Un Maestro le pidió a
uno de sus discípulos que se acercara al cementerio.
– Una
vez que estés ahí -explicó el sabio- comienza a insultar a los muertos, uno por
uno. Lee con atención los nombres en las lápidas y utiliza el lenguaje más soez
e hiriente que puedas encontrar. Después de un rato, vuelve conmigo.
De
regreso a la casa del Maestro, éste le preguntó: “¿Qué te han
contestado los muertos al ser insultados?”
–
Nada, no contestaron nada.
– Pues
vuelve al cementerio y, de la misma forma, susurra todo tipo de elogios a esos mismos
muertos.
El
discípulo regresó al camposanto y cumplió el encargo del viejo instructor.
Luego
de un rato, volvió con el Maestro y éste le preguntó: “¿Y qué te han
respondido ahora los muertos al ser halagados?”
–
Nuevamente, nada dijeron.
Y
entonces habló el Maestro: “Del mismo modo debes actuar tú. Sereno e
imperturbable, como los muertos, tanto a los insultos como a los cumplidos de
los demás”.
“Cuando hagas el mismo caso de las alabanzas que de
los vituperios, vivirás con mucha tranquilidad del corazón. (…) No eres mejor
porque te alaben ni más malo porque te vituperen. Cual eres te quedas; y no por
lo que digan serás mayor que lo que Dios sabes que eres. Si miras lo que eres
interiormente, nada te alterará de lo que digan de ti”. (Tomás de Kempis:
“La Imitación de Cristo”)
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