Las enseñanzas rosacruces proclaman que el hombre es un espíritu inmortal hecho a imagen de Dios. Porque, ¿no se nos ha dicho, en el versículo 26 del capítulo primero del Génesis, que Dios dijo: Hagamos al hombre a nuestra imagen?” Por tanto, si Dios es espíritu y el hombre está hecho a su imagen, ¿podemos seguir negando que el hombre no pueda morir o que si muriese moriría una parte de Dios? ¿Puede alguien imaginar a un Gran espíritu que crease un ser como el hombre, a su propia imagen, y luego le permitiese morir? ¿Podría tal hombre llegar a ser él mismo un creador, como Dios lo destinó a ser, si una vida terrestre constituyese toda su existencia y si, cuando hubiera vivido sus setenta años saliese de la misma sin ninguna posibilidad de llegar a ser perfecto como su Padre celestial? Si uno se detiene a reflexionar sobre esta materia, se convence de que el hombre también ha de seguir evolucionando, aprendiendo, con el fin de llegar a ser omnisciente como su Padre en el cielo lo es, y de que eso no puede lograrse en una corta vida de unos cuantos años. Para aprender esas lecciones en la Tierra, sobre la que Dios le dio poder, el hombre ha de volver una y otra vez y, en cada encarnación, ha de cargar con su cruz de materia, su cuerpo físico.
El hombre ha de aprender, mediante su cuerpo físico, a
convertirse en un creador como su Padre en el cielo. Ésa es la herramienta que
utiliza en sus esfuerzos por aprender las numerosas lecciones de vida, con el
fin de ser reconocido como hijo por su Padre celestial. Pero esa herramienta,
el cuerpo físico, se cansa y se agota; y es necesario darle al espíritu un
tiempo para poder digerir y asimilar toda la experiencia adquirida en la
Tierra. Por eso Dios ha dispuesto que el espíritu salga de su vieja vestimenta
desgastada y funcione en su cuerpo espiritual. Cuando eso ocurre, el hombre,
con su limitada visión, se aflige por el cambio; y le parece la despedida final
el hecho de que se desintegre el viejo y desgastado vestido de un ser querido,
y pueda funcionar en un traje o cuerpo más etérico, en el que no esté limitado
por la distancia, ni sea la materia física una barrera infranqueable para su
desplazamiento. Éste es el cuerpo espiritual del que habla Pablo en II
Corintios, un edificio no hecho por las manos de los hombres, eterno en los
cielos.
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