Alejandro Lodi
(marzo 2020)
El sentimiento de tragedia surge en una conciencia
civilizada. Nuestras construcciones culturales (nuestras ideas, creencias,
modelos y costumbres) generan una ilusión convincente: el futuro previsible.
Gracias a ella, la angustia de la incertidumbre cede. Pero cuando nos
enfrentamos cara a cara al hecho trágico quedamos expuestos al vacío de
certezas, aturdidos y desconsolados, sin razones que expliquen ni visiones que
sepan y contengan. La imprevisible fuerza de la vida,
creativa y destructiva,
nos recuerda que está (y estamos) más allá de toda planificación. La tragedia
es el colapso de la ocurrencia de construir un futuro.
La conciencia civilizada es la conciencia de un yo. Es
lo que permite conformar un proyecto personal: generar deseos, proponerse logros,
alcanzar metas y, fundamentalmente, construir un modelo de lo que nuestra vida
“debería ser”. Evaluamos los acontecimientos de nuestra vida según confirman o
frustran los planes que tenemos sobre ella. En la medida en que el proyecto
personal se cumple, nos consideramos felices y realizados. En cambio, la
desgracia y la desdicha sobrevienen cuando las circunstancias nos obligan a
abandonar toda expectativa, y quedamos rotos sin posibilidad de reparación
alguna.
Por cierto, la conformación de individuos identificados
con una imagen de sí mismos, la posibilidad de crearnos como personalidades,
representa un progreso evolutivo de la conciencia humana. Gracias a esa
conquista podemos explorar dimensiones de la vida consciente que están más allá
de los condicionamientos de nuestras necesidades básicas de supervivencia. La
civilización, la condición de ser personas que viven en una sociedad y en una
cultura, genera el beneficio de un aquietamiento del estado de alerta
permanente ante las amenazas exteriores, propio de la vida en contacto directo
con la naturaleza. Fruto de esa calma, surge una sensibilidad capaz de abordar
el desafío de percibir quiénes somos más allá de organismos conscientes
condicionados a reaccionar al medio ambiente. El yo permite que la angustia del
estricto presente ceda, generar seguridad y previsión, y, entonces, construir
futuro.
Sin embargo, en el despliegue de esa exploración, el
yo civilizado termina por disociarse de aquel estado de vida salvaje que
constituye su origen primitivo. El recuerdo de la pertenencia a ese origen
queda velado. La arbitrariedad destructiva de la fuerza de la vida queda en
sombra. Identificados con nuestras proyecciones de futuro, nos disociamos del
presente. Nuestra vida solo cobra sentido si se confirman los planes del yo
civilizado. Ese sentido de nuestra vida, esa dirección organizada en un sistema
de creencias adquirido y conformado en los mitos de nuestra cultura, queda
reducido a las experiencias que avalen nuestra imagen y nuestras previsiones, y
será incapaz de responder al contacto con la fuerza vital –espléndida y
tremenda– de la que se ha disociado. Ese sentido de la vida organizado por el
yo civilizado colapsa frente a la cruda vitalidad, al horror inesperado e
injusto, a la sorpresiva tragedia, al contacto directo con el carácter salvaje
de la existencia. Y su colapso indicará el oportuno momento de la emergencia de
un sentido de otro orden, de una dirección vital que brota del mismo espanto.
La epopeya de la personalidad, la conquista evolutiva
de ser conciencias individuales que se desarrollan en una cultura, representa,
al mismo tiempo, expansión de sentido y distorsión de
sentido. Implica una expansión respecto al estado primitivo de
indiferenciación con la naturaleza que nos mantenía condicionados a la reacción
por la supervivencia. Pero indica una distorsión respecto al pulso de la vida
natural y a que su orgánica manifestación coincida con los objetivos que trazó
la personalidad.
La experiencia de la tragedia simboliza una indeseada
oportunidad de reparar esa disociación con la fuerza terrible de la vida.
Indeseada para la personalidad, oportuna para el alma. El mismo hecho que lleva
a que la personalidad viva el extravío existencial más absoluto revela la más
sorprendente y plena orientación del alma.
(Fragmento de “Quirón y el
don de la herida”, Editorial Kier, pag. 53-55).
No hay comentarios:
Publicar un comentario