.
Su sitio en la red es www.reginabrett.com
Título original: God Never Blinks
Traducción: Berenice García Lozano
© 2010, Regina Brett
Esta edición ha sido publicada mediante acuerdo con
Grand Central Publishing, Nueva York, NY, Estados Unidos.
Grand Central Publishing es una división de Hachette Book Group, Inc.
www.HachetteBookGroup.com
All rights reserved.
Derechos exclusivos en español para todo el mundo, y no exclusivos para Estados Unidos y Puerto
Rico
© 2011, Editorial Planeta Mexicana, S. A. de C. V.
Bajo el sello editorial DIANA M. R.
Avenida Presidente Masarik núm. 111, 2o. piso
Colonia Chapultepec Morales
C. P. 11570 México, D. F.
www.editorialplaneta.com.mx
Primera edición: abril de 2011
Tercera reimpresión: agosto de 2011
ISBN: 978-607-07-0680-6
Primera edición en formato epub: febrero de 2012
ISBN: 978-607-07-0997-5
Un agradecimiento especial por siguientes permisos:
Las columnas que originalmente aparecieron en el Plain Dealer se reimprimen con permiso de Plain
Dealer Publishing, Co. El Plain Dealer tiene los derechos de copyright de las columnas escritas por
Regina Brett, del año 2000 al 2009. Todos los derechos reservados.
Las columnas que originalmente aparecieron en el Beacon Journal se reimprimen con permiso de
Beacon Journal Publishing Co., Inc. El Beacon Journal tiene los derechos de copyright de las
columnas escritas por Regina Brett, desde el año1994 al 2000. Todos los derechos reservados.
El fragmento de “La historia de un padre”, de Andre Dubus, The Times Are Never Never So Bad,
copyright © 1983 (Boston: David R. Godine, Publisher, Inc., 1983), se reimprime con permiso.
El extracto de Alcohólicos Anónimos se reimprime con permiso de Alcoholics Anonymous World
Services, Inc. (AAWS). El permiso para reproducir este extracto que originalmente estaba en la
página 552 de la tercera edición, no significa que la AAWS ha revisado o aprobado el contenido de
esta publicación, o que la AAWS necesariamente esté de acuerdo con los puntos de vista expresados
aquí. A. A. sólo es un programa de recuperación del alcoholismo –la utilización de este extracto con
respecto a programas y actividades que están asociadas con A. A., pero que están dirigidos a otros
problemas o en otro contexto que no sea A. A., no se indica en otro respecto.
David Chilton, The Wealthy Barber: The Common Sense Guide to Successful Financial Planning
(Nueva York: Three Rivers Press, 1998). Extracto utilizado con permiso.
La cita de la Lección 31 está reimpresa con permiso del pastor Rick Warren.
No se permite la reproducción total o parcial de este libro ni su incorporación a un sistema
informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico,
mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los
titulares del copyright. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito
contra la propiedad intelectual (Arts. 229 y siguientes de la Ley Federal de Derechos de Autor y
Arts. 424 y siguientes del Código Penal).

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