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26 de marzo de 2020

La tragedia y el yo civilizado


Alejandro Lodi
(marzo 2020)

El sentimiento de tragedia surge en una conciencia civilizada. Nuestras construcciones culturales (nuestras ideas, creencias, modelos y costumbres) generan una ilusión convincente: el futuro previsible. Gracias a ella, la angustia de la incertidumbre cede. Pero cuando nos enfrentamos cara a cara al hecho trágico quedamos expuestos al vacío de certezas, aturdidos y desconsolados, sin razones que expliquen ni visiones que sepan y contengan. La imprevisible fuerza de la vida,
creativa y destructiva, nos recuerda que está (y estamos) más allá de toda planificación. La tragedia es el colapso de la ocurrencia de construir un futuro.
La conciencia civilizada es la conciencia de un yo. Es lo que permite conformar un proyecto personal: generar deseos, proponerse logros, alcanzar metas y, fundamentalmente, construir un modelo de lo que nuestra vida “debería ser”. Evaluamos los acontecimientos de nuestra vida según confirman o frustran los planes que tenemos sobre ella. En la medida en que el proyecto personal se cumple, nos consideramos felices y realizados. En cambio, la desgracia y la desdicha sobrevienen cuando las circunstancias nos obligan a abandonar toda expectativa, y quedamos rotos sin posibilidad de reparación alguna.
Por cierto, la conformación de individuos identificados con una imagen de sí mismos, la posibilidad de crearnos como personalidades, representa un progreso evolutivo de la conciencia humana. Gracias a esa conquista podemos explorar dimensiones de la vida consciente que están más allá de los condicionamientos de nuestras necesidades básicas de supervivencia. La civilización, la condición de ser personas que viven en una sociedad y en una cultura, genera el beneficio de un aquietamiento del estado de alerta permanente ante las amenazas exteriores, propio de la vida en contacto directo con la naturaleza. Fruto de esa calma, surge una sensibilidad capaz de abordar el desafío de percibir quiénes somos más allá de organismos conscientes condicionados a reaccionar al medio ambiente. El yo permite que la angustia del estricto presente ceda, generar seguridad y previsión, y, entonces, construir futuro.
Sin embargo, en el despliegue de esa exploración, el yo civilizado termina por disociarse de aquel estado de vida salvaje que constituye su origen primitivo. El recuerdo de la pertenencia a ese origen queda velado. La arbitrariedad destructiva de la fuerza de la vida queda en sombra. Identificados con nuestras proyecciones de futuro, nos disociamos del presente. Nuestra vida solo cobra sentido si se confirman los planes del yo civilizado. Ese sentido de nuestra vida, esa dirección organizada en un sistema de creencias adquirido y conformado en los mitos de nuestra cultura, queda reducido a las experiencias que avalen nuestra imagen y nuestras previsiones, y será incapaz de responder al contacto con la fuerza vital –espléndida y tremenda– de la que se ha disociado. Ese sentido de la vida organizado por el yo civilizado colapsa frente a la cruda vitalidad, al horror inesperado e injusto, a la sorpresiva tragedia, al contacto directo con el carácter salvaje de la existencia. Y su colapso indicará el oportuno momento de la emergencia de un sentido de otro orden, de una dirección vital que brota del mismo espanto.
La epopeya de la personalidad, la conquista evolutiva de ser conciencias individuales que se desarrollan en una cultura, representa, al mismo tiempo, expansión de sentido y distorsión de sentido. Implica una expansión respecto al estado primitivo de indiferenciación con la naturaleza que nos mantenía condicionados a la reacción por la supervivencia. Pero indica una distorsión respecto al pulso de la vida natural y a que su orgánica manifestación coincida con los objetivos que trazó la personalidad.
La experiencia de la tragedia simboliza una indeseada oportunidad de reparar esa disociación con la fuerza terrible de la vida. Indeseada para la personalidad, oportuna para el alma. El mismo hecho que lleva a que la personalidad viva el extravío existencial más absoluto revela la más sorprendente y plena orientación del alma.

(Fragmento de “Quirón y el don de la herida”, Editorial Kier, pag. 53-55).

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