LECCIÓN 5
La vida es demasiado corta
como para perder el tiempo odiando.
Los niños no habían visto a su papá en diez
años. ¿Quién podía culparlos? Y tampoco habían hablado con él en cuatro años,
pues no quedaba nada más que decir.
Su papá jamás
dejó de beber. Como muchos adictos, dejaba el alcohol, pero siempre regresaba a
él. Podía estar sobrio, pero jamás podía permanecer sobrio.
Mi amiga Jane
intentó que el matrimonio sobreviviera a pesar de las promesas rotas y la
cuenta de banco vacía. Mientras ella levantaba en todos sentidos a los niños;
él levantaba la botella.
Jane permaneció
junto a él durante veinte años. Era un gran tipo cuando no bebía. Tenía un gran
corazón y los hacía reír. No era ofensivo, y su único delito era el abandono.
Él no podía conservar ningún trabajo y, por lo tanto, tampoco pagar las
facturas. No podía hacer su parte en nada, lo que los llevó a perder
definitivamente su casa.
Finalmente, un
día Jane dejó lo que quedaba del matrimonio. Para el momento en que se divorciaron
en 1979, los hijos ya eran adolescentes. La hija mayor tenía 17, el hijo tenía
15 y la hija menor, 13. Pasaron los años. Su papá aparecía muy de vez en cuando
en sus vidas. Pasaban años sin que los llamara por teléfono. Y aunque trataba
de rehabilitarse, siempre volvía a caer en la adicción.
Gradualmente se
desvaneció por completo de sus vidas. Pasaron diez años sin una visita, cuatro años
sin una llamada. Un día de primavera el teléfono sonó. Alguien de un hospital
en Parma, Ohio, buscaba al pariente más cercano.
El hijo llamó a
su madre. Jane sintió como si alguien le hubiese dado un golpe en el estómago cuando
escuchó a su hijo decir: “Papá tiene cáncer terminal”.
Pero algo extraño
sucedió. Todos los años de dolor y enojo desaparecieron.
Su antiguo
esposo no tenía dinero ni familia, pues no se había vuelto a casar. Tampoco
conocía a sus seis nietos. Se encontraba en mal estado y llevaba una semana en
el hospital. Ellos no se habían enterado de una cirugía previa a la que tuvo
que someterse por la enfermedad. Era evidente que no duraría mucho.
Ella condujo a
los hijos al hospital, pero no entró en la habitación. Jane se volvió a casar y
había formado una nueva vida. Ella no había visto a su primer esposo en veinte
años y no quería molestarlo con su presencia, tampoco quería sentirse afectada
y no tener la fortaleza para apoyar a los hijos.
Al estar
sentada afuera de la habitación, pensó en lo que tenía que hacer. De regreso a
casa, ella les dijo a los hijos que pagaría todos los gastos médicos. Después
ayudó a pagar una estancia para enfermos desahuciados. Jane fue con sus hijos
todos los días a visitarlo, pero jamás entró en su habitación, no era su lugar.
En los días que
le quedaban, él y sus hijos volvieron a unirse como familia. Los resentimientos
se diluyeron. Cuando hablaban del pasado, exprimían los recuerdos para rescatar
los buenos tiempos.
Ellos le
dijeron que lo querían, y descubrieron que era cierto.
Ella y los
chicos planearon el funeral, eligieron el ataúd, escogieron las flores.
Decidieron que
no habría velorio, pues no querían deshonrarlo con una sala vacía o con visitas
que les hicieran demasiadas preguntas sobre aquellos años perdidos.
Querían que
muriera como no había podido vivir: con dignidad. Cuando murió aquel día de
junio, todos descubrieron una nueva sensación de paz. Habían sido liberados y
él también, pues ya no sufriría ni de cáncer ni de alcoholismo.
La hija leyó un
poema que escribió. Otros compartieron recuerdos felices. Mi amiga les
agradeció a todos por venir. Ella pagó todo: las cuentas de hospital, la casa
para enfermos terminales, el funeral, las flores.
Cuando le
pregunté por qué había hecho tanto esfuerzo por ayudar a un hombre que la había
lastimado tanto, Jane dijo que la razón era sencilla: “Él era su padre”.
¿Cómo puede
llegar alguien a tal lugar de perdón y amor?
Para unos, es
gracia pura; para otros, trabajo arduo.
Para aquellos
que no han recibido esa gracia, hay unos consejos para dejar ir los
resentimientos en el texto básico de Alcohólicos Anónimos. Es una solución que
funciona para todo aquel que esté dispuesto a ponerla en práctica. El libro
dice que una vida que incluye profundo resentimiento sólo conduce a la
futilidad y la infelicidad. Los resentimientos, dice, nos impiden recibir la
luz del Espíritu.
En el capítulo
“Libertad del cautiverio”, una persona comenta un artículo escrito por un
ministro. Esto es lo que él dice sobre los resentimientos:
Si tienes un resentimiento del cual quieres
liberarte, reza por la persona o la cosa a las que les tienes resentimiento, y
serás libre. Si pides en tu oración que todo lo que quieres para ti les sea
otorgado a ellos, serás liberado. Pide por su salud, su prosperidad, su
felicidad, y serás libre. Incluso cuando en realidad no lo desees, y tus
oraciones sean sólo palabras, de todas maneras hazlo. Hazlo todos los días
durante dos semanas, y descubrirás que tu intención cambia, y te darás cuenta
de que donde solías sentir amargura y resentimiento y odio, ahora sentirás un
entendimiento y un amor llenos de compasión.
Yo lo he
probado. Los resultados son sorprendentes.
En ocasiones,
cuando me siento realmente confundida, debo rezar por la disposición de rezar
por la persona. Siempre la obtengo.
¿Quieres
liberarte del enojo, el odio y los resentimientos? Debes liberar primero a
otros. Al liberar a su primer esposo, Jane se liberó de la primera parte de su
vida, y sus hijos se liberaron por el resto de sus vidas.
LECCIÓN 6
No te tomes tan en serio.
Nadie más lo hace.
Anímate.
Eres demasiado vehemente. No te tomes tan en serio.
Yo solía oír
eso todo el tiempo. De familia, amigos, compañeros de trabajo y cualquier
extraño que me escuchara por más de cinco minutos.
¿De qué
hablaban? Yo no tenía ni idea, hasta que la vida me desgastó, y me rendí.
Necesité décadas antes de poder ondear la bandera blanca y encontrar la paz en
la imperfección.
Nací con la
idea de que tenía que ser perfecta en todas las cosas, porque muy en el fondo
sentía que no era buena en nada. Toda la vida mi cerebro ha enviado falsas
señales de advertencia, constantemente me dice que no soy perfecta, que he
fallado. Mi cerebro es daltónico, ve las cosas en blanco o negro, sí o no,
correcto o incorrecto, todo o nada. La materia gris entre mis oídos no puede discernir
que hay matices en la vida, que el mundo no es una clase en la que te califican
como aprobado o no aprobado.
Un día
finalmente entendí que estaba más nerviosa que un dálmata en un incendio
gigante. Había pasado semanas trabajando en una historia para una revista, y
acababa de aparecer en el periódico dominical. Había tenido que hacer docenas
de entrevistas y reescrituras para que saliera perfecta.
Entonces, el
teléfono sonó. Uno de los sujetos me agradeció por el artículo, pero mencionó
que había escrito mal su nombre. ¿Qué? Había verificado dos y tres veces cada
hecho y ortografía. De alguna manera, un nombre se me había escapado.
Enterré mi
rostro entre las manos y lloré en mi escritorio. La historia tenía más de tres
mil palabras. Había escrito mal una sola palabra, pero me di a mí misma una
calificación reprobatoria.
Cuando una
colega en la sala de redacción vio mis lágrimas, corrió hacia mí.
—¿Estás bien?
¿Qué sucedió? —preguntó, preocupada de que alguien hubiera muerto.
—Escribí…mal…un…nombre
—sollocé.
Ella me miró
sorprendida.
—¿Eso es todo?
—dijo, moviendo la cabeza y alejándose. La mirada en su rostro me paró en seco.
Anímate,
escuché. Sólo que esta vez
no hablaba nadie en el exterior. La voz provenía de mi interior.
Al tomarme tan
en serio también me convertí en una trabajadora obsesiva. No podía delegar ninguna
tarea, sin importar lo pequeña que fuera. Todas tenían que hacerse a la
perfección, y sólo yo sabía la mejor manera de completarlas. Hacía listas
infinitas de pendientes, pero olvidaba mis propias necesidades básicas, porque
el mundo no podía girar sin mí. Así era yo de importante.
Las plantas de
mi casa eran grandes indicadores de que mi vida y mi ego estaban fuera de
control. Las plantas eran como esos canarios enjaulados que los mineros solían
bajar a las profundidades para detectar cuando el aire era venenoso. Cuando el
pájaro estiraba la pata, era momento de salir.
Cuando mis
plantas estaban por marchitarse, sabía que debía salir por un poco de aire,
revisar mi vida y desacelerar mi búsqueda de la perfección. Si mis plantas
mostraban señales de abandono, probablemente también necesitaba pasar más
tiempo con mi hija. Gracias a Dios que nunca tuve mascota.
Hubo muchas
señales que me decían que me animara, desacelerara mi paso y me concentrara en
lo que realmente importaba. Como cuando fui a recoger un vaso sucio y no pude
porque estaba pegado en la mesa. O cuando de emergencia terminé yendo a comprar
a la tienda de la esquina pan, leche, papel de baño y Tang,
que en mi casa era un
alimento básico, y ya no teníamos. (Mi hija solía empacar casi todos los días
el mismo sándwich —crema de cacahuate en pan integral con Tang
espolvoreado en él—, una
herencia de mi juventud.)
Ser madre
soltera significaba que nadie más iba a hacer las compras. Si yo no apartaba
una hora de la noche, mañana o fin de semana, terminábamos limpiándonos con kleenex
en lugar de papel de baño,
o peor.
En varias áreas
yo ya había metido el freno. Desayunaba antes de salir de la casa, pues tiempo atrás
solía manejar un auto estándar mientras comía papas fritas. Tuve que ponerle
cubiertas a los asientos para esconder las manchas de la comida que perdía su
camino entre el plato y mi boca.
Adquirí un
nuevo auto y una nueva regla: no comer ni beber detrás del volante. Hasta la
fecha, la he roto por comer sólidos, pero no líquidos. (Desplegaba un periódico
en mi regazo para atrapar las moronas.)
También
sobrepasé el límite de velocidad. Un juez y dos multas de cincuenta dólares en
menos de seis semanas no fueron suficientes para convencerme años atrás que
habría sido económicamente más viable salir de mi casa diez minutos antes que
superar por 15 kilómetros el límite de velocidad. Fue cuando el seguro de mi
auto aumentó su precio que juré obedecer la ley. Cuando la gente que va conmigo
se queja de que manejo muy lento, lo tomo como un halago.
De vez en
cuando, todavía recibo magulladuras por tener tanta prisa en vivir esa vida
perfecta y elusiva que había planeado en mi agenda. Mi cuerpo algunas veces
está tres pasos por detrás de mi cerebro. Paso demasiado rápido a través de una
puerta y golpeo mis caderas. Rodeo una esquina y olvido que mi trasero todavía
no ha pasado. Los archiveros son los peores. Las esquinas dejan moretones que
más tarde se convierten en un caleidoscopio de colores.
Pero eso no es
nada comparado con el moretón que se formó en mi ego cuando, un día, fui humillada
en público por no tomarme el tiempo de desvestirme adecuadamente. Solía
desnudarme rápido porque tenía prisa de hacer algo más importante. No me
quitaba los calcetines, los pantalones, las medias o la ropa interior uno por
uno. Lo hacía de un tirón. Los calzones y los calcetines terminaban enterrados
en algún lugar de los pantalones.
Ese día me puse
un par de pantalones aprisa y corrí hacia la puerta. Era un cometa de
presunción que volaba a través del día, tenía que hacer a un lado cosas
importantes para poder hacer cosas más importantes. Una de ellas era comprar
unas cuantas provisiones. Cuando me bajé del auto en el estacionamiento del
supermercado, sentí algo suave en mi talón, al principio refunfuñé, pensando
que era excremento de perro. Volteé a ver hacia abajo y detecté una
protuberancia café, eran unas medias de mujer. Me agaché para levantarlas y vi
que estaban anudadas a algo que colgaba de la pierna de mi pantalón.
Confusa, jalé y
jalé y jalé, sintiendo que algo reptaba por mi pierna hasta que sostuve un par completo
de medias en mis manos. Ante mi horror, un hombre había observado la
recuperación desde la banqueta. El momento se congeló como una foto Kodak
para recordarme siempre
que debo animarme, pero desacelerar el paso.
De vez en vez,
me pego contra los archiveros, pero el incidente de la media no ha vuelto a repetirse.
Una vez descubrí un bulto en mi muslo, metí las manos dentro de mis jeans
y encontré un calcetín
sucio que había quedado ahí la última vez que lo usé.
Quizá debí de
haberlo dejado para amortiguar los golpes.
LECCIÓN 7
Paga tus tarjetas de crédito
cada mes.
Mi papá pagaba todo en efectivo. Si no tenía
efectivo, no necesitaba el artículo.
Era hojalatero,
reparador de techos o reparador de chimeneas, dependiendo de la época del año.
Instalaba
canales para el desagüe y restauraba techos en el verano; reparaba ductos de
calefacción y chimeneas en el invierno.
Nunca supe
cuánto ganaba. Lo poco que tenía, lo designaba al mantenimiento de sus once
hijos.
Basta con decir
que no teníamos muchos artículos extra de niños, pero sí todo lo que
necesitábamos.
Papá jamás dijo
“No nos alcanza para esto”. Yo jamás escuché las palabras “No tenemos el dinero
suficiente para aquello”. Él veía lo que queríamos y decía: “No lo necesitan”.
Y estaba en lo correcto, por supuesto que no lo necesitábamos, simplemente lo
deseábamos. Con esto, él nos enseñó a manejar nuestros deseos.
Postergué
obtener mi primera tarjeta de crédito hasta que la necesité para hacer una
reservación de hotel. El uso de la tarjeta me desconcertaba. Nadie me había
enseñado nada sobre comprar a crédito.
Una vez pagué
toda la cantidad que debía una semana más tarde. Me imaginé que pagar toda la
cuenta era más inteligente que pagar el mínimo mensual. En el siguiente estado
de cuenta noté el recargo de 25 dólares por haberme pasado de la fecha de
vencimiento. Si hubiera pagado parte de la cuenta a tiempo, no me habría costado
25 dólares. Lección aprendida.
Tardé más en
digerir la parte de los intereses. Me tomó tiempo darme cuenta de que un abrigo
de invierno adquirido en una oferta en realidad no tenía descuento si, seis
meses después, yo seguía pagándolo a un interés del 14 por ciento.
Empecé a ver
todo de manera desglosada en esa factura mensual. Si hubiera pagado en efectivo
por la mayoría de lo que estaba enumerado, habría tomado distintas decisiones.
Es fácil sacar el plástico para pagar una comida de 30 dólares, en lugar de
tener que dar tres billetes de diez. Pagar en efectivo te hace pensar en
saltarte el aperitivo y el postre. Cuando saco dinero real de mi cartera para
pagar 60 dólares por un par de jeans que quiero —pero no necesito—, siento
instantáneamente la herida y algunas veces decido no comprar los pantalones.
Cuando uso la tarjeta de crédito, no siento ningún dolor hasta que la factura
llega. Para entonces, ese dolor me hace llorar; para entonces, es demasiado
tarde.
La mayoría de
nosotros derrocha un dólar aquí, cinco dólares allá. Eso, al final, suma
cientos o miles cada año. Muchos de nosotros pensamos, “Si tan sólo ganara más.
Si tan sólo obtuviera el ascenso. Si tan sólo me casara por dinero”. He visto
los programas del Dr. Phil y Suze Orman las suficientes veces como para saber
que los problemas económicos nunca giran en torno al dinero, sino en cómo piensas
y te comportas
con respecto a él. Eso lo
puedes cambiar.
Actualmente, la
mayoría de la gente ha escuchado sobre el factor Latte.
En The
Finish Rich Workbook (Cuaderno
de ejercicios para ser rico), el autor David Bach escribe que si gastas 3.50 dólares
cada día en un café latte, eso da como resultado 24.50 dólares a la
semana. Si invirtieras esa misma cantidad con un 10 por ciento de interés
anual, tendrías 242,916 dólares en 30 años. Yo nunca he pedido un latte,
pero el concepto puede
aplicarse a cualquier cosa. Al mío, lo llamo el factor Oreo.
Ahorrar 50
centavos al día suma 15 dólares al mes. Si compras un litro menos de refresco a
la semana, ahorras 6 dólares al mes. Si llevas tu almuerzo al trabajo,
acumularás 60 dólares al mes. Si comes fuera dos veces menos al mes, ahorrarás
30 dólares. Si puedes evitar que rebote uno de tus cheques, son 20 dólares.
Paga a tiempo las tarjetas de crédito para evitar una multa de 25 dólares.
Todo eso suma
1,872 dólares al año.
Empecé a
apuntar cuánto gastaba en comida chatarra de maquinita, supermercados,
restaurantes, cafeterías y tiendas de abarrotes. Las papas fritas, el refresco,
los chocolates y las galletas no parecían costar mucho hasta que hice la suma.
El resultado dio 30 dólares a la semana. No podía creerlo. El libro me
convenció de comer menos comida chatarra y ahorrar el dinero que dilapidaba en
antojitos.
También me
convenció de poner una nota en mi cartera con las siguientes palabras: Paga
en efectivo. Espera 48 horas. Antes
de gastar 100 dólares en cualquier artículo que no es urgente, espero dos días
para pensar si lo necesito realmente o sólo lo deseo.
Ya no cargo con
deudas de tarjeta de crédito. Jamás. Si compro algo caro y lo cargo a la
tarjeta, cuando llego a casa escribo un cheque por esa cantidad a la compañía
de la tarjeta. Algunos meses envío hasta cuatro cheques, pero no me duele
cuando llega la factura. Ya pagué mental y físicamente.
Salir de las
deudas no sucede ganando la lotería, pregúntales a todas las personas que la
han ganado y dilapidado cada centavo. Salir de la deuda empieza con un cambio
en tu pensamiento, y después en tu comportamiento. Empieza con pasos pequeños,
empieza separando tus deseos de tus necesidades.
Alguna vez
escuché sobre una mujer que ahorraba cada moneda de 25 centavos que recibía,
pues tenía en mente los 10 mil dólares que costaba la colegiatura universitaria
de su hijo. Otra mujer ahorró el 10 por ciento de todo lo que ganaba,
incluyendo dinero de Navidad y cumpleaños. Aunque sólo ganaba 5,800 dólares al
año, pudo ahorrar 400 para una recámara nueva.
Una mujer dejó
de fumar y después de nueve años compró un sistema de aire acondicionado, una nueva
chimenea y alfombras para su casa con los 100 dólares que ahorró al mes. Todo
ese efectivo solía desvanecerse en el humo. Otros me han dicho que ahorran 10
dólares a la semana en una cuenta que tienen para los gastos de Navidad. Hay
quienes ahorran utilizando cupones del supermercado.
Otra mujer puso
en la sala un gran recipiente de vidrio con una etiqueta que decía “Vacaciones
a la playa”. Cuando sus hijos querían dinero para helado o dulces, ella les
recordaba que podían elegir entre las golosinas o las vacaciones. Para el
momento del viaje, la familia había ahorrado la mitad de lo que costaba. Los
niños aprendieron una lección en la toma de buenas decisiones y, ciertamente, tenían
más disciplina que mi esposo y yo. Nosotros solíamos aventar el cambio en un
galón de agua vacío que teníamos en nuestra recámara. Nos tomó seis años
llenarlo, pero cuando lo hicimos, contamos 1,300 dólares.
Vivir una vida
abundante no significa ganarse la lotería, casarse con alguien rico ni obtener
un ascenso. Empieza con un cambio en la conciencia y, a partir de ahí, se
esparce. Lo primero es saber que lo que quieres no es siempre lo que necesitas,
y con frecuencia ni siquiera es lo que realmente deseas. Empieza con tomar
decisiones inteligentes que conduzcan a una gratificación a largo plazo.
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