Alejandro Lodi
“…Había convertido un asunto público en un negocio personal, sin tener en cuenta que el sentido de su investidura como rey implicaba que ya no era meramente una persona privada. La devolución del toro debería haber simbolizado su absoluta sumisión a las funciones de su dignidad. El haberlo retenido significaba, en cambio, un impulso de engrandecimiento egocéntrico. Así el rey elegido “por la gracia de Dios”, se convirtió en un peligroso tirano acaparador. Así como los ritos tradicionales de iniciación enseñaban al individuo a morir para el pasado y renacer para el futuro, los grandes ceremoniales de la investidura lo desposeían de su carácter privado y lo investían con el manto de su vocación. Ese era el ideal, ya se tratara de un artesano o de un rey…”.
Joseph Campbell. “El héroe de las mil caras”.
La referencia de Campbell alude al rey
Minos y a su trasgresión: apropiarse de un modo personal del obsequio (el toro
surgido del mar) que le fue concedido por lo que representaba su condición de
rey. El relato nos alerta acerca del significado de las investiduras y el costo
de su deshonra.
Las investiduras tienen sentido.
Los rituales no son arbitrarios. Son
símbolos. Metáforas. Aluden a algo que no vemos, ni entendemos, desde nuestro
estado de conciencia ordinario. Transparentan otro orden de realidad, distinto
al del mundo personal.
La corona de los reyes, la sotana de los
clérigos, la peluca canosa de los jueces y, hasta me animo a decir, el blanco
delantal de los médicos, significan algo. Investidos, esos seres dejan de ser
meras “personas individuales” y pasan a encarnar símbolos colectivos.
La investidura informa de una vida consagrada.
Como metáfora, la investidura es símbolo
de una “alteración de hábitos”: el individuo acepta resignar su vida personal a
favor de cumplir un servicio a la vida social. El “cambio de ropa” (o “de
nombre”) como transformación de la identidad. Simboliza la entrega
a una vida que tiene su centro “en algo más importante y trascendente que yo
mismo”. Aceptar la investidura implica, por lo tanto, un acto de generosa
humildad: mis actos ya no se orientan a confirmar mi imagen personal, sino a
cumplir con el rol que represento en la comunidad.
La consagración no como muestra de éxito
personal, sino de entrega a un orden sagrado. Las vidas personales de esos
seres quedan condicionadas por el alto honor que les ha sido concedido. No
pueden hacer lo que su subjetividad les indique. No son libres de hacer “lo que
se les dé la gana”. Sus actos y decisiones no pueden orientarse al “propio
beneficio”, sino al bien común. Las investiduras asumidas los
comprometen, a la mirada de los otros, con lo que representan: la unidad de una
comunidad en el caso del monarca, el puente con lo divino en el sacerdote, la
sanción de lo justo en el juez, la acción sanadora en el médico.
La investidura no es un reconocimiento
personal, sino una obligación pública. No es la celebración de un logro
individual, sino la asunción de una responsabilidad colectiva. La apropiación
personal del símbolo de la investidura genera corrupción. Lo público se degrada
en privado. Lo transformador en confrontación. Lo creativo en patología. El
costo de esa indebida sustracción es “el laberinto de Minos”: la pesadilla del
ocultamiento de la falta, el insaciable gasto de energía que requiere encubrir
el delito.
La investidura compromete, en el más
profundo sentido de la palabra, con un «sacrificio»: el sacro oficio.
Que los actos cotidianos respondan a un propósito trascendente, que la acción
del yo honre a valores universales, que la experiencia profana revele lo
sagrado.
Astrológicamente, en el acto de
investidura se hace presente Neptuno, del modo más virtuoso y, también, del más
peligroso. Y también el Sol. El reconocimiento público a individuos destacados
y el otorgamiento de funciones relevantes para la sociedad, representan
fenómenos que involucran al yo, a la experiencia de identidad personal que
identificamos con la cualidad solar. Convocados a encarnar roles que afectan a
la vida de los demás, el ritual de la investidura transparenta el sentido
sagrado de tal protagonismo: Neptuno resignifica (y redimensiona) al Sol.
El talento de Neptuno le recuerda al Sol
que las posiciones particulares son funcionales a la totalidad de un sistema,
que el reconocimiento personal compromete al servicio social, que el brillo
individual despierta empatía en constelación con una red colectiva. La virtud
de Neptuno como consagración de lo profano: la transparencia de lo
sagrado en los actos humanos.
Pero, ante la repercusión y resonancia que
alcanza un individuo investido de honores, la debilidad de Neptuno puede
promover el tóxico encanto de la importancia personal, el destructivo apego a
la centralidad, la compulsiva devoción al yo deificado. El defecto de Neptuno
como profanación de lo sagrado: la opacidad de sentido trascendente
que produce la apropiación del ego.
En el corazón de cada humano investido en
honores se debate Minos.
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