Sólo tenía cinco años de edad cuando se quedó huérfano y fue acogido en un monasterio. Se convirtió en novicio y con los años se hizo monje.
Tenía unas
sobresalientes dotes para la búsqueda espiritual, la comprensión de los textos
sagrados y la concentración de la mente. Además de ser muy inteligente,
destacaba, sobre todo, por ser una criatura siempre cariñosa y afable.
Cierto día el abad
hizo llamar al monje y le dijo:
—La naturaleza ha sido sumamente generosa contigo.
Tu cuerpo es fuerte y
sano, tu mente es muy brillante, y tu corazón es amoroso y compasivo. No me extraña
que a todos les guste tu presencia en nuestro monasterio y te hayas ganado el
afecto de todos los que aquí estamos.
Estás capacitado para
tantas actividades que de hecho no sé qué labor encomendarte. Estoy seguro de
que podrías llevar a cabo cualquiera con toda perfección. A veces pienso que
deberías dedicarte a la enseñanza y otras, en cambio, a cotejar y traducir
textos sagrados; en ocasiones considero que deberías dirigir el dispensario y
otras predicar la Doctrina. Eres asimismo la persona más capacitada para en su
día sucederme. Creo que debes ser tú mismo el que decida qué tarea desempeñar.
El monje, sin dudarlo
un instante, dijo:
—Lavandero.
—¿Lavandero? –preguntó
el abad verdaderamente perplejo y sin poder creer lo que escuchaba–.
¿Lavandero?
—Sí, lavandero
–aseveró el monje. Desilusionado, el abad preguntó:
—Pero ¿por qué
precisamente lavandero?
El monje repuso:
—Porque así los demás
me traerán su ropa para que la lave y luego se la llevarán. De ese modo, nada
tendré que me pertenezca y seré libre. La ropa viene y la ropa se va. Nada
quiero retener. Mi deseo es convertirme en el monje lavandero.
Reflexión
Una de las grandes
asignaturas pendientes en la mayoría de los seres humanos es la de saber soltar.
Hay que aprender a asir –cuando llega la ocasión– y a soltar–cuando tal es
necesario–. Como las olas vienen y parten y las nubes pasan por el cielo, los
acontecimientos y personas surgen y se desvanecen en nuestras vidas y hay que
saber dejar ir, soltar, armonizar. Todo fluye. Nadie puede detener o empujar el
río. Hay pocas cualidades tan nocivas e innobles como la avaricia. El
avaricioso sólo quiere retener, acumular, sumar, y pone todo su ser en esa
orientación de avaricia que le aleja de sus energías de cooperación y
solidaridad. No es lo que es, sino lo que tiene. No confía en sí mismo, sino en
sus posesiones. No sabe soltar y, sin embargo, tendrá que liberar incluso su
cuerpo. Hay un modo bien distinto de acumulación. Se trata de acumular sabiduría,
méritos, quietud y generosidad. Como no es adquirido, sino que se amontona
dentro de uno, no se puede perder. Una de las peores enfermedades de la mente
es la avaricia; uno de los antídotos más eficientes es la esplendidez.
Cincuenta cuentos para
Meditar y Regalar
Ramiro A. Calle
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