POR: JUAN PABLO CARRILLO HERNÁNDEZ
Hace unos años era popular el mote "la sociedad del conocimiento" para describir a la sociedad que supuestamente surgiría con el Internet y las tecnologías de la información. Hoy esta aseveración resulta casi ridícula. Y parece más apropiado, si no el "sociedad de la ignorancia" (que hemos discutido aquí antes), al menos sí el intermedio "sociedad de la opinión".
Antes de morir, Umberto Eco criticó severamente el surgimiento de lo que llamó la invasión de los necios:
Las redes sociales le dan el derecho de hablar a
legiones de idiotas que primero hablaban sólo en el bar después de un vaso de
vino, sin dañar a la comunidad. Ellos eran silenciados rápidamente y
ahora tienen el mismo derecho a hablar que un Premio Nobel. Es la invasión
de los necios.
En la era de lo políticamente correcto,
todos debemos ser "iguales", y al parecer esto incluye también
igualdad intelectual. Todos tienen el derecho de opinar y más aún de ser
oídos, aunque esto llene los canales de ruido y de información chatarra. Quizá
Aldous Huxley no se equivocaba cuando sugirió que en el futuro el problema
sería no ya la censura y la represión, sino la inundación de lo inane: una
sociedad ahogada en la distracción, en un mar de insignificancia.
Manuel Gil Antón, profesor del COLMEX, dijo
en el contexto de la discusión sobre la reforma educativa en julio del año
pasado: "Menos parloteo y más silencio para oír a
los que saben". Aunque para algunos parezca paradójico, en la búsqueda de
la justicia, el orden y el bienestar colectivo es necesario jerarquizar y dar
el lugar que corresponde a aquellas personas que tienen mayores
conocimientos. Hacer
silencio, como notó Kierkegaard, es la cura al problema moderno,
tanto en un sentido individual (y espiritual) como social (y político). Hacer
silencio aquí significa primero escuchar, poner atención, no distraerse,
profundizar en el pensamiento. No opinar, abrirse al conocimiento.
Seguramente resultará enriquecedor remitirse a la
distinción clásica entre opinión y conocimiento que hace Platón en La
república, en el contexto de una sociedad o ciudad justa. Para Platón,
aquellos que se deleitan solamente en las experiencias de los sentidos, en los
colores, en las figuras y en todos los objetos que las artes producen (lo que
hoy llamaríamos el consumismo), no acceden realmente al conocimiento. Suyo
es solamente el mundo del cambio, del devenir, de lo impermanente. El hombre que
sabe es, en cambio, aquel que es capaz de observar tanto la cosa como aquello
en lo que participa la cosa. Es decir, aquel que contempla la
forma, idea o arquetipo que se manifiesta en una
imagen particular, pero que persiste en su unidad inmutable. Por ejemplo,
aquel que no sólo contempla los cuerpos bellos, sino que contempla y estudia
racionalmente la idea de la belleza en sí; aquel que contempla el ideal de
la justicia o del bien, y se rige por esta idea trascendente y no de manera
cambiante según la veleidad momentánea. El que sabe es aquel que contempla lo
universal, lo que siempre es bueno, bello y verdadero y no es contingente a la
circunstancia y los apetitos y deseos mutables. Y Platón hace otras
tres importantes distinciones: el conocimiento es de aquello que es,
mientras que lo propio de la opinión no es el ser como tal sino el devenir, lo
que cambia y por lo tanto no tiene la misma cualidad ontológica, de la misma
manera que no se puede confiar mucho en el humor de una turba; el conocimiento
es de aquello que es uno, mientras que la opinión es de lo múltiple; el
conocimiento es aquello que se busca en sí mismo, es lo propio del filósofo que
ama el conocimiento en sí, en cambio la opinión es lo que tiene una
relación utilitaria o instrumental con las cosas. De una manera más
moderna, diríamos que el que conoce es el que sabe ver el patrón que subyace y
no se deja llevar por el calor del momento y las manifestaciones
superficiales de un fenómeno, pues tiene una educación que le permite ver la
fuente u origen del cual surge lo particular. Una de las cualidades
que Platón siempre enaltece es la memoria. La tiranía de la opinión es
justamente la tiranía de lo nuevo, de lo que no está supeditado a una tradición
o a una escuela de pensamiento, de lo que no se acuerda del origen y evolución
de una idea.
No entraremos aquí en la compleja discusión
filosófica que conlleva el pasaje anterior -si existen los universales, si las
ideas son trascendentes, si el cambio es ilusorio, etc.-; sólo nos
concentraremos en lo que es más relevante para nuestra época y argumento. Y eso
es la visión de que existen valores que no son relativos. Esto es sobre
todo relevante en nuestra época de las noticias falsas o de la
posverdad: la noción de que la verdad existe, de que la realidad puede ser
conocida y comunicada y no es meramente una convención. La sociedad de la
opinión se predica, en gran medida, bajo la creencia de que la verdad es
totalmente relativa y de que no existen valores que trasciendan un
contexto o una época. La filosofía clásica nos diría que existen cosas
como lo bello, lo bueno y lo verdadero -independientemente de si estas ideas
existan más allá del mundo sensible- y que estas ideas o ideales son aplicables
siempre de manera positiva, para el mejoramiento de una persona o alma.
Igualmente, hay personas que por sus méritos filosóficos o científicos conocen
lo verdadero, bello y bueno, y estas personas, si nos regimos racionalmente,
deberían tener un papel de liderazgo y por ello mismo su conocimiento debería imponerse
y privilegiarse a las opiniones de la masa.
Platón utiliza la alegoría de un barco en el que
se presenta un motín. El dueño del barco no tiene realmente conocimientos de
navegación y está sordo y casi ciego y los marineros empiezan a agitarse y
lo encadenan. Entonces se hace bulla para ver quién va a capitanear la
nave y todos tienen opiniones, pero finalmente empiezan a alabar no a aquel que
muestra conocimientos, sino a aquel que parece ser más astuto en idear cómo
podrá tomar el control de la nave. Los marineros no saben que para realmente
llevar a buen puerto un barco hay que tener conocimientos del arte de la
navegación, de meteorología, astronomía y demás. Incluso, cuenta Sócrates,
empiezan a dudar de que tal cosa como tener el auténtico conocimiento de
piloto es posible. Así entonces, el verdadero piloto pasa desapercibido y
sólo podemos imaginar el destino desastroso de tal navegación. Todo lo más
porque el que sabe no suele enfrascarse en el bullicio, pues "no es
natural para un piloto rogarles a marineros para que le cedan el
timón, ni tampoco que el sabio vaya a las puertas del rico". En realidad,
nos dice Platón, lo contrario es lo correcto: el hombre enfermo debe ir en
busca del doctor.
Esta historia ilustra muy bien la condición actual
de la sociedad de la opinión. Al considerar que la verdad es relativa,
devaluamos el conocimiento y nos ponemos en manos de la tiranía de la opinión,
arriesgándonos a naufragar como sociedad por defender el valor de la
autoexpresión por sobre todos los demás. Curiosamente, este
"valor" de autoexpresión es el mejor combustible para el capitalismo
digital en el que que el nuevo combustible de la economía son justamente
los datos que producen las personas en línea, opinando y consumiendo entretenimiento.
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