Alejandro Lodi
(marzo 2020)
La percepción de una amenaza externa genera cohesión
interna. Disuelve divergencias y promueve convergencias. La ley primera de
Fierro: unión fraterna “adentro” para no ser devorados por “los de afuera”. El
cese de la pelea entre hermanos que hasta recién parecían odiarse, como
condición para no sucumbir frente al enemigo común. El riesgo de ese enemigo
pone a prueba el sentimiento de comunidad. Si es frágil, triunfará el enemigo.
Si es sólido, en cambio, existirá reconocimiento del otro y de una causa común
que favorecerá la victoria.
Se trata del patrón psíquico más primitivo: el patrón
del enemigo. Es primitivo porque está íntimamente ligado a la supervivencia y,
por lo tanto, a la emoción del miedo. El patrón del enemigo no solo no es
racional, sino irracional (es decir, puede expresarse “en contra” de la razón).
Se activa en la psique personal y colectiva de un modo espontáneo ante el
registro de un contexto de amenaza a la comunidad de pertenencia. Pero también
puede ser provocado, obrado a voluntad por conciencias que quieran obtener un
beneficio de la alarma.
En 1982, la comunidad argentina vivía un desgarro
interno. La facción que ejercía el poder había pretendido controlarlo todo,
pero aquel sueño de hegemonía absoluta comenzaba desvanecerse y el horror de su
costo se hacía evidente. Deliberadamente se provocó el patrón del enemigo, de
un modo muy eficaz en lo inmediato, pero a extremos de desastre en definitiva.
En 1982, los ingleses fueron el enemigo al que se
recurrió para generar el sentimiento de unidad interna. La guerra y la amenaza
de otra nación como modo de obtener cohesión interna. Sabemos que fue euforia
primero y decepción después. Éxtasis colectivo y colapso. Lo que se imaginó
triunfo (y absolución de las culpas de la facción en el poder), terminó en
derrota (y el escarnio irreversible de la casta militar).
Y todo ocurrió en correspondencia con el tránsito
planetario de Saturno y Plutón en conjunción sobre el Ascendente en Libra de
Argentina.
En 2020, un nuevo gobierno inicia su ejercicio, en un
clima de polarización extrema entre facciones antagónicas, tan prolongada en el
tiempo que se sospecha estructural, acaso constitutiva: ¿en qué momento, de sus
200 años de historia, nuestra comunidad desalojó el conflicto fratricida? Pero,
de un modo no deliberado y externo, surge el enemigo común. No se trata de una
nación, ni de una guerra entre ejércitos. La amenaza letal es un virus. Una
épica sanitaria, antes que militar, que convoca a todos, que disuelve
diferencias y genera un sentimiento de unidad. El miedo y la necesidad de
convergencia para derrotar al enemigo común. Una invasión externa que
representa un peligro para la totalidad. Un riesgo, objetivo y auténtico, que
pone al descubierto la insuficiencia de una reacción aislada o sectorial, y que
reclama una acción colectiva y unánime. Ante el inminente ataque no caben
disidencias en la defensa.
Y todo ocurre en correspondencia con otro tránsito
planetario de Saturno y Plutón (el siguiente después de 1982), esta vez en
contacto con la oposición Luna-Sol de Argentina, y en cuadratura con su
Ascendente en Libra.
A finales de marzo, aún no sabemos la suerte de esta
batalla. Éxtasis de victoria o decepción de derrota. Pero surge la percepción
de que la empresa no es sólo sanitaria, sino también económica y política.
Aunque se triunfe sobre el virus, la decepción puede sobrevenir con la
conciencia del costo económico. Y que esa decepción active la búsqueda de
culpables “adentro”, con la recreación de las contradicciones internas
históricas (de ideología, de clase) y la polarización entre facciones políticas
que resuena y se reproduce en la vida doméstica de cada ciudadano.
Quizás la resiliencia de esta crisis sea despertar a
la conciencia de que la pobreza, la corrupción y el narcotráfico necesitan ser
abordados con el mismo sentimiento de enemigo común. Esto significa reconocer
que, a pesar de que existan personas que las promueven y reproducen en su
beneficio, la pobreza estructural, la corrupción sistematizada y el
narcotráfico son síntomas de un estado regresivo de la psique colectiva, de una
patología crónica en la forma de expresar la pulsión vital que anima a nuestra
comunidad. Pobreza, corrupción y narcotráfico nos interrogan acerca de nuestro
egoísmo, de nuestra voracidad y de nuestra soberbia omnipotente. Nuestras, no
ajenas. La pobreza, la corrupción y el narcotráfico delatan la carencia de
empatía y resonancia con el otro, el desprecio y la indiferencia por su suerte.
No resultan propiedad exclusiva de una facción o de un gobierno. Tanto como que
la decisión de suprimirlas no puede ser mérito de una facción o de un gobierno.
Una efectiva acción terapéutica sobre estas patologías sociales exige un amplio
consenso, un sentimiento de unidad en el que converjan nuestras diferencias, un
impulso transversal que congregue a las voluntades y capacidades de las
diversas fuerzas políticas. Revertir las condiciones de pobreza, corrupción y
narcotráfico de nuestro país requiere políticas de Estado, no líderes
mesiánicos. Es una empresa colectiva que no puede estar subordinada a réditos
personales o de facciones. Como la soberanía de Malvinas y la superación del
corona virus.
¿Por qué no sentimos a la erradicación de la pobreza,
de la corrupción y del narcotráfico como una causa común? ¿Por qué no podemos
verlos como “un enemigo común”, ante el cual se suspenden divergencias y se
concentran fuerzas y talentos..? Porque nuestra adhesión a ideologías de clase,
a identificaciones políticas que polarizan nuestra visión de realidad,
prevalece aun por sobre el sentimiento de comunidad. Habitamos ideas desde las
que prejuzgamos al otro. Sacrificamos el vínculo con los demás para confirmar
nuestros dogmas. Refugiados en nuestras creencias, no las exponemos ante los
hechos de la realidad, sino que hacemos lo contrario: construimos una realidad
para confirmar nuestras creencias. La fe prima por sobre el discernimiento, el
dogma por sobre el vínculo. Las posiciones fijas (sean ideológicas, religiosas
o políticas) se alimentan del supuesto de polos en conflicto excluyente. En
posiciones fijas nos ubicamos nosotros y en posiciones fijas ubicamos al otro.
Se trata del arcano imaginario religioso de la lucha entre el bien y el mal
absolutos. Desde ese imaginario, nuestras identidades “luminosas y angelizadas”
necesitan (y crean) a un otro “oscuro y demonizado”. La luz está en nuestra
facción, en nuestro grupo, en nuestro credo; la oscuridad es la otra facción,
el otro grupo, el otro credo.
Pobreza, corrupción y narcotráfico expresan una sombra
colectiva. Ponen en evidencia el actual estado del vínculo entre poder y
servicio público, entre pulsión vital y conciencia de ser parte de un sistema.
Es el símbolo de Plutón en Piscis y en casa VI de la carta natal que
compartimos en tanto miembros de esta nación, expresado de un modo patológico:
la función de servicio como medio de apropiarse de recursos y acumular poder
personal. ¿Podremos convertirlo en la experiencia del servicio público como
actividad de transformación y mejora de la vida de los demás, de entrega
intensa y empatía compasiva a favor de sanar el sufrimiento que atraviesa a la
comunidad..? Neptuno en tránsito por casa VI, en conjunción a la posición de
Quirón (ahora) y de Plutón (en los próximos años) en la carta de Argentina,
sugiere que vivimos un tiempo de alta sensibilidad colectiva, propicio para
abordar el desafío.
Sabemos del encanto de proyectar la sombra. De ver en
el otro, en el enemigo, toda la oscuridad que no nos animamos a confrontar en
el propio corazón. Es mucho más cómodo, no exige cuestionarnos a nosotros
mismos ni renunciar al patrimonio absoluto de lo luminoso. Es el poderoso narcótico
de la proyección de la sombra: neutralizamos cualquier peso que cargue nuestra
conciencia y confirmamos nuestra fascinada imagen. Proyectar la sombra es una
actividad que desarrollamos con gran entusiasmo, en lo personal y en lo social,
como individuos y como grupos.
Las crisis dolorosas simbolizan oportunidades para ser
conscientes de lo que ignorábamos, de reconocer que no somos la imagen que
tenemos de nosotros y que la realidad es otra. Esto permite, con dolor,
despertar a una nueva realidad, a una nueva sensación de ser, con
potencialidades que desconocíamos. Al romper los espejos en los que buscábamos
confirmarnos, las crisis tramitan nuevos talentos, revelan inéditas gracias. Es
el don de la resiliencia.
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