17/03/ 1938 -6/01/1993, 54 años
Era el olor de mi piel que cambiaba, era prepararse antes de clase, era
escapar de la escuela y después de trabajar en los campos con mi padre porque
éramos diez hermanos, hacer esos dos kilómetros caminando para llegar a la
escuela de baile.
Nunca iba a ser bailarín, no podía permitirme ese sueño, pero allí estaba, con mis zapatos consuntos en los pies, con mi cuerpo abriendose a la música, con la respiración que me hacía sobre las nubes. Era el sentido que le daba a mi ser, era estar ahí y hacer de mis músculos palabras y poesía, era el viento en mis brazos, eran los otros chicos como yo que estaban allí y tal vez no iban a ser bailarines, pero nos cambiábamos el sudor, silencios, a esfuerzo. Durante trece años estudié y trabajé, sin audiciones, sin nada, porque necesitaba mis brazos para trabajar en los campos. Pero a mí no me importaba: yo
aprendía a bailar y danzaba porque me era imposible no hacerlo, me era imposible pensar que estaba en otro lugar, de no sentir la tierra transformándose bajo mis plantas de los pies, imposible no perderme en la música, imposible no usar mis ojos para mirar al espejo, para probar nuevos pasos. Cada día me levantaba con el pensamiento del momento en el que iba a poner los pies dentro de las zapatillas y hacía todo pregustando ese momento. Y cuando estuve allí, con el olor a alcanfor, madera, mallas, fui un águila en el techo del mundo, fui el poeta entre los poetas, estaba en todas partes y estaba todo.Recuerdo a una bailarina Elèna Vadislowa familia rica bien cuidada
hermosa. Ella quería bailar como yo, pero luego me di cuenta que no era así.
Ella bailaba para todas las audiciones, para el espectáculo de fin de curso,
para los profesores que la miraban, para rendir homenaje a su belleza. Se
preparó dos años para el concurso Djenko. Las expectativas estaban todas sobre
ella. Dos años en los que sacrificó parte de su vida. No ganó el concurso. Dejó
de bailar para siempre. No se quedó la derrota. Esa era la diferencia entre
ella y yo. Yo bailaba porque era mi creencia, mi necesidad, mis palabras que no
decía, mi esfuerzo, mi pobreza, mi llanto. Yo bailaba porque solo allí mi ser
derribaba los límites de mi condición social, de mi timidez, de mi vergüenza.
Yo bailaba y estaba con el universo en las manos, y mientras estaba en la
escuela, estudiaba, araba los campos a las seis de la mañana, mi mente
soportaba porque estaba borracha de mi cuerpo que captaba el aire.
Yo era pobre, y desfilaban ante mí chicos actuando en concursos,
vestidos nuevos, hacían viajes. No lo sufría, mi sufrimiento habría sido
impedirme entrar a la sala y sentir mi sudor salir por los poros faciales. Mi
sufrimiento habría sido no estar, no estar allí, rodeado de ese poema que solo
la sublimación del arte puede dar. Fui pintor, poeta, escultor.
El primer bailarín de fin de año salió herido. Yo era el único que sabía
cada movimiento porque chupaba, en silencio cada paso. Me hicieron usar su
ropa, nueva, brillante, y me dijieron después de trece años, la responsabilidad
de demostrar. Nada fue diferente en aquellos momentos que bailé en el
escenario, estaba como en el salón con mi ropa perdida. Estaba y actuaba, pero
era bailar que a mí me importaba. Los aplausos me alcanzaron lejos. Detrás de
escena, lo único que quería era quitarme esa malla incómoda, pero me alcanzaron
los cumplidos de todos y tuve que esperar. Mi sueño no fue diferente al de las
otras noches. Había bailado y quien me estaba viendo era solo una nube lejana
en el horizonte. Desde ese momento mi vida cambió, pero no mi pasión y
necesidad de bailar. Seguía ayudando a mi padre en los campos aunque mi nombre
estaba en la boca de todos. Me convertí en uno de los astros más brillantes de
la danza.
Ahora sé que tendré que morir, porque esta enfermedad no perdona, y mi
cuerpo está atrapado en un cochecito, la sangre no circula, pierdo de peso.
Pero lo único que me acompaña es mi danza mi libertad de ser. Aquí estoy, pero
yo bailo con la mente, vuelo más allá de mis palabras y de mi dolor. Yo danzo
mi ser con la riqueza que sé que tengo y que me seguirá a todas partes: la de
haberme dado a mí mismo la oportunidad de existir por encima de la fatiga y
haber aprendido que si se siente cansancio y esfuerzo bailando, y si nos se
sienta por el esfuerzo, si compadecemos nuestros pies sangrando, si solo
persiguen el destino y no comprendemos el pleno y único placer de movernos, no
entendemos la profunda esencia de la vida, donde el significado está en su devenir
y no en aparecer. Todo hombre debería bailar toda su vida. No seas bailarín,
sino bailar.
Quién nunca conocerá el placer de entrar en una sala con barras de
madera y espejos, quién deja porque no obtiene resultados, quién siempre
necesita estímulos para amar o vivir, no ha entrado en la profundidad de la
vida, y abandonará cada vez que la vida no le regalará lo que él desea. Es la
ley del amor: se ama porque se siente la necesidad de hacerlo, no para obtener
algo o ser correspondido, de lo contrario se destinó a la infelicidad. Estoy
muriendo, y gracias a Dios por darme un cuerpo para bailar para que no
desperdiciara ni un momento del maravilloso regalo de la vida.
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