Alejandro Lodi
(Agosto
2019)
“Incluso
un paranoico tiene algunos verdaderos enemigos…”.
Henry
Kissinger.
Uno de
los recursos más habituales para negar la realidad es la teoría de la
conspiración.
Rinde el
beneficio de un efectivo permiso para habitar fantasías, de encontrar un
modo
eficiente de rechazar evidencias y replegarnos en nuestros paraísos encantados.
Gracias a
la teoría de la conspiración nuestra incapacidad de responder a la incomodidad
del mundo, a sus injusticias, a sus trances amargos, en definitiva, al lado
oscuro de la existencia, se enmascara de virtud, de sagacidad para descubrir el
truco que engaña a todos los que están fuera de nuestra burbuja fascinante.
Gracias a
la teoría de la conspiración no debemos cuestionar nuestra imagen de la
realidad. Si el mundo no es lo que necesitamos creer que es, es por obra del
engaño sutil perpetrado por fuerzas malévolas. En la realidad que necesitamos
habitar confluye el bien. Nada puede cuestionarla. Y si pruebas contundentes
-perceptivas, racionales, sensibles- parecen contradecirla, es porque son una
construcción deliberada de quienes quieren quitarnos la gracia de nuestra
felicidad. Esas evidencias son sólo apariencias, perversos relatos
representados -oscura y eficientemente- por las fuerzas del mal.
El
recurso de la teoría de la conspiración delata nuestro infantil narcisismo,
nuestra inmadurez para tomar responsabilidad de las cosas, nuestro miedo a
cuestionar modelos heredados, credos dogmatizados, ideas congeladas en el
pasado. Aferrados a teorías conspirativas, somos niños temiendo perder el favor
de los padres, aterrados de asumir desengaños, incapaces de reconocer que la
fidelidad con lo que percibimos acaso nos exija resignar lo que creemos. Los
reyes magos existen (tal como dijeron nuestros padres y los padres de nuestros
padres) y son sus enemigos, justamente, quienes pretenden velarlos a nuestra
creencia.
La tierra
será plana, el avance científico un retroceso enmascarado y las vacunas
venenos. Ciertas tribus humanas serán demonizadas, ciertas tribus humanas
santificadas y la guerra glorificada (la espada de la justicia y de la verdad).
La corrupción de los líderes negada, como también la sombra de los ídolos, la
venalidad de los funcionarios públicos, las huellas lunares de Armstrong, el
espanto de Auschwitz o la existencia de Paul McCartney (que, como indica con
claridad la tapa de “Abbey Road”, murió a mediados de los sesenta y, fruto de
una conspiración de la discográfica junto con John, George y Ringo, fue
reemplazado en secreto por otro).
La verdad
está oculta por obra de una conspiración mundial desde hace siglos. O quizás
desde siempre. La realidad no es la realidad, sino una perversa representación
de aquellos que dominan oscuramente el orden del mundo. Y solo nosotros -los
intelectuales sagaces, los elegidos por Dios, los dotados de exquisita
sensibilidad a la verdad- nos damos cuenta del engaño y resistimos el
sometimiento de los poderosos (y ya sabemos que el poder es satánico). Nadie
podrá sacarnos de nuestro mundo idealizado y su universo de dioses, héroes y
mártires. Todo aquel que lo intente pertenece a la conspiración.
La
conspiración aparece como un deliberado recorte de datos de realidad al
servicio de construir un imaginario de impecable lógica sostenido en un
supuesto perceptivo delirante, azaroso y caprichoso que no puede ser
cuestionado. Todos los órdenes de la realidad aparecen alineados para
corroborar una ocurrencia subjetiva, narcisista y, en definitiva, absurda. Las
religiones y las iglesias, los líderes mundiales, los grupos hegemónicos de
poder económico y político, la ciencia académica, los laboratorios
farmacéuticos, las universidades, los medios de comunicación y las usinas de
información, las compañías aeronáuticas, las federaciones deportivas y
seguramente la mayoría de las ONG, todos ellos en secreta confabulación, al
servicio de crear y reproducir una realidad artificial que nos perjudica (y que
los favorece).
El
encanto de la conspiración. Las alturas y los abismos de Neptuno. La
sensibilidad perceptiva a dimensiones sutiles y transpersonales, a ordenes de
misterio que desbordan las explicaciones de la razón, operadas en la conciencia
humana y traducidas por ésta de modos expansivos o regresivos, que amplían el
registro de la realidad o lo reducen, que abren campos perceptivos a favor del
bienestar psíquico o los cierran a riesgo de psicosis. El símbolo de Neptuno.
Las delicias y los peligros de una cuerda transpersonal. Otro filo de la
navaja.
Acaso la
verdad está velada. Pero no por conspiración externa, sino por un íntimo miedo.
El sagrado misterio del viaje espiritual. Un desafío para la personalidad. Una
aventura del alma.
Al fin y
al cabo, en “La conversación”, Gene Hackman disfrutaba su saxofón, escuchaba a
enemigos… y lo estaban escuchando.
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