Alejandro Lodi
La percepción
de una amenaza externa genera cohesión interna. Disuelve divergencias y
promueve convergencias. La ley primera de Fierro: unión fraterna “adentro” para
no ser devorados por “los de afuera”. El cese de la pelea entre hermanos que
hasta recién parecían odiarse, como condición para no sucumbir frente al
enemigo común. El riesgo de ese enemigo pone a prueba el sentimiento de
comunidad. Si es frágil, triunfará el enemigo. Si es sólido, en cambio,
existirá reconocimiento del otro y de una causa común que favorecerá la
victoria.
Se trata del patrón psíquico más primitivo: el patrón del enemigo. Es primitivo porque está íntimamente ligado a la supervivencia y, por lo tanto, a la emoción del miedo. El patrón del enemigo no solo no es
racional, sino irracional (es decir, puede expresarse “en contra” de la razón). Se activa en la psique personal y colectiva de un modo espontáneo ante el registro de un contexto de amenaza a la comunidad de pertenencia. Pero también puede ser provocado, obrado a voluntad por conciencias que quieran obtener un beneficio de la alarma.En 1982, la
comunidad argentina vivía un desgarro interno. La facción que ejercía el poder
había pretendido controlarlo todo, pero aquel sueño de hegemonía absoluta
comenzaba desvanecerse y el horror de su costo se hacía evidente.
Deliberadamente se provocó el patrón del enemigo, de un modo muy eficaz en lo
inmediato, pero a extremos de desastre en definitiva.
En 1982, los
ingleses fueron el enemigo al que se recurrió para generar el sentimiento de
unidad interna. La guerra y la amenaza de otra nación como modo de obtener
cohesión interna. Sabemos que fue euforia primero y decepción después. Éxtasis
colectivo y colapso. Lo que se imaginó triunfo (y absolución de las culpas de
la facción en el poder), terminó en derrota (y el escarnio irreversible de la
casta militar).
Y todo ocurrió
en correspondencia con el tránsito planetario de Saturno y Plutón en conjunción
sobre el Ascendente en Libra de Argentina.
En 2020, un
nuevo gobierno inicia su ejercicio, en un clima de polarización extrema entre
facciones antagónicas, tan prolongada en el tiempo que se sospecha estructural,
acaso constitutiva: ¿en qué momento, de sus 200 años de historia, nuestra
comunidad desalojó el conflicto fratricida? Pero, de un modo no deliberado y
externo, surge el enemigo común. No se trata de una nación, ni de una guerra
entre ejércitos. La amenaza letal es un virus. Una épica sanitaria, antes que
militar, que convoca a todos, que disuelve diferencias y genera un sentimiento
de unidad. El miedo y la necesidad de convergencia para derrotar al enemigo
común. Una invasión externa que representa un peligro para la totalidad. Un
riesgo, objetivo y auténtico, que pone al descubierto la insuficiencia de una
reacción aislada o sectorial, y que reclama una acción colectiva y unánime.
Ante el inminente ataque no caben disidencias en la defensa.
Y todo ocurre
en correspondencia con otro tránsito planetario de Saturno y Plutón (el
siguiente después de 1982), esta vez en contacto con la oposición Luna-Sol de
Argentina, y en cuadratura con su Ascendente en Libra.
A finales de
marzo, aún no sabemos la suerte de esta batalla. Éxtasis de victoria o
decepción de derrota. Pero surge la percepción de que la empresa no es sólo
sanitaria, sino también económica y política. Aunque se triunfe sobre el virus,
la decepción puede sobrevenir con la conciencia del costo económico. Y que esa
decepción active la búsqueda de culpables “adentro”, con la recreación de las
contradicciones internas históricas (de ideología, de clase) y la polarización
entre facciones políticas que resuena y se reproduce en la vida doméstica de
cada ciudadano.
Quizás la
resiliencia de esta crisis sea despertar a la conciencia de que la pobreza, la
corrupción y el narcotráfico necesitan ser abordados con el mismo sentimiento
de enemigo común. Esto significa reconocer que, a pesar de que existan personas
que las promueven y reproducen en su beneficio, la pobreza estructural, la
corrupción sistematizada y el narcotráfico son síntomas de un estado regresivo
de la psique colectiva, de una patología crónica en la forma de expresar la
pulsión vital que anima a nuestra comunidad. Pobreza, corrupción y narcotráfico
nos interrogan acerca de nuestro egoísmo, de nuestra voracidad y de nuestra
soberbia omnipotente. Nuestras, no ajenas. La pobreza, la corrupción y el
narcotráfico delatan la carencia de empatía y resonancia con el otro, el
desprecio y la indiferencia por su suerte. No resultan propiedad exclusiva de
una facción o de un gobierno. Tanto como que la decisión de suprimirlas no
puede ser mérito de una facción o de un gobierno. Una efectiva acción
terapéutica sobre estas patologías sociales exige un amplio consenso, un
sentimiento de unidad en el que converjan nuestras diferencias, un impulso
transversal que congregue a las voluntades y capacidades de las diversas
fuerzas políticas. Revertir las condiciones de pobreza, corrupción y
narcotráfico de nuestro país requiere políticas de Estado, no líderes
mesiánicos. Es una empresa colectiva que no puede estar subordinada a réditos
personales o de facciones. Como la soberanía de Malvinas y la superación del
corona virus.
¿Por qué no
sentimos a la erradicación de la pobreza, de la corrupción y del narcotráfico
como una causa común? ¿Por qué no podemos verlos como “un enemigo común”, ante
el cual se suspenden divergencias y se concentran fuerzas y talentos..? Porque
nuestra adhesión a ideologías de clase, a identificaciones políticas que
polarizan nuestra visión de realidad, prevalece aun por sobre el sentimiento de
comunidad. Habitamos ideas desde las que prejuzgamos al otro. Sacrificamos el
vínculo con los demás para confirmar nuestros dogmas. Refugiados en nuestras
creencias, no las exponemos ante los hechos de la realidad, sino que hacemos lo
contrario: construimos una realidad para confirmar nuestras creencias. La fe
prima por sobre el discernimiento, el dogma por sobre el vínculo. Las
posiciones fijas (sean ideológicas, religiosas o políticas) se alimentan del
supuesto de polos en conflicto excluyente. En posiciones fijas nos ubicamos
nosotros y en posiciones fijas ubicamos al otro. Se trata del arcano imaginario
religioso de la lucha entre el bien y el mal absolutos. Desde ese imaginario,
nuestras identidades “luminosas y angelizadas” necesitan (y crean) a un otro
“oscuro y demonizado”. La luz está en nuestra facción, en nuestro grupo, en
nuestro credo; la oscuridad es la otra facción, el otro grupo, el otro
credo.
Pobreza,
corrupción y narcotráfico expresan una sombra colectiva. Ponen en evidencia el
actual estado del vínculo entre poder y servicio
público, entre pulsión vital y conciencia de ser
parte de un sistema. Es el símbolo de Plutón en Piscis y en casa VI de la
carta natal que compartimos en tanto miembros de esta nación, expresado de un
modo patológico: la función de servicio como medio de apropiarse de
recursos y acumular poder personal. ¿Podremos convertirlo en la
experiencia del servicio público como actividad de transformación y mejora de
la vida de los demás, de entrega intensa y empatía compasiva a favor de sanar
el sufrimiento que atraviesa a la comunidad..? Neptuno en tránsito por casa
VI, en conjunción a la posición de Quirón (ahora) y de Plutón (en los próximos
años) en la carta de Argentina, sugiere que vivimos un tiempo de alta
sensibilidad colectiva, propicio para abordar el desafío.
Sabemos del
encanto de proyectar la sombra. De ver en el otro, en el enemigo, toda la
oscuridad que no nos animamos a confrontar en el propio corazón. Es mucho más
cómodo, no exige cuestionarnos a nosotros mismos ni renunciar al patrimonio
absoluto de lo luminoso. Es el poderoso narcótico de la proyección de la
sombra: neutralizamos cualquier peso que cargue nuestra conciencia y
confirmamos nuestra fascinada imagen. Proyectar la sombra es una actividad que
desarrollamos con gran entusiasmo, en lo personal y en lo social, como
individuos y como grupos.
Las crisis
dolorosas simbolizan oportunidades para ser conscientes de lo que ignorábamos,
de reconocer que no somos la imagen que tenemos de nosotros y que la realidad
es otra. Esto permite, con dolor, despertar a una nueva realidad, a una nueva
sensación de ser, con potencialidades que desconocíamos. Al romper los espejos
en los que buscábamos confirmarnos, las crisis tramitan nuevos talentos,
revelan inéditas gracias. Es el don de la
resiliencia.
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