LECCIÓN 3
El paso del tiempo cura casi todo.
Dale tiempo al tiempo.
La primera vez
que asistí al retiro, no tenía grandes expectativas.
La casa de
retiro jesuita se asienta en un terreno de 23 hectáreas en medio de Parma, el
mayor suburbio de Cleveland. Se encuentra alejada de la avenida principal, así
es que puede pasar completamente inadvertida.
Una amiga me
invitó a pasar el fin de semana con otras mujeres que buscaban mejorar su
relación con Dios. Yo no me habría colocado en esa categoría, pero mi amiga lo
hizo. Para convencerme de ir, ella pintó el retiro como un tipo de fiesta:
mujeres que compartían y reían y hablaban. Yo empaqué un traje de baño,
esperando que hubiese un hotel o un tipo de balneario con alberca y sauna.
Después de
atravesar el largo camino de la entrada, nos recibió una estatua de San
Ignacio.
Han pasado 26
años desde ese primer retiro. Jamás he dejado de regresar. Cada año, los sacerdotes
cambian, pero Gerri siempre está ahí. Ella es una mujer polaca de baja
estatura, cuya risa y amor llenan cada cuarto del lugar, mucho después de que
se ha ido a casa.
En cada retiro
encontraba a Gerri y le echaba algún problema en el regazo. Ella escuchaba,
“Ajá, ajá”, con una mirada seria en su rostro, luego hacía un gesto para
detener mis palabras y bromeaba para aligerar las cosas. Después me veía a los
ojos —o trataba de hacerlo por su estatura—, y me daba un consejo que siempre
terminaba con este colofón:
—Algunas veces,
sólo tienes que darle tiempo al tiempo.
¿Qué diablos
significaba eso?
¿Darle tiempo
al tiempo?
Yo no tenía
tiempo. Era una madre soltera con una misión: encontrar un esposo para mí, un
padre para mi hija.
En aquel
entonces mis problemas siempre tenían que ver con un hombre que no me amaba lo suficiente,
que en esencia tenía que ver con un papá que no me amaba lo suficiente, que en
esencia tenía que ver con un Dios que no me amaba lo suficiente. Gerri sabía
que este tipo de herida necesitaba mucho tiempo para sanar, y que sanaba en
capas, no toda a la vez. El remedio de Gerri era el tiempo. Yo quería algo más
rápido.
El servicio de
sanación podría ayudarme. Yo lo había visto en el programa y la mujer que me
llevó al retiro insistió en que asistiera. Al principio rechacé la idea. Por mi
cabeza pasaba la imagen de un evangelista de los que salen en la tele. Muy
probablemente él diría:
—Siente el
calor de mi mano.
Tocaría mi
cabeza y después gritaría:
—¡Váyanse
demonios!
A continuación,
la gente caería al piso, se retorcería como un pez fuera del agua y articularía
palabras que ni siquiera Dios entendería.
No quería ir.
Principalmente porque tenía miedo de Dios. Y tenía miedo de mis heridas, las
había tapado durante años. ¿Por qué tenía que arrancarme las curitas? Sin
embargo, el Padre Benno Kornely, quien había escrito el servicio de la
curación, parecía tan cautivador. Así es que me senté en la capilla, mientras
el Padre Benno tocó suaves canciones sobre lo mucho que Dios nos ama. Lo bueno
es que sacó los kleenex. Me acabé toda una caja antes de que terminara la
primera canción, cuyo título era: “Jamás me olvidaré de ustedes, mi gente, pues
los he esculpido en la palma de mi mano”.
¿A mí? ¿Dios
tiene mi nombre en su palma? ¿Regina María Frances Brett?
Las lágrimas
limpiaron la herida. Volví cada año, algunas ocasiones hasta dos veces. Cada servicio
curaba otra capa de la herida. Pasaron diez años antes de que pudiera
experimentar todo el servicio sin llorar.
Las palabras
del Padre Benno nos llevaron a través de un viaje por nuestra memoria. Él nos
invitó a dejar salir a la superficie cualquier cosa que necesitara curación. Él
nos acompañó paso a paso, a través de nuestras vidas, curando los golpes que
sentimos de —o propinamos a— maestros y compañeros de clases, vecinos y
parientes. Él rezó porque fuésemos curados de todo aquello que obstaculizaba
nuestro amor y felicidad. Él nos pronunció como una nueva creación, y después
nos invitó a recibir su mano. Ningún abracadabra, sólo una bendición en
nuestras palmas con aceite.
Nos acercamos y
llevamos en nuestros corazones lo que queríamos sanar. Cada año, durante cada servicio
de curación, la mía era casi siempre la misma: la herida de papá. Mi papá era
el hombre más poderoso en mi vida, para bien y para mal. Él era la persona más
generosa, considerada y desinteresada que yo conocía. También era el loco que
sacaba el cinturón en sus arranques de furia.
Me tomó años de
terapia llegar al fondo del dolor. Después vino el trabajo espiritual. Yo no
sabía cómo sanar la relación, cómo reconstruirla. Oscilaba entre el miedo y el
enojo que despertaba mi padre en mí. El amor no tenía cabida. Si bien ya no
sentía más enojo por él, de todas maneras era incapaz de sentir amor. Ni
siquiera estaba lista para pedir que alguien me ayudara a amarlo. Tampoco estaba
dispuesta a hacerlo. Pero lo que sí hacía era orar constantemente, “Dios, ayuda
a mi papá a saber cuánto lo amas Tú”.
De manera
intelectual sabía que amaba a mi papá. Yo lo había herido, él me había herido.
Ninguno quería hacerlo. Ambos hicimos lo mejor que pudimos, pero algunas veces
nuestro mejor esfuerzo es terrible, el mío incluido.
Después de los
cinco años de perderme Navidades, Pascuas, fiestas de aniversarios, cumpleaños
y nacimientos de nuevos sobrinos y sobrinas, quise regresar a casa, quería
nuevamente ser parte de las vidas de mis padres, pero no sabía cómo.
Entonces un día
supe que a mi papá le habían diagnosticado cáncer de pulmón. Los doctores le daban
seis meses de vida. Dos días después me encontré con mi amiga Ruth. Sin saber
mi situación, ella empezó a hablar sobre su madre y de cómo Dios le había dado
la gracia de estar con ella mientras moría. De repente todo mi miedo se
desvaneció. Fue como si se hubiera abierto una ventana que siempre había estado
cerrada. Sabía que era tiempo de ir.
Al día
siguiente fui a visitar a mi papá. Su cabello era blanco y suave como el de un
ángel. Él sonrió y platicó, y después se cansó y no pudo seguir hablando.
Parecía absolutamente feliz ese día, parado en la entrada de la casa y
saludándome con la mano. Jamás olvidaré ese saludo. Jamás lo volví a ver así.
Tres días más
tarde, lo internaron en el hospital. Él luchaba por respirar. Yo me senté a su
lado mientras tosía y escupía. Mi padre no fumaba, pero había trabajado
arreglando chimeneas. Los sótanos tenían asbesto que colgaba de los tubos con
los cuales se había topado hacía tantos años. Le acaricié la espalda y le di
las gracias.
Mi mamá se
sentó en silencio y sin moverse en una silla, moviendo la cabeza. Ella sabía
que él no regresaría a casa. Yo también. Le sostuve la mano, se la acaricié, y
sin palabras le dije cuánto lo amaba. Mientras estaba sentada ahí, mi corazón
se llenó de amor por todos los momentos en que había sido tan tierno y cariñoso
con nosotros, cuando estábamos enfermos de gripa.
Cayó en la
inconsciencia al día siguiente. Era sólo cuestión de días. Encendí una vela en
mi cuarto y recé para que Dios lo curara o se lo llevara rápida y suavemente. A
papá jamás le habría gustado estar en una casa para enfermos terminales. Él
tenía 83. Había tenido una buena vida. Conforme la vela se consumió, me imaginé
a sus tres hermanas fallecidas como ángeles, cargándolo, llevándolo a casa.
Él murió cuando
la vela todavía estaba centelleando. Al día siguiente fui a casa de mi mamá. Me
detuve a comprar comida, como mi papá nos había enseñado a hacerlo. Mi mamá me
perdonó por mi ausencia en sus vidas con estas palabras:
—¿Escribirías su
obituario?
Me tocó decirle
al mundo lo maravilloso que era. Durante años, había puesto la lupa en el dolor
y ahora me tocaba poner la lupa en los regalos, que eran muchos.
Gerri tenía
razón. Cuando llegó la curación, fue completa y me hizo sentir plena.
El tiempo
necesitaba tiempo.
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