El monarca le pidió a un buen número de sabios que le realizaran una obra fabulosa y sin precedentes sobre la historia del ser humano.
Pasados muchos años, los sabios se presentaron
ante él con un centenar de gruesos volúmenes y le dijeron:
—Aquí hemos incluido la historia del ser
humano.
El monarca hizo un gesto de desencanto y
dijo:
—No me queda vida para leer tal número de
volúmenes.
Tenéis que condensar este conocimiento.
Pasaron tres años más y los sabios
presentaron diez volúmenes ante el monarca, que dijo:
—No, no tengo tiempo de leer tantos
volúmenes. Por
favor, esforzaos más y sintetizad.
Pasados dos años, regresaron los sabios con
cinco
volúmenes.
—Ya no me queda casi tiempo –se condolió el
rey–.
La vida pasa y lleváis muchos años tratando
de hacer esa obra que se refiere a la historia del hombre. No tengo tiempo.
Esforzaos por sintetizar más. Si nos os dais prisa, moriré antes de ver acabada
esa obra.
Entonces un desconocido se adelantó y dijo:
—Señor, perdonad mi intromisión. Soy un yogui
y os puedo resumir, como deseáis, en pocas palabras la historia del ser humano.
El rey le miró sorprendido y dijo:
—Si de verdad podéis, hacedlo. ¿Cuánto
tardaréis en escribir la obra?
—No necesito escribirla, señor. La tengo bien
presente en mi cabeza.
—Habla, pues, desconocido.
Y el yogui dijo:
—Majestad, la historia del hombre es que
nace, vive entre el placer y el sufrimiento, y muere.
Minutos después de escuchar esas palabras, el
monarca, complacido por el resumen, murió.
Reflexión
En mi relato espiritual El Faquir, el maestro
que vierte sus enseñanzas en esas páginas nos dice que la vida es como un
alambre y que hay que aprender a caminar por él como un buen funámbulo lo hace
por el alambre de su prueba de equilibrismo: con atención, esfuerzo bien encauzado,
sosiego, ecuanimidad, confianza en uno mismo, sentido de cada momento del aquí
y el ahora, elegancia, fluidez y una comedida intrepidez. La vida es un alambre
que se extiende del nacimiento a la muerte, y en su
recorrido encontramos placer y dolor, alegría
y sufrimiento y, finalmente, la muerte inexorable, que forma parte de la vida y
cuyo recordatorio debe servirnos no para abrumarnos, angustiarnos o
deprimirnos, sino para aprovechar la vida elevando el dintel de la conciencia y
relacionándonos mejor con nosotros y con los demás. Hay muchos eventos, menores
o mayores, en la vida de una persona, pero de hecho se nace, se vive (entre
fortuna o infortunio, contento y pesadumbre) y se muere. Pero se puede pasar
por el «alambre» con compasión, conciencia clara y corazón tierno, cuidado de
sí y de los demás, o se puede cruzar por él de manera mecánica, sin equilibrio
ni
sosiego, convirtiendo la vida en una mala
copia de lo que
debería ser. Hay que aprender a encarar el
placer y el sufrimiento con esa ecuanimidad que nace de la visión clara
y la comprensión profunda, sin dejar de ser
uno mismo, tratando de permanecer en el propio centro y sin dejarse alienar. La
ecuanimidad nos ayuda a mantener el ánimo estable pesar
de las vicisitudes existenciales y nos enseña a reequilibrar cada vez que
tendemos a desarmonizarnos dejándonos llevar por estados extremos de ánimo.
Como se vive entre el placer y el sufrimiento, tratemos de procurarles dicha a
los demás y evitarles el dolor. Existen tres clases de sufrimiento: el
inevitable y que alcanza a todos los seres, el que la mente ofuscada o perversa
provoca en otras criaturas y el que nos hacemos inútilmente a nosotros mismos.
El sufrimiento inevitable hay que aceptarlo conscientemente, pero el que
engendramos a los demás y a nosotros innecesariamente hay que ir evitándolo
mediante el esfuerzo, la transformación interior y el mejoramiento de la mente.
En ese escenario de luces y de sombras que es la vida, hay que aprender, a
pesar del placer y del dolor, a mantener el sosiego. Son hermosas e
inspiradoras las palabras del Yoga Vasistha que dicen:
«A aquel que contempla en calma el transcurso
del mundo tal como se desarrolló o se presenta ante él y permanece sonriente pese
a las vicisitudes, se le llama yogui imperturbable».
Ramiro A. Calle
Cincuenta Cuentos para Meditar y Regalar
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