LECCIÓN 25
Apenas recibas tu primer mes de sueldo,
empieza a ahorrar el 10 por ciento
para tu retiro.
Por primera vez en la vida, mi sueldo era bueno.
Está bien, no era mucho, pero era un salario
decente. Para alguien más, 22 mil dólares al año
probablemente sería un salario indigno, pero
después de haber recibido durante dos años seguidos
7,500 dólares anuales y ser la única proveedora
de la familia, llegar primero a 12 mil y, después, a
22 mil era una ganancia inesperada.
Podía llevar a mi hija a McDonald’s sin tener
que buscar monedas de veinticinco centavos debajo
de los cojines del sofá. Podía comprar medio
litro de helado sin tener que esperar a que estuviera de
oferta. Podía pagar todos los servicios a
tiempo.
Sí, me estaba yendo bien. O así lo pensaba.
Estaba en mis treinta y tratando de ponerme al
corriente con todos los demás, cuando el hombre
que trabajaba frente a mí empezó a molestarme
sobre la importancia de ahorrar para el retiro.
¿Retiro? Estaba loco. Ahora era cuando necesitaba el
dinero. El retiro estaba a una distancia de
décadas. De años luz.
Por fin tenía un ingreso sólido y él quería que
yo lo desperdiciara en el futuro. Así es como yo lo
veía. Cada dos meses me preguntaba si estaba
contribuyendo al plan 401 (k) de la compañía. El
periódico para el que trabajaba, el Beacon Journal, era de la cadena
Knight-Ridder. La compañía
pondría veinticinco centavos por cada dólar que
yo pusiera. A mayor escala eso significaba que por
cada 20 dólares, ellos pondrían 5. Por cada
cien, ellos pondrían 25, y así sucesivamente.
No, no estaba registrada en el programa y no
planeaba hacerlo. No era simplemente que no
quisiera confiarles a otros mi dinero. El asunto
era que yo no confiaba en el dinero, que
malinterpretaba la cita de la Biblia, “El amor
por el dinero es la raíz de toda maldad”. Yo pensaba
que el dinero era malo. ¿No era avaricia querer
más? Un plan 401(k) me sonaba como una
confabulación. Así es que continué rechazando el
dinero gratuito, no sólo el 25 por ciento
correspondiente, sino también todos los
intereses.
Mi amigo finalmente me desgastó.
—Te están dando
dinero. ¿Cómo puedes rechazarlo?
Acabé por contribuir a ese 401(k), pero perdí
años de ganancia potencial debido a mi miedo e
ignorancia.
No fue sino hasta que conocí a mi esposo años
más tarde cuando aprendí el poder de la
capitalización. Él me introdujo a uno de los
conceptos financieros más importantes: interés
compuesto. Al parecer, fue Albert Einstein quien
dijo: “La fuerza más poderosa en el universo es el
interés compuesto”.
Si sólo hubiera sabido todos esos años atrás que
el tiempo hace que el dinero crezca. Alguna vez
tuve una cuenta de ahorros con unos cuantos
cientos de dólares. Cada dos años, cuando la checaba,
tomaba el interés y lo gastaba. Era mi premio.
Dinero gratis. ¡Bravo! Jamás dejé que el interés
creciera sobre el interés que ya se había
generado. En ese sentido, el dinero hace el trabajo por ti.
Puedes invertir en acciones, fondos de
inversión, ése es un asunto entre tu asesor financiero y tú.
Sólo déjalo solo, todo, incluso el interés.
Puedes pedir que se retire el dinero de tu sueldo a través
de un depósito directo. De esa manera aprendes a
vivir de lo que te queda.
Uno de los libros más sencillos y populares que
explica esto es El barbero millonario, de David
Chilton. Fue escrito en 1989 y contiene una
verdad eterna. El argumento es que Roy, el rico barbero
de un pequeño pueblo, sirve como mentor de sus
clientes. Él les dice que empiecen a contribuir de
inmediato para el retiro, sin importar lo viejos
que sean. Entre más pronto, mejor. De hecho, cuánto
más pronto, el resultado podría ser
sorprendente.
Roy cuenta la historia de unos gemelos de 22
años que decidieron empezar a ahorrar para el retiro.
Uno de los gemelos abre un plan para el retiro,
invierte 2 mil dólares al año durante seis años, y
después para. La historia funciona bajo la
premisa de que su plan capitaliza al doce por ciento al
año, lo que es bastante bueno.
El segundo gemelo deja las cosas para más tarde
y no abre un plan sino hasta el séptimo año,
el año que su hermano se detuvo. El segundo
gemelo entonces contribuye con 2 mil anuales,
durante 37 años. Él, también, cuenta con un
interés del 12 por ciento al año. A los 65, salen a
cenar para comparar sus ahorros. El segundo
gemelo, que está totalmente consciente de que su
hermano dejó de contribuir 37 años atrás, se
siente confiado de que sus ahorros valdrán, al
menos, diez veces los de su hermano.
Pues no. A los 65 ambos ahorraron la misma
cantidad: 1,200,000 dólares.
La historia me sorprende cada vez que la
escucho. El primer hermano pagó 2 mil dólares al año
durante seis años. Si haces la suma, te darás
cuenta de que invirtió un total de 12 mil dólares. El
segundo hermano invirtió 2 mil dólares anuales
durante 37 años. Eso significa que invirtió 74 mil
dólares —más de seis veces lo de su hermano—
para al final obtener la misma cantidad.
En pocas palabras: empieza a ahorrar para el
retiro ahora y deja que el interés recaude interés. Lo
que quisiera saber es por qué Roy sigue cortando
el cabello si es millonario.
El concepto ha sido apodado “Solución del 10 por
ciento”, o págate a ti mismo.
Invierte 10 por ciento de todo lo que ganas, y
déjalo crecer a largo plazo. Jamás toques el capital,
ni el interés.
Mi esposo tiene dos hijos de su primer
matrimonio. Él constantemente les dice a ellos y a mi hija
que siempre inviertan el 10 por ciento de cada
regalo de cumpleaños, cada regalo de Navidad, cada
aumento. Es un gran hábito que se ha de infundir
en niños pequeños para que lo hagan con sus
domingos.
Ni siquiera se trata de fuerza de voluntad. Sólo
se requiere una decisión de tomar el cien por
ciento de la responsabilidad para tu vida y tu
futuro.
LECCIÓN 26
Nadie más está a cargo de tu felicidad.
Tú eres el director de tu alegría.
Los hombres no tienen la capacidad de leer la mente.
Cada mujer lo sabe, pero muchas de ellas
presionan a sus esposos, novios y amantes a que
realicen esta imposible hazaña.
Analiza, por ejemplo, el Día de San Valentín, el
que después del Año Nuevo provoca más
decepciones. ¿Cuántas mujeres saben exactamente
lo que quieren y, sin embargo, no les han dado ni
una sola clave a sus amantes? Quieres una caja
de chocolates Godiva, él te compra ropa interior
comestible. Quieres boletos para el teatro, él
te lleva a un partido de básquetbol. Quieres una cena a
la luz de las velas, él lleva a casa comida
rápida.
Tanto hombres como mujeres estarían mucho más
contentos si pudieran leer sus propias mentes y
se hicieran cargo de sus propias necesidades y
deseos.
Yo pasé mucho tiempo sintiéndome miserable en mi
cumpleaños, el Día de San Valentín, la víspera
de Año Nuevo y las citas nocturnas de los
sábados. La decepción se debía a que tenía grandes
expectativas de lo que mi novio en turno debía
hacer para complacerme. El problema era que jamás
comunicaba lo que quería. Ni siquiera a mí. Cada
vez que él preguntaba a qué película ir, yo encogía
los hombros sin preocuparme por ver la
cartelera. Cada vez que preguntaba a dónde podríamos ir a
comer, yo decía que no importaba, aunque tuviese
antojo de pizza Luigi o enchiladas de Luchita.
¿Por qué no decía simplemente lo que me
apetecía? Porque cada vez que tenía el extraño valor de
nombrar lo que quería y no lo conseguía, me
sentía devastada. Para evitar sentir ese rechazo
personal, mantuve mis deseos en secreto. Si no
los nombras, quizá aun puedas tener la oportunidad
de obtenerlos. Es un extraño juego mental al que
las mujeres nos entregamos con frecuencia, uno que
casi siempre perdemos.
Finalmente, aprendí el secreto. Cuando alguien
te pregunte qué quieres, en vez de negar que tienes
deseos, en vez de esconder el deseo de tu
corazón por miedo a no obtenerlo, intenta lo siguiente:
pregúntate qué te haría realmente feliz. No te
conformes con una o dos respuestas. Piensa en tres
opciones y ofrécelas, todas las que te gusten.
Ellos elegirán cuál darte, pero habrás acumulado la
baraja a tu favor.
En las citas amorosas, el trabajo, el
matrimonio, la paternidad y cada relación en la que te
encuentres, debes tomar la responsabilidad de tu
propia felicidad, porque nadie más tiene el poder
de hacerte feliz. Concentra tu energía en
diseñar la vida que quieras, en lugar de esperar a que
alguien más aparezca y te la ofrezca en una
bandeja. Termina la universidad. Forja una carrera.
Descifra lo que te hace feliz y elígelo, todos
los días.
No depende de nadie más en el planeta hacerte
feliz. No le corresponde a tu madre, a tu padre, a tu
esposo, a tu pareja, a tu novia, a tu novio, a
tus hijos, a tu jefe, a tus colegas, a tus amigos ni a tu
horóscopo. Depende de ti y sólo de ti.
Todo empieza eligiendo ser feliz.
Cuando te sientas atorada o atorado en
sensaciones de miedo, fatalidad, pesar, tristeza y
autocompasión, simplemente detente y pregúntate
lo siguiente: “¿Quiero ser feliz?”
La respuesta no debe ser, “Sí, pero…”.
No hay peros al respecto.
Todo depende de ti.
Aquí y ahora elige la felicidad. Cuando te
sientas estancado en un estado de ánimo en el que no
quieras estar, pregúntate: “¿Qué haría en este
momento una persona feliz?” Practica ser feliz. Actúa
como si lo fueras.
Convierte “ser feliz” en parte de tu rutina
diaria. Haz una cita semanal para consentirte. Programa
una hora de tu calendario. Llama a este tiempo
la hora de la belleza, la hora de las emociones, la
hora de la paz.
Visualiza tu día ideal y vívelo. Usa tu ropa
favorita. Toma una siesta. Duérmete tarde. Come pizza
a la hora del desayuno. Diseña un día soñado
para ti y solamente para ti.
Que te den un masaje. Que te hagan pedicure. Enloquece. Píntate cada
dedo de los pies de un tono
distinto de rojo. Cómprate ropa interior nueva.
Tira los calzones con seguritos y más hoyos que un
pedazo de queso gruyere. Tú mereces algo mejor.
Llama a un montón de amigos y haz una fiesta de
seres auténticos. Pídeles a todos que traigan una
entrada de chocolate.
Crea un santuario en tu hogar, un lugar privado
donde puedas rezar, soñar, crear. Jala una silla
hasta la ventana. Cuelga un helecho o planta un
círculo de violetas. Vuelve a leer tus libros favoritos.
Acurrúcate y lee unos sonetos de amor. Toma un
baño de burbujas, o uno lleno de vapor con velas
flotantes. Corta flores frescas y ponlas en tu
buró.
Hazte cosquillas. Ve comedias bobas, compra
algunas historietas, escucha una vieja grabación de
Bill Cosby.
Ten una cita contigo misma. Planea toda una noche
contigo. Ordena tu comida favorita: vino,
botana, plato fuerte y postre. Cuando el mesero
pregunte si vienes sola o solo, tú lo afirmarás con
alegría, no con vergüenza.
Escucha tu música favorita de la preparatoria.
Quema un CD con tus canciones preferidas. Llámalo
la banda sonora de tu vida.
Apunta las veinte mejores cosas que te han
sucedido en la vida, hasta el momento. Después,
escribe las veinte cosas que te gustaría que te
sucedieran, elige una y haz algo para que se vuelva
realidad.
Escribe una carta dirigida a ti, como la
personita que eras a los seis años. ¿Qué le diría la niña que
fuiste a la persona adulta que eres?
Toma una crayola gorda y escribe con tu mano
izquierda (si eres zurdo, escribe con la derecha).
Reordena tu habitación. Haz que entre más el sol
y la luz de la luna en ella. Cuelga algunas luces
parpadeantes en una esquina.
Escucha a hurtadillas conversaciones contigo
misma. Si no son agradables, cámbialas. Escribe un
nuevo guión. Coloca afirmaciones positivas en
toda la casa. Escóndelas en la guantera, en el gabinete
de las medicinas, en el congelador, en la tapa
de la secadora, en el cajón de los calcetines.
Reúne todas esas fotos sueltas y ponlas en un
álbum o en un collage de la gente que más te ama.
Hazte cargo de tus propias necesidades y deseos,
y ya no estarás depositando expectativas
desesperadas en otros. Ya no entrarás hambrienta
de la relación, estarás satisfecha, con algo que
compartir que los enaltecerá a ambos.
Acepta y celebra que estás a cargo de tu propia
felicidad. Has sido designada oficialmente
directora de tu destino. Como una amiga me
enseñó: puedes ser feliz o puedes ser miserable,
requiere la misma cantidad de esfuerzo.
LECCIÓN 27
Dimensiona todas las catástrofes
con estas palabras: “¿En cinco años
tendrá esto alguna importancia?”
Toma como ejemplo cualquier problema, desastre o
crisis y pregúntate: “¿En cinco años, importará
esto?”
La respuesta casi siempre es negativa.
Piensa en tus años de escuela. Me tomó doce años
terminar la licenciatura. ¿Importa ahora que me
haya tardado tanto? No.
Yo quería ser guardabosques y necesitaba
veinticinco horas de créditos de química. Reprobé la
primera clase. También obtuve un seis en
zoología y un seis en psicología infantil. En ese momento
me consideraba un fracaso. Todo se puso peor. Me
embaracé y dejé la escuela. Pero cuando regresé
seis años más tarde, la universidad tenía una
política de perdón académico. Me dieron amnistía y
borraron esas calificaciones. Voilà. Salto instantáneo de
promedio.
Con demasiada frecuencia agonizamos por las
cosas pequeñas.
Tienes una terrible migraña o terribles
retortijones o una tremenda sinusitis que hace difícil que
salgas de la cama. Pasas toda la noche dando
vueltas, debatiéndote si debes llamar al trabajo para
reportarte enfermo. Llama. En cinco años, ¿va a
importar que te hayas tomado un día?
Tienes que entregar un informe y no es perfecto.
Es lo mejor que puedes hacer, pero no te satisface.
Querías que tuviera diez páginas, y sólo tiene
nueve. Relájate. En cinco años, ¿importará?
Tienes un bebé de pecho y quieres regresar al
trabajo. Deseas dejar de amamantarlo, pero te
preocupa que eso traumatice al bebé. ¿Se sentirá
abandonado? ¿Una botella entre ustedes destruirá el
vínculo madre-hijo? En cinco años, no importará.
Lo importante es que quieras a tu bebé.
El hijo de 2 años de mi amiga no podía dejar el
chupón. El niño lo chupaba tan fuerte que parecía
como una aspiradora Hoover. El chupón iba a
interferir en la formación de sus dientes, pero su mamá
estaba preocupada de cómo dormiría sin él.
Finalmente le dijo al niño que se lo iban a mandar por
correo a alguien que lo necesitara más. Él lo
superó en un día y durmió profundamente esa noche y
las siguientes.
Los padres pasan por ello todo el tiempo. Su
hijo no está caminando tan pronto como el hijo de
alguien más. ¿Importará en cinco años si el bebé
da su primer paso a los 9 o a los 14 meses? De
cualquier manera, el niño no va a ir gateando al
kínder. Lo mismo pasa con las idas al baño. Los
padres se ponen histéricos de que el pequeño
todavía use pañales al año y medio o que tenga
accidentes a los dos. Relájense. Ningún niño
llega a la primaria en pañales.
Intenta esto en entrevistas de trabajo, citas y
calificaciones. ¿Importará en cinco años? ¿Cinco
meses? ¿Cinco minutos? Probablemente no.
¿Qué pasa cuando lidiamos con algo más difícil?
¿Qué pasa cuando hay más cosas en juego? ¿Qué
pasa cuando la situación impacta a otros? La
pregunta de los cinco años funciona de todas maneras.
Algunas veces debes ver hacia delante y
preguntarte: “¿Importará este problema/situación/incidente
en cinco años?” Un entrenador lo hizo y le
enseñó a su equipo una lección sorprendente. Era una
lección difícil, pero que jamás olvidarían.
El entrenador de futbol americano de la
preparatoria Cincinnati Colerain, Kerry Coombs, había
llevado a su equipo de futbol a trece victorias
en trece partidos. Sus chicos habían vencido a su
último oponente con un marcador de 49-7. Sus
chicos entregaban sus corazones en cada partido y
estaban a unos días de lo que constituía el
Super Bowl preuniversitario: el campeonato estatal. A
donde quiera que fuera el entrenador, la gente
lo felicitaba. Él sólo podía pensar en el próximo
partido.
Todo el mundo estaba emocionado por el gran
partido del sábado hasta que un antiguo alumno de
la escuela, al ver las noticias de deportes en
la televisión, le dijo a su madre:
—Oye, yo estuve en segundo de secundaria con ese
chico que sale en la tele, me pregunto por qué
sigue en la escuela.
Su madre, que trabajaba en ese plantel, le hizo
la misma pregunta a un orientador. Él revisó el
archivo del chico y descubrió que el jugador
había reprobado tercero de secundaria y se encontraba
en su quinto año de preparatoria. Esta situación
le quitaba el derecho de jugar deportes. La
información fue transmitida al entrenador, el
director y el superintendente.
Salvo cuatro personas, nadie sabía que ese niño
no podía competir. No importaba que el chico
hubiese jugado futbol en la preparatoria por dos
años. No importaba que el chico hubiese tenido
problemas familiares y por ello casi no hubiera
asistido a la escuela durante tercero de secundaria.
No importaba que sus calificaciones fueran
terribles y que, finalmente, hubiese hecho un esfuerzo,
diez nuevos amigos e intentara hacer algo con su
vida.
Una regla es una regla. Y si el entrenador
informaba de la infracción al estado, su equipo no
jugaría el gran partido.
—No fue fácil —el entrenador Coombs me dijo—.
Mentiría si dijera que no había una parte de mí
que quería aferrarse al hecho de que sólo cuatro
personas sabían sobre esto. Pero a fin de cuentas
jamás habría podido vivir con ello. Hacer algo
mal y quedarnos callados habría constituido una
terrible lección para nuestros chicos. Jamás
habría podido volver a verlos directamente a los ojos.
La escuela informó la situación al estado.
Después el entrenador llamó a todos sus jugadores de
futbol al auditorio. A todos, excepto uno. Otro
entrenador llevó al jugador en cuestión a casa para
darle la noticia en privado. El equipo sabía que
estaba en serios problemas cuando el entrenador
Coombs les pidió que rezaran. Cuando les dijo la
noticia, ellos lloraron. Después los llevó al campo
de futbol para terminar la temporada. En su
uniforme escolar, y rodeados de asientos vacíos, lanzaron
la pelota.
Él hizo todo lo que un gran entrenador habría
hecho. Convirtió la experiencia en una lección.
—Nadie ha muerto, nadie está herido. La vida
sigue adelante —les dijo—. Se enfrentarán a la
tragedia y a la desilusión nuevamente en la
vida. Un hombre se mide por su actitud al levantarse del
suelo cuando ha sido tacleado.
Conforme la conmoción se fue expandiendo por la
comunidad, el nombre del jugador que no podía
competir apareció en televisión, radio y
periódicos. Una orden de arresto se emitió para el niño,
puesto que él no había pagado la indemnización
por un cargo de robo. No tenía dinero. Su entrenador
lo llevó a la estación de policía para que
pudiera entregarse. El niño estaba devastado. También el
entrenador. Una cosa era ver cómo terminaba
prematuramente una temporada de futbol; otra muy
distinta ver cómo se deshacía la vida de un
chico.
—Él ha dado pasos agigantados —dijo el
entrenador—. La gente pierde de vista que éste es un
niño. Puede tener dieciocho, pero sólo es un
niño.
Los entrenadores habían estado tan ocupados
llevando al chico a la escuela, ayudándolo con su
tarea y revisando sus calificaciones cada
semana, que nadie se preguntó jamás sobre su elegibilidad.
¿Qué pasó después? Comida, faxes y flores
fluyeron a la escuela de cada rincón del estado.
Incluso los directivos de otras preparatorias
llamaron para ofrecer apoyo. La gente donó dinero para
ayudar al estudiante a cubrir su indemnización.
El entrenador les dijo que no, pero pidió lo
siguiente:
—En lugar de dinero, ofrézcanle trabajo.
Él convirtió el episodio en una temporada de
triunfo, una que recordarían mucho después de
graduarse. Él sabía que cinco años después, ya
graduados y en la universidad, haber perdido el
derecho a una temporada de futbol no sería un
desastre en absoluto. Sería una lección sobre
honestidad e integridad que los llevaría mucho
más lejos en la vida que cualquier victoria en el
campo de futbol.
LECCIÓN 28
Siempre elige la vida.
Yo descubrí el secreto de la vida en primero de preparatoria,
cuando el maestro de literatura nos
hizo
leer Walden de Henry David Thoreau.
Escribió sobre su experiencia en el bosque,
donde vivió en soledad durante dos años y dos meses.
Construyó una pequeña casa a poco más de un
kilómetro de cualquier vecino, a orillas del lago de
Walden, en Concord, Massachusetts. El pasaje que
pareció hablarme directamente cuando iba en
primero de preparatoria sigue llamándome ahora:
Fui a los bosques porque quería vivir a
conciencia, enfrentar sólo los hechos esenciales de
la vida, y ver si podía aprender lo que
me habrían de enseñar. No fuera que cuando estuviera
por morir, descubriera que no había
vivido. No quería vivir lo que no fuera la vida. ¡La vida es
tan querida!
El secreto de la vida es elegir la vida.
La vida es tan querida.
Cuatro años después de leer cómo Thoreau había
arrinconado la vida, la vida me arrinconó a mí.
Era una estudiante universitaria de 21 años que
me enfrentaba a una pared de miedo. No había tenido
la regla durante cuatro meses y un montículo
crecía entre mis caderas.
No quería estar embarazada. Traté de desaparecer
el embarazo rezando, y después simplemente
decidí que no estaba embarazada. Pero la
negación tiene sus límites. En realidad, no funciona para
nada cuando se trata de detener un bebé en
crecimiento.
En aquel entonces no podías ir a la farmacia,
comprar una prueba de embarazo, hacer pipí en un
palito y descubrir en la privacidad de un baño
cuál era el resultado. Debías ir al doctor, dar una
muestra de orina en un recipiente y esperar una
semana para el veredicto.
Llevé mi muestra a una pequeña agencia en Kent,
Ohio, que se especializaba en ayudar a las
madres solteras. Las mujeres en Birthright no
eran antifeministas hostiles, no eran locas de pro vida
que llamaban asesina a la gente que elegía el
aborto. Ellas simplemente querían ayudar a las mujeres
a saber que dar a luz y quedarte con el bebé o
darlo en adopción eran opciones viables.
El día que debían estar los resultados, llamé
desde una cabina telefónica a la agencia. Me dijeron
que necesitaba presentarme personalmente.
Procedimiento estándar, mintieron. Caminé a través del
campus aquel día hasta la pequeña zona comercial
donde se ubicaba la agencia. Mis pies parecían no
tocar la tierra. Floté ahí, casi como si ya
supiera que el cambio era inminente.
La mujer detrás del mostrador parecía tan
contenta con las noticias. Aunque yo ya debía saberlo,
las palabras se sintieron como una bofetada en
el rostro. Estás embarazada.
¿Yo? ¿Yo que sólo tengo 21? ¿Yo que tenía miedo
y estaba perdida y sola? ¿Yo que había
terminado la relación con el padre del bebé
hacía meses? ¿Yo que no tenía ni idea de lo que estaba
haciendo con mi vida?
Sin embargo, en el fondo, como la calma en el
ojo del huracán, la paz llenó mi centro. Vida. Una
nueva vida estaba creciendo, dentro de mí.
Le dije que sí ese día, y cada día desde entonces.
En aquel momento había dos maneras de ver la
situación: lamentable fracaso o maravillosa
oportunidad. Terminé dejando la escuela y
renunciando a mi trabajo como técnica de emergencias
médicas, pues no podía cargar cuerpos sin correr
el riesgo de lastimarme la espalda y al bebé. Vivía
en casa de mis padres y me sentía como un
tremendo fracaso en el mundo.
Pero adentro, en un mundo privado que no
compartía con nadie, sentí alegría por convertirme en
mamá. Debía mantenerlo en secreto, porque el
mundo quiere que sientas vergüenza.
¿Esa hija, ese bebé que alguna vez traté de
ahuyentar con mis rezos? Es el mayor regalo de mi
vida. Viendo hacia atrás, desde mis 53 años, ha
sido la mejor vuelta que ha dado mi existencia.
Elige la vida.
Para mí no se trata de un eslogan antiaborto que
provoque controversias. Es una manera de ver
cada día, cada elección. Cuando debo elegir
algo, me pregunto cuál es la decisión que enaltecerá mi
vida. Y después la tomo.
Cuando descubrí que tenía cáncer, las opciones
de tratamiento no eran muy atractivas: cirugía,
quimioterapia, radiación. Desafortunadamente, el
doctor las sugirió todas.
Había visto a tanta gente desgastarse por el
cáncer. Como técnica de emergencias médicas, solía
llevar a las personas a su tratamiento de
radiación y quimioterapia, gente que se sentía muy mal para
conducir, gente en su último aliento. Tres de
mis tías habían muerto de cáncer después de años de
luchar, después de años de sufrir. ¿Cuál sería
mi destino?
Un día, justo antes de empezar el tratamiento de
quimioterapia que tanto temía, me entregué a un
juego mental. ¿Qué tal si simplemente no lo
hacía? ¿Qué tal si me rehusaba a la quimioterapia y sólo
confiaba en que la cirugía se deshiciera de todo
y que la oración me protegiera? Mmm. Como que me
gustaba cómo se sentía. Pero conforme fue
pasando el día, en lo profundo de mi ser sabía que eso no
era elegir la vida. No para mí. Sabía que debía
hacer todo lo posible para mantener vivo mi cuerpo,
para que él pudiera albergar mi espíritu. Sabía
que Dios todavía no había terminado su tarea
conmigo.
Al final no pude callar el susurro de esa
pequeña y serena voz que es Dios. Elige la vida. Al final
del día, había llegado a un crescendo de ópera.
Y yo también: elegí la vida. Tomé los
tratamientos. Todos. Primero me enfermaron, pero después
me curaron. La experiencia completa transformó
mi vida y las vidas de aquellos a mi alrededor,
desde mi hija y esposo hasta perfectos extraños.
Entre los más grandes regalos de toda mi vida,
entre los primeros diez —no, los primeros cinco—,
hay dos cosas que jamás habría elegido:
Haber sido madre soltera a los 21. Lo mejor que
me ha pasado.
Haber sido paciente con cáncer a los 41. Una de
las mejores cosas que me han pasado.
Me cambiaron para bien, me cambiaron para
siempre.
La vida me llevó por un sendero en el que no
quería estar, en el que no planeaba estar. Sin
embargo, una vez ahí, aprendí que el secreto de
la vida es sólo ése: elegir la vida. La vida es tan
querida.
LECCIÓN 29
Perdona.
En mi auto una calcomanía azul dice: “Dios bendice a todo el mundo,
sin excepciones”.
Hasta ahora nadie me ha cuestionado por ella.
Confieso que hay muchos días en los que soy yo
quien la cuestiono, cuando soy yo quien alberga
excepciones. Solía tener una larga lista. Después la
reduje a una persona, pues no podía evitar el
resentimiento.
Es más fácil perdonar a aquellos que te lastiman
que a aquellos que lastiman a las personas que
amas. ¿Cómo perdonas al padre que abandonó a tu
hija? ¿Que dejó de aparecer en su vida? ¿Que la
decepcionaba cada Navidad y cada cumpleaños?
¿Que seguía haciendo promesas que no cumplía?
Algunos años después de que mi hija naciera, yo
había reparado lo que me correspondía.
Cuando íbamos a la universidad salimos durante
unos cuantos meses, y después fui yo quien
terminó la relación. Meses más tarde, descubrí
que estaba embarazada. Cuando le dije sobre el bebé,
él sugirió que nos casáramos. Yo no le veía
ningún sentido a esto. Si no queríamos salir juntos,
definitivamente no debíamos casarnos.
Cuando mi hija cumplió cinco, empezó a preguntar
por su papá, quien jamás la había visto. Yo me
sentí mal y me di cuenta de que no tenía derecho
de sacarlo de su vida. Después de semanas de
oración y consejos de un mentor espiritual, lo
llamé un día y lo invité a su vida. Me disculpé por
haberlo excluido y le dije que dependía de él si
quería una relación con ella. Yo necesitaba limpiar
mi lado de la calle, y lo hice.
Él había seguido con su vida y se había casado,
y aunque el matrimonio quería tener hijos, ella no
podía. Él jamás le había contado a su esposa
sobre Gabrielle. Antes de conocerla, le hice una
advertencia: “Si le abres la puerta, hazlo
completamente. No puedes conocerla y después
desaparecer. Es un compromiso, no una
curiosidad, así es que debes estar seguro de que es algo que
realmente quieres hacer. Habla con tu esposa y
piénsalo. Asegúrate de que sea una decisión adecuada
para ambos”.
Cuando conoció a Gabrielle, se enamoró de ella.
Empezó a verla cada mes, después se la llevaba
fines de semana completos. Él y su esposa la trataban
como a una princesa, incluso destinaron un
cuarto para ella en su casa. Por unos cuantos
años, él permaneció en su vida, pero después,
gradualmente, salió de ella. Gabrielle solía
regresar de los fines de semana en su casa quejándose de
que su papá había trabajado todo el tiempo
ayudando a los vecinos o a la gente de su iglesia, y que
ella casi no había podido estar con él. Después,
él y su esposa adoptaron dos niñas. Con el tiempo,
las visitas, las llamadas y las cartas
desaparecieron. Cuando llegó a la adolescencia, ella reunió el
valor para confrontarlo. Lo llamaba y lloraba, y
él prometía regresar a su vida, pero jamás lo hizo.
Me enojé tanto con él por lastimarla una y otra
vez. ¿Qué tan difícil era escribir o llamar? Me
preocupaba que ella creciera culpándose por su
ausencia, pensando que estaba haciendo algo mal.
Gabrielle se fue a la universidad, se enamoró y
se comprometió para casarse. Su novio era una
navaja suiza humana, un ingeniero que amaba
cazar, pescar y componer cosas. Establecieron una
fecha para la boda, pero ocho meses antes ella
quiso posponerla. Acababa de graduarse de la
universidad y jamás había vivido sola.
Necesitaba tiempo para madurar y convertirse en adulto. En
algún lugar de su interior, ella sabía que no
hacían buena pareja, pero no podía decirlo.
Una noche todo se vino abajo. Cuando ella le
pidió que pospusieran la boda, él emitió un
ultimátum: ahora o nunca. O seguían con los
planes de boda o terminaban. Después de muchas
lágrimas y mucho dolor, ella le devolvió el
anillo. Él se fue y ella jamás lo volvió a ver.
Ha sido la decisión más difícil que ella haya
tomado. Durante mucho tiempo se sintió injusta y
vulnerable. Después, un fin de semana, asistió a
un retiro sobre el perdón. Regresó transformada. El
retiro la liberó.
Con mucha frecuencia escuchamos el eslogan:
“Perdonar y olvidar”. La mayoría de la gente no
puede con lo último, y quizá no debería, para
protegerse a sí misma. Pero qué tal si, en lugar de
olvidar, ¿volviéramos a contar la historia? Eso
fue lo que ella aprendió en el retiro. En vez de contar
la saga que te dibuja como una víctima y a
alguien más como un villano, reescribe el guión. En lugar
de justificar y defender tu dolor, libéralo.
Con mucha frecuencia seguimos contando la
historia de la herida. Obtenemos atención y
compasión por ser una víctima o por estar en lo
correcto. Buscamos compensaciones baratas que nos
mantienen atorados. Si hemos invertido en que
alguien sea nuestro villano, debemos amar ser la
víctima. Debemos liberar a ambos personajes en la
historia.
Mi hija había cargado dentro de ella una
historia que seguía lastimándola: su padre la abandonó
una y otra vez. Su prometido era un gran tipo al
que ella lastimó y abandonó. ¿Qué tal si lo veía bajo
otra luz?
Ella empezó a contarse una nueva historia. Su
padre había hecho lo mejor que podía. Por alguna
razón no fue capaz de dar más. No tenía nada que
ver con ella, así es que ya no seguiría tomándoselo
personalmente. Ella no podía cambiar lo que él
era. Quizá él tampoco podía.
Ni ella ni su prometido necesitaban representar
el papel de víctimas. La suya, en su lugar, era la
historia de dos personas que se habían amado,
intercambiado regalos del corazón y, después, puesto
en libertad. Con el tiempo, él encontró a
alguien más con quien casarse. Y ella encontró a James, un
maravilloso regalo para todos nosotros.
La historia la hizo caminar del pesar al perdón
y a la libertad. El perdón es perder definitivamente
la esperanza de un mejor pasado. Al principio,
suena duro, pero una vez que dejas ir lo que quisiste
que fuera tu pasado, puedes empezar a cambiar el
presente y crear un mejor futuro.
Yo lo intenté. La historia que siempre contaba
nos dibujaba a Gabrielle y a mí como víctimas. Yo
era la pobre madre soltera que siempre luchaba.
Su padre era el villano que nos había abandonado a
ambas. Unas cuantas semanas antes de la boda de
Gabrielle, me preocupé de que se fuera a sentir
triste porque su padre no la acompañara hasta el
altar. Hice un cambio en mi conciencia, y decidí
contar una historia diferente, no una de
ausencia, sino una de presencia.
Busqué en las cajas del ático y encontré todas
las fotos que tenía de su papá cuando éramos
universitarios. Compré un pequeño álbum de
recortes y me senté con mis recuerdos. En cada página
pegué fotos de él y escribí sobre cada una de
las cualidades que tenía.
Después hice otro álbum de todos los hombres en
la vida de mi hija que tomaron el lugar de su
padre, y que llenaron los vacíos. Mi propio
padre, mis cinco hermanos, mis amigos que le enseñaron
a andar en bici, aventar la pelota y batear. En
la primera página, pegué su certificado de nacimiento.
Desde que nació, la línea para PADRE había
permanecido en blanco. Debajo de su certificado,
escribí una nueva historia, una que había sido
verdadera. Le dije que la línea estaba en blanco no
porque no tuviera un papá en su vida, sino
porque tenía tantos que sus nombres no cabrían en el
certificado.
Algunos dicen que el perdón es un proceso. Eso
es cierto, pero empieza con una decisión. Una vez
que decides cambiar tu historia, obtienes tu
final feliz.
Cuando mi hija caminó por el pasillo, los
hombres que ayudaron a criarla, todos esos padres
sustitutos que llenaron los espacios vacíos, la
rodearon de amor.
¿Y su padre biológico? Lo mejor de él estaba
ahí, en ella.
LECCIÓN 30
Lo que los demás piensen de ti
no es de tu incumbencia.
Como columnista de periódico, me han llamado de todo. Imbécil. Idiota. Pendeja. Cabrona. Zorra
despreciable. Perra que ama a los judíos.
Algunas veces me han dicho todo eso en un día. Qué digo,
algunas veces en una hora.
Los lectores me insultan constantemente a través
de llamadas o correos electrónicos anónimos:
“Eres tan parcial”. (Escribo una columna de
opinión.)
“Eres una liberal comemierda”.
“No te tolero y jamás te leo”. (Sin embargo, la
lectora citó todos los párrafos que odiaba.)
“Pareces un gremlin”. (¿El auto o el alien?
Siempre me pregunto.)
“Estás enferma”.
“Eres un insulto para Dios”.
“Eres una desgracia”.
“Eres tan ingenua”.
“No tienes idea, eres ignorante y arrogante”.
Mis dos favoritas: “Pierdo puntos de IQ cada vez
que leo tu columna”. Y la otra: “No sé qué tipo
de grado tengas, ¡pero debe tener algo que ver
con estupidez!”
El día en que mi editor en el Beacon Journal me dio la columna, en 1994,
me sentó en su oficina y
trató de convencerme de no tomarla. Me advirtió
que quizá no querría realmente este trabajo de
ensueño.
—Los lectores serán descaradamente malos y
canallas —advirtió—, y te atacarán de todas las
maneras posibles.
Él no estaba seguro de que yo fuera lo
suficientemente fuerte como para aguantar esto. Yo estaba
segura de que no lo era, pero de todas maneras
dije que sí.
Simplemente me esforzaría más e ignoraría los
comentarios malvados. En mi corta experiencia
como terapeuta de personas alcohólicas, una vez
tuve la oportunidad de ver una película llamada
Chalk Talk3 del Padre Martin. En ésta, el sacerdote cuenta historias
para inspirar a la gente en su
recuperación. Recuerdo una sobre una mujer que
entre lágrimas acudió a él después de que su marido
borracho la había llamado puta.
—¿Te sentirías mal si te hubiera llamado silla?
—le preguntó él.
—Por supuesto que no —dijo ella.
—¿Por qué no? —preguntó él.
—Porque sé que no soy una silla —dijo ella.
—¿Y qué no sabes que no eres una puta? —preguntó
él.
No importa lo que la gente te llame, tú decides
cómo reaccionar. En mi trabajo yo simplemente
trataría de recordar mi identidad.
Fue más difícil de lo que imaginé. Ay, esas
llamadas herían. ¡Qué vergüenza! Hubo cristianos
santurrones que me condenaron al infierno o
rezaron por mí en formas que no parecían santas.
Las columnas salían tres días a la semana con mi
número telefónico y mi dirección de correo
electrónico al final. Algunos veían esta
información como una invitación para sacar toda su furia
hacia sus jefes o ex esposas o padres
fallecidos. Las peores llamadas llegaban a las 2 a.m., después
de que cerraban los bares.
Si los lectores no te quiebran, el ritual anual
de los premios periodísticos lo hará. Cada año los
editores envían tu trabajo a distintos
concursos. Quisieras que no te importaran los premios, pero a
todos nos importan. El negocio periodístico
atrae a gente con egos retorcidos. Las salas de redacción
están llenas de ególatras con complejos de
inferioridad. Debemos ser maravillosos o no somos nada.
En el mar del periodismo es fácil que te sacudan
las opiniones y puntos de vista de editores,
colegas, fuentes, lectores, jueces de concursos,
y tus propias dudas e inseguridades. Cada escritor
tiene un ego frágil, enorme, pero frágil.
Queremos estar en primera plana todos los días; sin embargo,
nos aterra no ser buenos.
Yo descubrí el secreto de la completa libertad
respecto al chisme, el juicio, la crítica, la duda, y
las opiniones de otros:
Humildad.
No humillación. Eso no le sirve mucho a nadie.
Yo solía desconocer la diferencia entre estas
dos palabras hasta que vi la definición de humildad
que uno de los cofundadores de Alcohólicos
Anónimos tenía en su escritorio. El programa de los
doce pasos de AA tiene la finalidad de
conducirte a la humildad y a una vida de servicio a los
demás.
El Dr. Bob tenía estas palabras de un autor
anónimo frente a él:
La humildad es la quietud perpetua del
corazón.
Es no tener conflicto.
Es no sentir temor ni molestia, enojo ni tristeza; no pensar en lo que me han
hecho, sentir que
nada se ha hecho en mi contra.
Es estar en paz cuando nadie me alaba, y
cuando me culpan o desprecian; es tener un hogar
bendito en mi interior, a donde puedo ir
y cerrar la puerta y arrodillarme ante mi Padre en
secreto, y estar en paz, como en un
profundo mar de tranquilidad, cuando todo a mi alrededor
indica turbulencia.
Quietud perpetua del corazón. Eso es lo que
realmente quiero debajo de todas esas cosas que
pienso que quiero. Estar en calma cuando nadie
me alaba. Ésa es la verdadera libertad.
La vida no es un espectáculo, ni un concurso de
popularidad, ni una conquista de poder, dinero,
fama, juguetes, gloria, ropa, alabanzas,
premios, títulos o grados. Al final, ¿importará todo eso? Hay
una canción de música country en la que George
Strait dice que al mundo llegamos sin nada, y
salimos sin nada de él. Yo tampoco he visto una
carroza fúnebre con un estante para el equipaje. Y
los ataúdes no vienen con estuches para los
trofeos.
Una forma de mantenerse concentrado en lo que
verdaderamente importa es crear una declaración
de tu misión personal. No la palabrería larga y
aburrida que las corporaciones diseñan y a las que
jamás se adhieren, sino una declaración personal
sobre la cual puedas basar en verdad tu vida.
Yo pasé unas cuantas horas un día reflexionando
cómo plantear la mía. Cerré mis ojos y me
imaginé a todos mis seres queridos sentados en
mi funeral. Mis hijos, mi esposo, mis hermanos, mis
compañeros de trabajo, amigos, vecinos. ¿Qué me
gustaría que significara mi vida al final?
No me gustaría verlos sentados hablando sobre
los premios que obtuve por mi escritura, o que
invertí sabiamente en mi 401 (k) o que fui una
celebridad local. No sé qué dirán después de que me
haya ido, pero aquí está lo que espero haber
dejado. Encontré la declaración de mi misión: las
palabras que leo cada mañana en la oración de
San Francisco de Asís.
Señor, hazme instrumento de tu paz;
donde haya odio, ponga yo amor,
donde haya ofensa, ponga yo perdón,
donde haya discordia, ponga yo unión,
donde haya error, ponga yo verdad,
donde haya desesperación, ponga yo
esperanza,
donde haya tristeza, ponga yo alegría.
Haz que busque:
consolar, no ser consolado,
compadecer, no ser compadecido,
amar, no ser amado.
Porque es olvidándose, como uno
encuentra;
es perdonando, como uno es perdonado;
es dando, como uno recibe;
es muriendo, como uno resucita a la vida.
Cada mañana utilizo esa oración como mi brújula.
Apunta al Norte Verdadero. Humildad real. Paz
verdadera. Soy simplemente un hijo de Dios, tan
valioso y atesorado como cualquier otro hijo de
Dios. No el mejor, no el peor, y para nada
importa lo que los demás piensen de mí.
LECCIÓN 31
No importa lo buena o lo mala que
sea una situación…cambiará.
Mi amiga Mena tiene un dicho: “La vida es ruda, usa un casco”.
Pues no está bromeando.
Algunos días uno siente que necesita un casco
para sobrevivir las subidas y bajadas, las vueltas,
los empujones, los traqueteos y los enfrenones
repentinos. Y eso es sólo para la hora pico de la
mañana.
El secreto es no apegarse demasiado a nada de la
vida, bueno o malo. Los buenos tiempos vendrán
y después se irán. Los malos tiempos vendrán y
después se irán. Nuestro trabajo es no aferrarnos a lo
positivo ni resistirse a lo negativo, sino
permitirles a ambos que nos enseñen y nos pulan.
Hay un viejo dicho con el que la gente suele
enfrentar los malos momentos: “Esto también pasará”.
La mayoría de la gente no quiere usarlo cuando
se trata de los buenos tiempos. No queremos que
pasen. Queremos que duren para siempre. Pero,
tarde o temprano, todo cambia.
El secreto es montar en la vida como si fuese
una balsa en un río, y dejar que te lleve a través del
agua agitada y el agua quieta, y más allá. Flota
como una hoja sin aferrarte a nada, confiando en el
flujo del río.
La primera vez que hice un paseo por unos
rápidos, un guía nos dio un sermón sobre los peligros
del río. Si te caes de la balsa, no trates de
pararte, no trates de aferrarte a una roca, no trates de
luchar contra el río. El río ganará. Si te caes,
relájate, apunta los dedos de los pies hacia donde va la
corriente, inclina tu cabeza hacia el pecho y
deja que el río te lleve. Siempre te llevará a aguas
tranquilas. Él nos dio a cada uno de nosotros un
remo y nos dijo que escucháramos sus indicaciones,
conforme entráramos a cada serie de rápidos.
Después nos dijo que recordáramos que la gente
realmente muere en los ríos, así es que debíamos
tener cuidado, y divertirnos. Ah, y no tenía cascos
para nosotros.
Sus palabras sonaban reconfortantes y claras en
la seguridad del pedazo de pasto donde las balsas
y los salvavidas estaban apilados. Bueno, hasta
que mencionó la parte en la que uno muere.
Supusimos que estaba bromeando hasta que
escuchamos el rugido del río allá abajo y no había vuelta
atrás.
La primera vez que fui a los rápidos no tenía
idea de lo que debía esperar. El río Youghiogheny se
arremolina en rápidos de clases III y IV en
Ohiopyle, Pensilvania, y se convierte en un paseo
emocionante alrededor de rocas, salientes y
corrientes de salvajes espirales. Yo me senté en el
extremo de la gigante balsa negra, que se sentía
como una gran llanta. No había nada a lo cual
aferrarse. Los cuatro que íbamos en la balsa
remamos constantemente hacia los rápidos, pero una vez
en ellos, sentimos como si alguien hubiera
encendido la lavadora.
El río nos elevó y nos hizo descender, nos llevó
a la derecha y a la izquierda, debajo del agua y
muy por encima de ella. Yo trataba de remar,
pero no estaba segura de que mi remo estuviese en el
río o en el aire, pues todo giraba rápidamente.
La experiencia era malvada y salvajemente
emocionante. Hasta que me caí. Mi primer
instinto fue tratar de pararme o aferrarme a una roca.
¡Bam! ¡Pum! ¡Auch! Ah, sí, ¿qué era lo que decía
el hombre sobre relajarnos? Yo hice un intento
débil de apuntar mis dedos y guardar mi cabeza,
pero no podía encontrar ni sentir mis dedos en ese
río de helados remolinos.
Mis lentes de contacto flotaban en mis ojos, así
es que no podía ver frente a mí. Mi salvavidas era
demasiado grande y no dejaba de subirse hasta
mis orejas. Tenía que usar mis manos para sostenerlo
a la altura de los hombros. El remo fue
arrastrado. Era difícil saber cuándo inhalar. No podía ver
nada sino agua alrededor de mí y por encima de
mí. Ya no podía sostener mi respiración más o tragar
más río, así es que dije, Dios, si quieres que viva, haz algo rápido. Soy Tuya. En ese momento sentí
que alguien me sacaba del río. Otra balsa había
pasado y alguien me agarró del salvavidas. Para el
momento en que llegamos a las aguas tranquilas,
yo estaba lista para más aventura.
En mi último viaje por el río fui con un grupo
de gente que era demasiado audaz o demasiado
mezquina como para contratar un guía. Rentamos
una balsa y nos lanzamos al agua.
Gran error.
Navegamos el río de manera temeraria, como si
nuestro objetivo fueran las rocas y la fuerza
hidráulica, casi desafiándolos para que nos
lastimaran. Alquilamos salvavidas y nos dispusimos a
conquistar el río por nuestra cuenta. Llevamos
comida y una cuerda como herramienta de seguridad.
Pero no había nadie que nos dijera cómo abordar
cada rápido, nadie que nos advirtiera qué rocas
evitar, así es que galopamos a través de una
serie de rápidos y nos incrustamos en una roca; una roca
del tamaño de un Chevy.
Estábamos atorados en esa roca, y no podíamos
movernos ni un centímetro, con el agua espumosa
que se arremolinaba a nuestro alrededor. Cuando
echamos nuestro peso hacia un lado para tratar de
desviar nuestro camino, la balsa se volteó. El
agua furiosa me adhería a la roca, y me golpeaba tan
fuerte en el pecho que casi no podía respirar.
De alguna manera, los otros me subieron a la roca. Para
ese momento, la balsa ya se había ido.
¿Qué podía hacer ahora?
Dos guías de otro grupo llegaron en kayak. Nos
dijeron que saltáramos nuevamente al agua y
dejáramos que nos llevara río abajo. Pensé que
estaban bromeando. No había otra opción. El kayak y
las otras balsas no tenían espacio para los
extraviados. Uno por uno, mis amigos dijeron sus adioses
y se lanzaron al agua para desaparecer flotando.
Yo era la única que quedaba. El guía en el kayak
seguía insistiendo para que saltara al agua. Yo
no quería desprenderme de la seguridad de la roca,
pero el río no se iba a detener por mí ese día o
ningún otro.
Finalmente, él prometió seguirme en su kayak,
así es que dije una oración, me deslicé de la roca y
floté hacia el agua tranquila. Jamás olvidaré
ese día, cómo a veces debes dejar la seguridad de tu
roca por algo mejor.
Una vez leí una entrevista con el pastor Rick
Warren, quien escribió Una vida con
propósito. Lo
que decía me recordó ese río:
La vida constituye una serie de
problemas. O te encuentras en uno ahora, acabas de salir de
alguno o te estás preparando para el
siguiente. La razón de esto es que Dios está más
interesado en tu temperamento que en tu
comodidad. Dios está más interesado en hacer tu vida
santa que en hacer tu vida feliz.
Él habló sobre la lección que aprendió en el año
más maravilloso y más difícil de su vida. Ese año
él había hecho millones con su libro, pero a su
esposa le dio cáncer.
Solía pensar que la vida era una serie de
colinas y valles; pasas por un momento oscuro,
después subes a la cima de una montaña,
una y otra vez. Ya no creo eso. En lugar de que la
vida sea una serie de colinas y valles,
pienso que es como los dos rieles en la vía del
ferrocarril, y que en todo momento tienes
algo bueno y algo malo en tu vida. Sin importar lo
bien que te vaya, siempre hay algo que
necesita trabajarse. Y sin importar lo mal que te vaya,
siempre hay algo bueno por lo que puedes
darle gracias a Dios.
Y también está la conductora de NASCAR, quien
dijo:
—La vida es como una pista de carreras. Son las
curvas las que hacen que valga la pena.
Es fácil para ella decirlo, pues puede usar
casco.
Sin importar la analogía, la vida es un viaje
salvaje y maravilloso. Vendrá el caos, seguirá la
calma, y después todo empezará nuevamente. El
secreto es paladear el paseo.
Todo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario