“Cuando hemos aprendido cómo
escuchar a los árboles, entonces la brevedad y la rapidez y la precipitación
infantil de nuestros pensamientos alcanzan una dicha incomparable” afirmaba el
genial escritor alemán.
Es difícil desasociar la sensibilidad artística de aquella que nos
permite apreciar, y abrazar, el alma de la naturaleza. Incluso podríamos
afirmar que la esencia primigenia de la estética, de las artes y de nuestras
múltiples abstracciones en torno a la belleza, se origina en esa perfección
retórica que pregonan las caídas de agua, las estructuras florales, los
imperturbables desiertos o las intrigantes selvas.
Tomando en cuenta lo anterior, no debiera sorprendernos que Herman
Hesse, el genial autor alemán, haya sido capaz de hilar un tributo literario a
los árboles; esos pilares que irradian la más reconfortante sabiduría. Este
fragmento fue tomado de su libro
Wanderung: Aufzeichnungen (Berlin: Fischer,
1920; traducido al inglés como Wandering: Notes and Sketches y al español como
El caminante).
En sus copas susurran el mundo, sus raíces descansan en lo infinito,
pero no se pierden en él, sino que persiguen con toda la fuerza de su
existencia una sola cosa: cumplir su propia ley, que reside en ellos,
desarrollar su propia forma, representarse a sí mismos. Nada hay más ejemplar y
más santo qué un árbol hermoso y fuerte. Cuando se ha talado un árbol y éste
muestra al mundo su herida mortal, en la clara circunferencia de su cepa y
monumento puede leerse toda su historia: en los cercos y deformaciones están
descritos con facilidad todo su sufrimiento, toda la lucha, todas las
enfermedades, toda la dicha y prosperidad, los años frondosos, los ataques
superados y las tormentas sobrevividas. Y cualquier campesino joven sabe que la
madera más dura y noble tiene los cercos más estrechos, que en lo alto de las
montañas y en peligro constante crecen los troncos más fuertes, ejemplares e
indestructibles.
Herman Hesse en Montagnola, 1919
Los árboles son santuarios. Quien sabe hablar por ellos, quien sabe
escucharles, aprende la verdad. No predican doctrinas y recetas; predican
indiferentes al detalle, la ley primitiva de la vida.
Un árbol dice: en mi vida se oculta un núcleo, una chispa, un
pensamiento, soy vida de la vida eterna. Es única la tentativa y la creación
que ha osado en mí la Madre Tierra. Mi misión es dar forma y presentar lo
eterno en mis marcas singulares.
Un árbol dice: mi fuerza es la confianza. No sé nada de mis padres, no
sé nada de miles de retoños que todos los años provienen de mí. Vivo hasta el
fin del secreto de mi semilla, no tengo otra preocupación. Los árboles tienen
pensamientos dilatados, prolijos y serenos, así como una vida más larga que la
nuestra. Son más sabios que nosotros, mientras no les escuchamos. Pero cuando
aprendemos a escuchar a los árboles, la brevedad, rapidez y apresuramiento
infantil de nuestros pensamientos adquieren una alegría sin precedentes. Quien
ha aprendido a escuchar a los árboles, ya no desea ser un árbol. No desea ser
más que lo que es.
gracias a faena
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