Cuanto más observo nuestro modo de vida, más me
convenzo de la necesidad del silencio como disciplina para lograr contactos
internos que nos revelen las verdades ocultas de nuestra naturaleza divina y
nos muestren el sendero hacia los planos de luz. Los ruidos nos persiguen por todas
partes, ruidos de máquinas, música estridente, voces que en vez de hablar,
gritan. Y nosotros, sin darnos cuenta, vamos elevando la voz y nos sumamos al
ruido contaminante que todo lo penetra y va cerrando las puertas internas que
nos conectan con nuestro ser.
El cielo está
esperando para habitarnos. El trabajo de los círculos superiores está listo
e
sperando que el ser humano genere un espacio en donde descender. Nuestro Ser
Superior no puede manifestarse hasta que la personalidad haga el trabajo
correspondiente. Y este trabajo necesita el silencio como base para
desarrollarse.
El trabajo
discipular es como el trabajo de un escultor. Va sacando de la piedra aquello
que le sobra para revelar la escultura que, en nuestro caso, es el rostro de
luz de nuestra alma. Vivimos pensando que nos falta algo cuando lo que sucede
es que nos sobran pensamientos, palabras, objetos, deseos, movimientos...
El objetivo de
la meditación es lograr un silencio interno y una paz tan profunda que podamos
unirnos a nuestro ser Superior, la quintaesencia de Dios mismo y entonces,
participar en la vida del cosmos, nuestro verdadero hogar. La Tierra viaja por
el espacio etérico, y nosotros, sus habitantes, recorremos senderos de
estrellas.
La realidad del
Cosmos es un imán que ha guiado mi vida. Recuerdo lo que sentía cuando niña,
allá en Puerto Rico, al mirar las estrellas. Era un gozo casi físico, porque me
desplazaba y mi mente creaba hermosas fantasías. Creo que esto fue lo que me
hizo ser una niña ausente, silenciosa. Lo fui perdiendo a medida que fui
creciendo, quizás porque las luces de las ciudades ocultan las estrellas,
quizás porque el sentido de asombro de la niñez se pierde de adulto, no lo
sé...pero se me quedó en el alma el recuerdo imborrable de ese desplazarme en
el cosmos, de ese fluir libre... Ahora me doy cuenta que fueron mis
meditaciones infantiles, porque el silencio que se logra en la meditación
permite ese desplazamiento, ese circular libre, tan parecido a aquellas
sensaciones de la niñez, nostalgias cósmicas que quedan grabadas en el alma
humana.
Somos seres
cósmicos, solares, sumergidos en un mar de tejidos, huesos, instintos,
emociones y pensamientos que nos ocultan de nosotros mismos. Nuestra conciencia
se fragmenta entre océanos de nombres, detalles, personajes de la vida
material. Vamos en pos de lo divino a través de los detalles, de lo externo, de
la personalidad del Maestro que nos guía, sin darnos cuenta que lo que
necesitamos es un silencio profundo para encontrarnos a nosotros mismos como la
Presencia que todo lo abarca y que habita en la unidad de la vida.
Y nosotros
hablamos, hablamos, hablamos... y esperamos que nos hablen. Parece que es obligación hablar cuando nos
juntamos porque no sabemos compartir el silencio. Una vez fuimos a visitar a un
ser muy especial cuya práctica espiritual contempla el silencio y la vigilia
como pilares fundamentales. Y uno de los compañeros del grupo no paró de
hablar. Habló y habló de cosas sin importancia porque no comprendió que
estábamos allí para compartir el silencio y de esta manera, poder comunicarnos
desde el alma.... Confieso que hasta visualicé una mano color violeta que le
tapaba la boca a ver si se callaba pero no funcionó. Fue una oportunidad perdida que todavía lamento.
Cuando la
persona va acercándose más al alma, a su
ser superior, más necesidad tiene de silencio y más le atormentan los ruidos
externos. Decía el Maestro Omraam Mikhael Aivanhov que el ruido mantiene a los
seres humanos en las regiones bajas de la psique humana y los previene de entrar
al mundo sutil, que el silencio es el lenguaje de la perfección mientras que el
ruido es la expresión de un defecto o una anomalía, o el reflejo de una vida
desorganizada y anárquica. Y añadía que en la presencia del ruido su único
deseo era abandonar el lugar e irse lo más lejos posible...
Escucha los
sonidos de la Naturaleza. Ellos te conectan con el silencio porque resaltan el
estado de silencio en el que ella se encuentra. Mi pasión por el Monte Shasta,
al norte de California, se debe a que allí he podido percibir el silencio como
en ningún otro lugar. Las grandes montañas de la Tierra son templos de
silencio. Recuerdo cuando estuve en el gran Chimborazo, en Ecuador y su danza
de nubes que nos sumergió en un profundo silencio. Y cuando, por el sur del
sur, frente al Aconcagua, quise hacer unos decretos y la voz se enmudeció en mi
garganta. Me uní tanto a esa Gran Montaña que el silencio me habitó por un
instante.
En el silencio
y sólo en el silencio podemos sentir que la vida circula en una eterna danza y
nos une en redes mágicas que expresan un sus diseños maestros la divina
destreza del Gran Arquitecto del Universo.
Digamos como
dice el Maestro E.K. en su magistral oración: “Que el silencio en mí y a mi
alrededor se haga presente, el silencio que rompemos a cada instante, que llene
la oscuridad del ruido que hacemos y la convierta en la luz de nuestro
trasfondo.”
Con amor
profundo,
Carmen Santiago
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