Centro Holística Hayden

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6 de diciembre de 2018

Dios nunca pestanea- Leccion 25 a 31


LECCIÓN 25
Apenas recibas tu primer mes de sueldo,
empieza a ahorrar el 10 por ciento
para tu retiro.
Por primera vez en la vida, mi sueldo era bueno.
Está bien, no era mucho, pero era un salario decente. Para alguien más, 22 mil dólares al año
probablemente sería un salario indigno, pero después de haber recibido durante dos años seguidos
7,500 dólares anuales y ser la única proveedora de la familia, llegar primero a 12 mil y, después, a
22 mil era una ganancia inesperada.
Podía llevar a mi hija a McDonald’s sin tener que buscar monedas de veinticinco centavos debajo
de los cojines del sofá. Podía comprar medio litro de helado sin tener que esperar a que estuviera de
oferta. Podía pagar todos los servicios a tiempo.

Sí, me estaba yendo bien. O así lo pensaba. Estaba en mis treinta y tratando de ponerme al
corriente con todos los demás, cuando el hombre que trabajaba frente a mí empezó a molestarme
sobre la importancia de ahorrar para el retiro. ¿Retiro? Estaba loco. Ahora era cuando necesitaba el
dinero. El retiro estaba a una distancia de décadas. De años luz.
Por fin tenía un ingreso sólido y él quería que yo lo desperdiciara en el futuro. Así es como yo lo
veía. Cada dos meses me preguntaba si estaba contribuyendo al plan 401 (k) de la compañía. El
periódico para el que trabajaba, el Beacon Journal, era de la cadena Knight-Ridder. La compañía
pondría veinticinco centavos por cada dólar que yo pusiera. A mayor escala eso significaba que por
cada 20 dólares, ellos pondrían 5. Por cada cien, ellos pondrían 25, y así sucesivamente.
No, no estaba registrada en el programa y no planeaba hacerlo. No era simplemente que no
quisiera confiarles a otros mi dinero. El asunto era que yo no confiaba en el dinero, que
malinterpretaba la cita de la Biblia, “El amor por el dinero es la raíz de toda maldad”. Yo pensaba
que el dinero era malo. ¿No era avaricia querer más? Un plan 401(k) me sonaba como una
confabulación. Así es que continué rechazando el dinero gratuito, no sólo el 25 por ciento
correspondiente, sino también todos los intereses.
Mi amigo finalmente me desgastó.
—Te están dando dinero. ¿Cómo puedes rechazarlo?
Acabé por contribuir a ese 401(k), pero perdí años de ganancia potencial debido a mi miedo e
ignorancia.
No fue sino hasta que conocí a mi esposo años más tarde cuando aprendí el poder de la
capitalización. Él me introdujo a uno de los conceptos financieros más importantes: interés
compuesto. Al parecer, fue Albert Einstein quien dijo: “La fuerza más poderosa en el universo es el
interés compuesto”.
Si sólo hubiera sabido todos esos años atrás que el tiempo hace que el dinero crezca. Alguna vez
tuve una cuenta de ahorros con unos cuantos cientos de dólares. Cada dos años, cuando la checaba,
tomaba el interés y lo gastaba. Era mi premio. Dinero gratis. ¡Bravo! Jamás dejé que el interés
creciera sobre el interés que ya se había generado. En ese sentido, el dinero hace el trabajo por ti.
Puedes invertir en acciones, fondos de inversión, ése es un asunto entre tu asesor financiero y tú.
Sólo déjalo solo, todo, incluso el interés. Puedes pedir que se retire el dinero de tu sueldo a través
de un depósito directo. De esa manera aprendes a vivir de lo que te queda.
Uno de los libros más sencillos y populares que explica esto es El barbero millonario, de David
Chilton. Fue escrito en 1989 y contiene una verdad eterna. El argumento es que Roy, el rico barbero
de un pequeño pueblo, sirve como mentor de sus clientes. Él les dice que empiecen a contribuir de
inmediato para el retiro, sin importar lo viejos que sean. Entre más pronto, mejor. De hecho, cuánto
más pronto, el resultado podría ser sorprendente.
Roy cuenta la historia de unos gemelos de 22 años que decidieron empezar a ahorrar para el retiro.
Uno de los gemelos abre un plan para el retiro, invierte 2 mil dólares al año durante seis años, y
después para. La historia funciona bajo la premisa de que su plan capitaliza al doce por ciento al
año, lo que es bastante bueno.
El segundo gemelo deja las cosas para más tarde y no abre un plan sino hasta el séptimo año,
el año que su hermano se detuvo. El segundo gemelo entonces contribuye con 2 mil anuales,
durante 37 años. Él, también, cuenta con un interés del 12 por ciento al año. A los 65, salen a
cenar para comparar sus ahorros. El segundo gemelo, que está totalmente consciente de que su
hermano dejó de contribuir 37 años atrás, se siente confiado de que sus ahorros valdrán, al
menos, diez veces los de su hermano.
Pues no. A los 65 ambos ahorraron la misma cantidad: 1,200,000 dólares.
La historia me sorprende cada vez que la escucho. El primer hermano pagó 2 mil dólares al año
durante seis años. Si haces la suma, te darás cuenta de que invirtió un total de 12 mil dólares. El
segundo hermano invirtió 2 mil dólares anuales durante 37 años. Eso significa que invirtió 74 mil
dólares —más de seis veces lo de su hermano— para al final obtener la misma cantidad.
En pocas palabras: empieza a ahorrar para el retiro ahora y deja que el interés recaude interés. Lo
que quisiera saber es por qué Roy sigue cortando el cabello si es millonario.
El concepto ha sido apodado “Solución del 10 por ciento”, o págate a ti mismo.
Invierte 10 por ciento de todo lo que ganas, y déjalo crecer a largo plazo. Jamás toques el capital,
ni el interés.
Mi esposo tiene dos hijos de su primer matrimonio. Él constantemente les dice a ellos y a mi hija
que siempre inviertan el 10 por ciento de cada regalo de cumpleaños, cada regalo de Navidad, cada
aumento. Es un gran hábito que se ha de infundir en niños pequeños para que lo hagan con sus
domingos.
Ni siquiera se trata de fuerza de voluntad. Sólo se requiere una decisión de tomar el cien por
ciento de la responsabilidad para tu vida y tu futuro.

LECCIÓN 26
Nadie más está a cargo de tu felicidad.
Tú eres el director de tu alegría.
Los hombres no tienen la capacidad de leer la mente.
Cada mujer lo sabe, pero muchas de ellas presionan a sus esposos, novios y amantes a que
realicen esta imposible hazaña.
Analiza, por ejemplo, el Día de San Valentín, el que después del Año Nuevo provoca más
decepciones. ¿Cuántas mujeres saben exactamente lo que quieren y, sin embargo, no les han dado ni
una sola clave a sus amantes? Quieres una caja de chocolates Godiva, él te compra ropa interior
comestible. Quieres boletos para el teatro, él te lleva a un partido de básquetbol. Quieres una cena a
la luz de las velas, él lleva a casa comida rápida.
Tanto hombres como mujeres estarían mucho más contentos si pudieran leer sus propias mentes y
se hicieran cargo de sus propias necesidades y deseos.
Yo pasé mucho tiempo sintiéndome miserable en mi cumpleaños, el Día de San Valentín, la víspera
de Año Nuevo y las citas nocturnas de los sábados. La decepción se debía a que tenía grandes
expectativas de lo que mi novio en turno debía hacer para complacerme. El problema era que jamás
comunicaba lo que quería. Ni siquiera a mí. Cada vez que él preguntaba a qué película ir, yo encogía
los hombros sin preocuparme por ver la cartelera. Cada vez que preguntaba a dónde podríamos ir a
comer, yo decía que no importaba, aunque tuviese antojo de pizza Luigi o enchiladas de Luchita.
¿Por qué no decía simplemente lo que me apetecía? Porque cada vez que tenía el extraño valor de
nombrar lo que quería y no lo conseguía, me sentía devastada. Para evitar sentir ese rechazo
personal, mantuve mis deseos en secreto. Si no los nombras, quizá aun puedas tener la oportunidad
de obtenerlos. Es un extraño juego mental al que las mujeres nos entregamos con frecuencia, uno que
casi siempre perdemos.
Finalmente, aprendí el secreto. Cuando alguien te pregunte qué quieres, en vez de negar que tienes
deseos, en vez de esconder el deseo de tu corazón por miedo a no obtenerlo, intenta lo siguiente:
pregúntate qué te haría realmente feliz. No te conformes con una o dos respuestas. Piensa en tres
opciones y ofrécelas, todas las que te gusten. Ellos elegirán cuál darte, pero habrás acumulado la
baraja a tu favor.
En las citas amorosas, el trabajo, el matrimonio, la paternidad y cada relación en la que te
encuentres, debes tomar la responsabilidad de tu propia felicidad, porque nadie más tiene el poder
de hacerte feliz. Concentra tu energía en diseñar la vida que quieras, en lugar de esperar a que
alguien más aparezca y te la ofrezca en una bandeja. Termina la universidad. Forja una carrera.
Descifra lo que te hace feliz y elígelo, todos los días.
No depende de nadie más en el planeta hacerte feliz. No le corresponde a tu madre, a tu padre, a tu
esposo, a tu pareja, a tu novia, a tu novio, a tus hijos, a tu jefe, a tus colegas, a tus amigos ni a tu
horóscopo. Depende de ti y sólo de ti.
Todo empieza eligiendo ser feliz.
Cuando te sientas atorada o atorado en sensaciones de miedo, fatalidad, pesar, tristeza y
autocompasión, simplemente detente y pregúntate lo siguiente: “¿Quiero ser feliz?”
La respuesta no debe ser, “Sí, pero…”.
No hay peros al respecto.
Todo depende de ti.
Aquí y ahora elige la felicidad. Cuando te sientas estancado en un estado de ánimo en el que no
quieras estar, pregúntate: “¿Qué haría en este momento una persona feliz?” Practica ser feliz. Actúa
como si lo fueras.
Convierte “ser feliz” en parte de tu rutina diaria. Haz una cita semanal para consentirte. Programa
una hora de tu calendario. Llama a este tiempo la hora de la belleza, la hora de las emociones, la
hora de la paz.
Visualiza tu día ideal y vívelo. Usa tu ropa favorita. Toma una siesta. Duérmete tarde. Come pizza
a la hora del desayuno. Diseña un día soñado para ti y solamente para ti.
Que te den un masaje. Que te hagan pedicure. Enloquece. Píntate cada dedo de los pies de un tono
distinto de rojo. Cómprate ropa interior nueva. Tira los calzones con seguritos y más hoyos que un
pedazo de queso gruyere. Tú mereces algo mejor.
Llama a un montón de amigos y haz una fiesta de seres auténticos. Pídeles a todos que traigan una
entrada de chocolate.
Crea un santuario en tu hogar, un lugar privado donde puedas rezar, soñar, crear. Jala una silla
hasta la ventana. Cuelga un helecho o planta un círculo de violetas. Vuelve a leer tus libros favoritos.
Acurrúcate y lee unos sonetos de amor. Toma un baño de burbujas, o uno lleno de vapor con velas
flotantes. Corta flores frescas y ponlas en tu buró.
Hazte cosquillas. Ve comedias bobas, compra algunas historietas, escucha una vieja grabación de
Bill Cosby.
Ten una cita contigo misma. Planea toda una noche contigo. Ordena tu comida favorita: vino,
botana, plato fuerte y postre. Cuando el mesero pregunte si vienes sola o solo, tú lo afirmarás con
alegría, no con vergüenza.
Escucha tu música favorita de la preparatoria. Quema un CD con tus canciones preferidas. Llámalo
la banda sonora de tu vida.
Apunta las veinte mejores cosas que te han sucedido en la vida, hasta el momento. Después,
escribe las veinte cosas que te gustaría que te sucedieran, elige una y haz algo para que se vuelva
realidad.
Escribe una carta dirigida a ti, como la personita que eras a los seis años. ¿Qué le diría la niña que
fuiste a la persona adulta que eres?
Toma una crayola gorda y escribe con tu mano izquierda (si eres zurdo, escribe con la derecha).
Reordena tu habitación. Haz que entre más el sol y la luz de la luna en ella. Cuelga algunas luces
parpadeantes en una esquina.
Escucha a hurtadillas conversaciones contigo misma. Si no son agradables, cámbialas. Escribe un
nuevo guión. Coloca afirmaciones positivas en toda la casa. Escóndelas en la guantera, en el gabinete
de las medicinas, en el congelador, en la tapa de la secadora, en el cajón de los calcetines.
Reúne todas esas fotos sueltas y ponlas en un álbum o en un collage de la gente que más te ama.
Hazte cargo de tus propias necesidades y deseos, y ya no estarás depositando expectativas
desesperadas en otros. Ya no entrarás hambrienta de la relación, estarás satisfecha, con algo que
compartir que los enaltecerá a ambos.
Acepta y celebra que estás a cargo de tu propia felicidad. Has sido designada oficialmente
directora de tu destino. Como una amiga me enseñó: puedes ser feliz o puedes ser miserable,
requiere la misma cantidad de esfuerzo.

LECCIÓN 27
Dimensiona todas las catástrofes
con estas palabras: “¿En cinco años
tendrá esto alguna importancia?”
Toma como ejemplo cualquier problema, desastre o crisis y pregúntate: “¿En cinco años, importará
esto?”
La respuesta casi siempre es negativa.
Piensa en tus años de escuela. Me tomó doce años terminar la licenciatura. ¿Importa ahora que me
haya tardado tanto? No.
Yo quería ser guardabosques y necesitaba veinticinco horas de créditos de química. Reprobé la
primera clase. También obtuve un seis en zoología y un seis en psicología infantil. En ese momento
me consideraba un fracaso. Todo se puso peor. Me embaracé y dejé la escuela. Pero cuando regresé
seis años más tarde, la universidad tenía una política de perdón académico. Me dieron amnistía y
borraron esas calificaciones. Voilà. Salto instantáneo de promedio.
Con demasiada frecuencia agonizamos por las cosas pequeñas.
Tienes una terrible migraña o terribles retortijones o una tremenda sinusitis que hace difícil que
salgas de la cama. Pasas toda la noche dando vueltas, debatiéndote si debes llamar al trabajo para
reportarte enfermo. Llama. En cinco años, ¿va a importar que te hayas tomado un día?
Tienes que entregar un informe y no es perfecto. Es lo mejor que puedes hacer, pero no te satisface.
Querías que tuviera diez páginas, y sólo tiene nueve. Relájate. En cinco años, ¿importará?
Tienes un bebé de pecho y quieres regresar al trabajo. Deseas dejar de amamantarlo, pero te
preocupa que eso traumatice al bebé. ¿Se sentirá abandonado? ¿Una botella entre ustedes destruirá el
vínculo madre-hijo? En cinco años, no importará. Lo importante es que quieras a tu bebé.
El hijo de 2 años de mi amiga no podía dejar el chupón. El niño lo chupaba tan fuerte que parecía
como una aspiradora Hoover. El chupón iba a interferir en la formación de sus dientes, pero su mamá
estaba preocupada de cómo dormiría sin él. Finalmente le dijo al niño que se lo iban a mandar por
correo a alguien que lo necesitara más. Él lo superó en un día y durmió profundamente esa noche y
las siguientes.
Los padres pasan por ello todo el tiempo. Su hijo no está caminando tan pronto como el hijo de
alguien más. ¿Importará en cinco años si el bebé da su primer paso a los 9 o a los 14 meses? De
cualquier manera, el niño no va a ir gateando al kínder. Lo mismo pasa con las idas al baño. Los
padres se ponen histéricos de que el pequeño todavía use pañales al año y medio o que tenga
accidentes a los dos. Relájense. Ningún niño llega a la primaria en pañales.
Intenta esto en entrevistas de trabajo, citas y calificaciones. ¿Importará en cinco años? ¿Cinco
meses? ¿Cinco minutos? Probablemente no.
¿Qué pasa cuando lidiamos con algo más difícil? ¿Qué pasa cuando hay más cosas en juego? ¿Qué
pasa cuando la situación impacta a otros? La pregunta de los cinco años funciona de todas maneras.
Algunas veces debes ver hacia delante y preguntarte: “¿Importará este problema/situación/incidente
en cinco años?” Un entrenador lo hizo y le enseñó a su equipo una lección sorprendente. Era una
lección difícil, pero que jamás olvidarían.
El entrenador de futbol americano de la preparatoria Cincinnati Colerain, Kerry Coombs, había
llevado a su equipo de futbol a trece victorias en trece partidos. Sus chicos habían vencido a su
último oponente con un marcador de 49-7. Sus chicos entregaban sus corazones en cada partido y
estaban a unos días de lo que constituía el Super Bowl preuniversitario: el campeonato estatal. A
donde quiera que fuera el entrenador, la gente lo felicitaba. Él sólo podía pensar en el próximo
partido.
Todo el mundo estaba emocionado por el gran partido del sábado hasta que un antiguo alumno de
la escuela, al ver las noticias de deportes en la televisión, le dijo a su madre:
—Oye, yo estuve en segundo de secundaria con ese chico que sale en la tele, me pregunto por qué
sigue en la escuela.
Su madre, que trabajaba en ese plantel, le hizo la misma pregunta a un orientador. Él revisó el
archivo del chico y descubrió que el jugador había reprobado tercero de secundaria y se encontraba
en su quinto año de preparatoria. Esta situación le quitaba el derecho de jugar deportes. La
información fue transmitida al entrenador, el director y el superintendente.
Salvo cuatro personas, nadie sabía que ese niño no podía competir. No importaba que el chico
hubiese jugado futbol en la preparatoria por dos años. No importaba que el chico hubiese tenido
problemas familiares y por ello casi no hubiera asistido a la escuela durante tercero de secundaria.
No importaba que sus calificaciones fueran terribles y que, finalmente, hubiese hecho un esfuerzo,
diez nuevos amigos e intentara hacer algo con su vida.
Una regla es una regla. Y si el entrenador informaba de la infracción al estado, su equipo no
jugaría el gran partido.
—No fue fácil —el entrenador Coombs me dijo—. Mentiría si dijera que no había una parte de mí
que quería aferrarse al hecho de que sólo cuatro personas sabían sobre esto. Pero a fin de cuentas
jamás habría podido vivir con ello. Hacer algo mal y quedarnos callados habría constituido una
terrible lección para nuestros chicos. Jamás habría podido volver a verlos directamente a los ojos.
La escuela informó la situación al estado. Después el entrenador llamó a todos sus jugadores de
futbol al auditorio. A todos, excepto uno. Otro entrenador llevó al jugador en cuestión a casa para
darle la noticia en privado. El equipo sabía que estaba en serios problemas cuando el entrenador
Coombs les pidió que rezaran. Cuando les dijo la noticia, ellos lloraron. Después los llevó al campo
de futbol para terminar la temporada. En su uniforme escolar, y rodeados de asientos vacíos, lanzaron
la pelota.
Él hizo todo lo que un gran entrenador habría hecho. Convirtió la experiencia en una lección.
—Nadie ha muerto, nadie está herido. La vida sigue adelante —les dijo—. Se enfrentarán a la
tragedia y a la desilusión nuevamente en la vida. Un hombre se mide por su actitud al levantarse del
suelo cuando ha sido tacleado.
Conforme la conmoción se fue expandiendo por la comunidad, el nombre del jugador que no podía
competir apareció en televisión, radio y periódicos. Una orden de arresto se emitió para el niño,
puesto que él no había pagado la indemnización por un cargo de robo. No tenía dinero. Su entrenador
lo llevó a la estación de policía para que pudiera entregarse. El niño estaba devastado. También el
entrenador. Una cosa era ver cómo terminaba prematuramente una temporada de futbol; otra muy
distinta ver cómo se deshacía la vida de un chico.
—Él ha dado pasos agigantados —dijo el entrenador—. La gente pierde de vista que éste es un
niño. Puede tener dieciocho, pero sólo es un niño.
Los entrenadores habían estado tan ocupados llevando al chico a la escuela, ayudándolo con su
tarea y revisando sus calificaciones cada semana, que nadie se preguntó jamás sobre su elegibilidad.
¿Qué pasó después? Comida, faxes y flores fluyeron a la escuela de cada rincón del estado.
Incluso los directivos de otras preparatorias llamaron para ofrecer apoyo. La gente donó dinero para
ayudar al estudiante a cubrir su indemnización.
El entrenador les dijo que no, pero pidió lo siguiente:
—En lugar de dinero, ofrézcanle trabajo.
Él convirtió el episodio en una temporada de triunfo, una que recordarían mucho después de
graduarse. Él sabía que cinco años después, ya graduados y en la universidad, haber perdido el
derecho a una temporada de futbol no sería un desastre en absoluto. Sería una lección sobre
honestidad e integridad que los llevaría mucho más lejos en la vida que cualquier victoria en el
campo de futbol.

LECCIÓN 28
Siempre elige la vida.
Yo descubrí el secreto de la vida en primero de preparatoria, cuando el maestro de literatura nos
hizo leer Walden de Henry David Thoreau.
Escribió sobre su experiencia en el bosque, donde vivió en soledad durante dos años y dos meses.
Construyó una pequeña casa a poco más de un kilómetro de cualquier vecino, a orillas del lago de
Walden, en Concord, Massachusetts. El pasaje que pareció hablarme directamente cuando iba en
primero de preparatoria sigue llamándome ahora:
Fui a los bosques porque quería vivir a conciencia, enfrentar sólo los hechos esenciales de
la vida, y ver si podía aprender lo que me habrían de enseñar. No fuera que cuando estuviera
por morir, descubriera que no había vivido. No quería vivir lo que no fuera la vida. ¡La vida es
tan querida!
El secreto de la vida es elegir la vida.
La vida es tan querida.
Cuatro años después de leer cómo Thoreau había arrinconado la vida, la vida me arrinconó a mí.
Era una estudiante universitaria de 21 años que me enfrentaba a una pared de miedo. No había tenido
la regla durante cuatro meses y un montículo crecía entre mis caderas.
No quería estar embarazada. Traté de desaparecer el embarazo rezando, y después simplemente
decidí que no estaba embarazada. Pero la negación tiene sus límites. En realidad, no funciona para
nada cuando se trata de detener un bebé en crecimiento.
En aquel entonces no podías ir a la farmacia, comprar una prueba de embarazo, hacer pipí en un
palito y descubrir en la privacidad de un baño cuál era el resultado. Debías ir al doctor, dar una
muestra de orina en un recipiente y esperar una semana para el veredicto.
Llevé mi muestra a una pequeña agencia en Kent, Ohio, que se especializaba en ayudar a las
madres solteras. Las mujeres en Birthright no eran antifeministas hostiles, no eran locas de pro vida
que llamaban asesina a la gente que elegía el aborto. Ellas simplemente querían ayudar a las mujeres
a saber que dar a luz y quedarte con el bebé o darlo en adopción eran opciones viables.
El día que debían estar los resultados, llamé desde una cabina telefónica a la agencia. Me dijeron
que necesitaba presentarme personalmente. Procedimiento estándar, mintieron. Caminé a través del
campus aquel día hasta la pequeña zona comercial donde se ubicaba la agencia. Mis pies parecían no
tocar la tierra. Floté ahí, casi como si ya supiera que el cambio era inminente.
La mujer detrás del mostrador parecía tan contenta con las noticias. Aunque yo ya debía saberlo,
las palabras se sintieron como una bofetada en el rostro. Estás embarazada.
¿Yo? ¿Yo que sólo tengo 21? ¿Yo que tenía miedo y estaba perdida y sola? ¿Yo que había
terminado la relación con el padre del bebé hacía meses? ¿Yo que no tenía ni idea de lo que estaba
haciendo con mi vida?
Sin embargo, en el fondo, como la calma en el ojo del huracán, la paz llenó mi centro. Vida. Una
nueva vida estaba creciendo, dentro de mí.
Le dije que sí ese día, y cada día desde entonces.
En aquel momento había dos maneras de ver la situación: lamentable fracaso o maravillosa
oportunidad. Terminé dejando la escuela y renunciando a mi trabajo como técnica de emergencias
médicas, pues no podía cargar cuerpos sin correr el riesgo de lastimarme la espalda y al bebé. Vivía
en casa de mis padres y me sentía como un tremendo fracaso en el mundo.
Pero adentro, en un mundo privado que no compartía con nadie, sentí alegría por convertirme en
mamá. Debía mantenerlo en secreto, porque el mundo quiere que sientas vergüenza.
¿Esa hija, ese bebé que alguna vez traté de ahuyentar con mis rezos? Es el mayor regalo de mi
vida. Viendo hacia atrás, desde mis 53 años, ha sido la mejor vuelta que ha dado mi existencia.
Elige la vida.
Para mí no se trata de un eslogan antiaborto que provoque controversias. Es una manera de ver
cada día, cada elección. Cuando debo elegir algo, me pregunto cuál es la decisión que enaltecerá mi
vida. Y después la tomo.
Cuando descubrí que tenía cáncer, las opciones de tratamiento no eran muy atractivas: cirugía,
quimioterapia, radiación. Desafortunadamente, el doctor las sugirió todas.
Había visto a tanta gente desgastarse por el cáncer. Como técnica de emergencias médicas, solía
llevar a las personas a su tratamiento de radiación y quimioterapia, gente que se sentía muy mal para
conducir, gente en su último aliento. Tres de mis tías habían muerto de cáncer después de años de
luchar, después de años de sufrir. ¿Cuál sería mi destino?
Un día, justo antes de empezar el tratamiento de quimioterapia que tanto temía, me entregué a un
juego mental. ¿Qué tal si simplemente no lo hacía? ¿Qué tal si me rehusaba a la quimioterapia y sólo
confiaba en que la cirugía se deshiciera de todo y que la oración me protegiera? Mmm. Como que me
gustaba cómo se sentía. Pero conforme fue pasando el día, en lo profundo de mi ser sabía que eso no
era elegir la vida. No para mí. Sabía que debía hacer todo lo posible para mantener vivo mi cuerpo,
para que él pudiera albergar mi espíritu. Sabía que Dios todavía no había terminado su tarea
conmigo.
Al final no pude callar el susurro de esa pequeña y serena voz que es Dios. Elige la vida. Al final
del día, había llegado a un crescendo de ópera.
Y yo también: elegí la vida. Tomé los tratamientos. Todos. Primero me enfermaron, pero después
me curaron. La experiencia completa transformó mi vida y las vidas de aquellos a mi alrededor,
desde mi hija y esposo hasta perfectos extraños.
Entre los más grandes regalos de toda mi vida, entre los primeros diez —no, los primeros cinco—,
hay dos cosas que jamás habría elegido:
Haber sido madre soltera a los 21. Lo mejor que me ha pasado.
Haber sido paciente con cáncer a los 41. Una de las mejores cosas que me han pasado.
Me cambiaron para bien, me cambiaron para siempre.
La vida me llevó por un sendero en el que no quería estar, en el que no planeaba estar. Sin
embargo, una vez ahí, aprendí que el secreto de la vida es sólo ése: elegir la vida. La vida es tan
querida.

LECCIÓN 29
Perdona.
En mi auto una calcomanía azul dice: “Dios bendice a todo el mundo, sin excepciones”.
Hasta ahora nadie me ha cuestionado por ella. Confieso que hay muchos días en los que soy yo
quien la cuestiono, cuando soy yo quien alberga excepciones. Solía tener una larga lista. Después la
reduje a una persona, pues no podía evitar el resentimiento.
Es más fácil perdonar a aquellos que te lastiman que a aquellos que lastiman a las personas que
amas. ¿Cómo perdonas al padre que abandonó a tu hija? ¿Que dejó de aparecer en su vida? ¿Que la
decepcionaba cada Navidad y cada cumpleaños? ¿Que seguía haciendo promesas que no cumplía?
Algunos años después de que mi hija naciera, yo había reparado lo que me correspondía.
Cuando íbamos a la universidad salimos durante unos cuantos meses, y después fui yo quien
terminó la relación. Meses más tarde, descubrí que estaba embarazada. Cuando le dije sobre el bebé,
él sugirió que nos casáramos. Yo no le veía ningún sentido a esto. Si no queríamos salir juntos,
definitivamente no debíamos casarnos.
Cuando mi hija cumplió cinco, empezó a preguntar por su papá, quien jamás la había visto. Yo me
sentí mal y me di cuenta de que no tenía derecho de sacarlo de su vida. Después de semanas de
oración y consejos de un mentor espiritual, lo llamé un día y lo invité a su vida. Me disculpé por
haberlo excluido y le dije que dependía de él si quería una relación con ella. Yo necesitaba limpiar
mi lado de la calle, y lo hice.
Él había seguido con su vida y se había casado, y aunque el matrimonio quería tener hijos, ella no
podía. Él jamás le había contado a su esposa sobre Gabrielle. Antes de conocerla, le hice una
advertencia: “Si le abres la puerta, hazlo completamente. No puedes conocerla y después
desaparecer. Es un compromiso, no una curiosidad, así es que debes estar seguro de que es algo que
realmente quieres hacer. Habla con tu esposa y piénsalo. Asegúrate de que sea una decisión adecuada
para ambos”.
Cuando conoció a Gabrielle, se enamoró de ella. Empezó a verla cada mes, después se la llevaba
fines de semana completos. Él y su esposa la trataban como a una princesa, incluso destinaron un
cuarto para ella en su casa. Por unos cuantos años, él permaneció en su vida, pero después,
gradualmente, salió de ella. Gabrielle solía regresar de los fines de semana en su casa quejándose de
que su papá había trabajado todo el tiempo ayudando a los vecinos o a la gente de su iglesia, y que
ella casi no había podido estar con él. Después, él y su esposa adoptaron dos niñas. Con el tiempo,
las visitas, las llamadas y las cartas desaparecieron. Cuando llegó a la adolescencia, ella reunió el
valor para confrontarlo. Lo llamaba y lloraba, y él prometía regresar a su vida, pero jamás lo hizo.
Me enojé tanto con él por lastimarla una y otra vez. ¿Qué tan difícil era escribir o llamar? Me
preocupaba que ella creciera culpándose por su ausencia, pensando que estaba haciendo algo mal.
Gabrielle se fue a la universidad, se enamoró y se comprometió para casarse. Su novio era una
navaja suiza humana, un ingeniero que amaba cazar, pescar y componer cosas. Establecieron una
fecha para la boda, pero ocho meses antes ella quiso posponerla. Acababa de graduarse de la
universidad y jamás había vivido sola. Necesitaba tiempo para madurar y convertirse en adulto. En
algún lugar de su interior, ella sabía que no hacían buena pareja, pero no podía decirlo.
Una noche todo se vino abajo. Cuando ella le pidió que pospusieran la boda, él emitió un
ultimátum: ahora o nunca. O seguían con los planes de boda o terminaban. Después de muchas
lágrimas y mucho dolor, ella le devolvió el anillo. Él se fue y ella jamás lo volvió a ver.
Ha sido la decisión más difícil que ella haya tomado. Durante mucho tiempo se sintió injusta y
vulnerable. Después, un fin de semana, asistió a un retiro sobre el perdón. Regresó transformada. El
retiro la liberó.
Con mucha frecuencia escuchamos el eslogan: “Perdonar y olvidar”. La mayoría de la gente no
puede con lo último, y quizá no debería, para protegerse a sí misma. Pero qué tal si, en lugar de
olvidar, ¿volviéramos a contar la historia? Eso fue lo que ella aprendió en el retiro. En vez de contar
la saga que te dibuja como una víctima y a alguien más como un villano, reescribe el guión. En lugar
de justificar y defender tu dolor, libéralo.
Con mucha frecuencia seguimos contando la historia de la herida. Obtenemos atención y
compasión por ser una víctima o por estar en lo correcto. Buscamos compensaciones baratas que nos
mantienen atorados. Si hemos invertido en que alguien sea nuestro villano, debemos amar ser la
víctima. Debemos liberar a ambos personajes en la historia.
Mi hija había cargado dentro de ella una historia que seguía lastimándola: su padre la abandonó
una y otra vez. Su prometido era un gran tipo al que ella lastimó y abandonó. ¿Qué tal si lo veía bajo
otra luz?
Ella empezó a contarse una nueva historia. Su padre había hecho lo mejor que podía. Por alguna
razón no fue capaz de dar más. No tenía nada que ver con ella, así es que ya no seguiría tomándoselo
personalmente. Ella no podía cambiar lo que él era. Quizá él tampoco podía.
Ni ella ni su prometido necesitaban representar el papel de víctimas. La suya, en su lugar, era la
historia de dos personas que se habían amado, intercambiado regalos del corazón y, después, puesto
en libertad. Con el tiempo, él encontró a alguien más con quien casarse. Y ella encontró a James, un
maravilloso regalo para todos nosotros.
La historia la hizo caminar del pesar al perdón y a la libertad. El perdón es perder definitivamente
la esperanza de un mejor pasado. Al principio, suena duro, pero una vez que dejas ir lo que quisiste
que fuera tu pasado, puedes empezar a cambiar el presente y crear un mejor futuro.
Yo lo intenté. La historia que siempre contaba nos dibujaba a Gabrielle y a mí como víctimas. Yo
era la pobre madre soltera que siempre luchaba. Su padre era el villano que nos había abandonado a
ambas. Unas cuantas semanas antes de la boda de Gabrielle, me preocupé de que se fuera a sentir
triste porque su padre no la acompañara hasta el altar. Hice un cambio en mi conciencia, y decidí
contar una historia diferente, no una de ausencia, sino una de presencia.
Busqué en las cajas del ático y encontré todas las fotos que tenía de su papá cuando éramos
universitarios. Compré un pequeño álbum de recortes y me senté con mis recuerdos. En cada página
pegué fotos de él y escribí sobre cada una de las cualidades que tenía.
Después hice otro álbum de todos los hombres en la vida de mi hija que tomaron el lugar de su
padre, y que llenaron los vacíos. Mi propio padre, mis cinco hermanos, mis amigos que le enseñaron
a andar en bici, aventar la pelota y batear. En la primera página, pegué su certificado de nacimiento.
Desde que nació, la línea para PADRE había permanecido en blanco. Debajo de su certificado,
escribí una nueva historia, una que había sido verdadera. Le dije que la línea estaba en blanco no
porque no tuviera un papá en su vida, sino porque tenía tantos que sus nombres no cabrían en el
certificado.
Algunos dicen que el perdón es un proceso. Eso es cierto, pero empieza con una decisión. Una vez
que decides cambiar tu historia, obtienes tu final feliz.
Cuando mi hija caminó por el pasillo, los hombres que ayudaron a criarla, todos esos padres
sustitutos que llenaron los espacios vacíos, la rodearon de amor.
¿Y su padre biológico? Lo mejor de él estaba ahí, en ella.

LECCIÓN 30
Lo que los demás piensen de ti
no es de tu incumbencia.
Como columnista de periódico, me han llamado de todo. Imbécil. Idiota. Pendeja. Cabrona. Zorra
despreciable. Perra que ama a los judíos. Algunas veces me han dicho todo eso en un día. Qué digo,
algunas veces en una hora.
Los lectores me insultan constantemente a través de llamadas o correos electrónicos anónimos:
“Eres tan parcial”. (Escribo una columna de opinión.)
“Eres una liberal comemierda”.
“No te tolero y jamás te leo”. (Sin embargo, la lectora citó todos los párrafos que odiaba.)
“Pareces un gremlin”. (¿El auto o el alien? Siempre me pregunto.)
“Estás enferma”.
“Eres un insulto para Dios”.
“Eres una desgracia”.
“Eres tan ingenua”.
“No tienes idea, eres ignorante y arrogante”.
Mis dos favoritas: “Pierdo puntos de IQ cada vez que leo tu columna”. Y la otra: “No sé qué tipo
de grado tengas, ¡pero debe tener algo que ver con estupidez!”
El día en que mi editor en el Beacon Journal me dio la columna, en 1994, me sentó en su oficina y
trató de convencerme de no tomarla. Me advirtió que quizá no querría realmente este trabajo de
ensueño.
—Los lectores serán descaradamente malos y canallas —advirtió—, y te atacarán de todas las
maneras posibles.
Él no estaba seguro de que yo fuera lo suficientemente fuerte como para aguantar esto. Yo estaba
segura de que no lo era, pero de todas maneras dije que sí.
Simplemente me esforzaría más e ignoraría los comentarios malvados. En mi corta experiencia
como terapeuta de personas alcohólicas, una vez tuve la oportunidad de ver una película llamada
Chalk Talk3 del Padre Martin. En ésta, el sacerdote cuenta historias para inspirar a la gente en su
recuperación. Recuerdo una sobre una mujer que entre lágrimas acudió a él después de que su marido
borracho la había llamado puta.
—¿Te sentirías mal si te hubiera llamado silla? —le preguntó él.
—Por supuesto que no —dijo ella.
—¿Por qué no? —preguntó él.
—Porque sé que no soy una silla —dijo ella.
—¿Y qué no sabes que no eres una puta? —preguntó él.
No importa lo que la gente te llame, tú decides cómo reaccionar. En mi trabajo yo simplemente
trataría de recordar mi identidad.
Fue más difícil de lo que imaginé. Ay, esas llamadas herían. ¡Qué vergüenza! Hubo cristianos
santurrones que me condenaron al infierno o rezaron por mí en formas que no parecían santas.
Las columnas salían tres días a la semana con mi número telefónico y mi dirección de correo
electrónico al final. Algunos veían esta información como una invitación para sacar toda su furia
hacia sus jefes o ex esposas o padres fallecidos. Las peores llamadas llegaban a las 2 a.m., después
de que cerraban los bares.
Si los lectores no te quiebran, el ritual anual de los premios periodísticos lo hará. Cada año los
editores envían tu trabajo a distintos concursos. Quisieras que no te importaran los premios, pero a
todos nos importan. El negocio periodístico atrae a gente con egos retorcidos. Las salas de redacción
están llenas de ególatras con complejos de inferioridad. Debemos ser maravillosos o no somos nada.
En el mar del periodismo es fácil que te sacudan las opiniones y puntos de vista de editores,
colegas, fuentes, lectores, jueces de concursos, y tus propias dudas e inseguridades. Cada escritor
tiene un ego frágil, enorme, pero frágil. Queremos estar en primera plana todos los días; sin embargo,
nos aterra no ser buenos.
Yo descubrí el secreto de la completa libertad respecto al chisme, el juicio, la crítica, la duda, y
las opiniones de otros:
Humildad.
No humillación. Eso no le sirve mucho a nadie.
Yo solía desconocer la diferencia entre estas dos palabras hasta que vi la definición de humildad
que uno de los cofundadores de Alcohólicos Anónimos tenía en su escritorio. El programa de los
doce pasos de AA tiene la finalidad de conducirte a la humildad y a una vida de servicio a los
demás.
El Dr. Bob tenía estas palabras de un autor anónimo frente a él:
La humildad es la quietud perpetua del corazón.
Es no tener conflicto.
Es no sentir temor ni molestia, enojo ni tristeza; no pensar en lo que me han hecho, sentir que
nada se ha hecho en mi contra.
Es estar en paz cuando nadie me alaba, y cuando me culpan o desprecian; es tener un hogar
bendito en mi interior, a donde puedo ir y cerrar la puerta y arrodillarme ante mi Padre en
secreto, y estar en paz, como en un profundo mar de tranquilidad, cuando todo a mi alrededor
indica turbulencia.
Quietud perpetua del corazón. Eso es lo que realmente quiero debajo de todas esas cosas que
pienso que quiero. Estar en calma cuando nadie me alaba. Ésa es la verdadera libertad.
La vida no es un espectáculo, ni un concurso de popularidad, ni una conquista de poder, dinero,
fama, juguetes, gloria, ropa, alabanzas, premios, títulos o grados. Al final, ¿importará todo eso? Hay
una canción de música country en la que George Strait dice que al mundo llegamos sin nada, y
salimos sin nada de él. Yo tampoco he visto una carroza fúnebre con un estante para el equipaje. Y
los ataúdes no vienen con estuches para los trofeos.
Una forma de mantenerse concentrado en lo que verdaderamente importa es crear una declaración
de tu misión personal. No la palabrería larga y aburrida que las corporaciones diseñan y a las que
jamás se adhieren, sino una declaración personal sobre la cual puedas basar en verdad tu vida.
Yo pasé unas cuantas horas un día reflexionando cómo plantear la mía. Cerré mis ojos y me
imaginé a todos mis seres queridos sentados en mi funeral. Mis hijos, mi esposo, mis hermanos, mis
compañeros de trabajo, amigos, vecinos. ¿Qué me gustaría que significara mi vida al final?
No me gustaría verlos sentados hablando sobre los premios que obtuve por mi escritura, o que
invertí sabiamente en mi 401 (k) o que fui una celebridad local. No sé qué dirán después de que me
haya ido, pero aquí está lo que espero haber dejado. Encontré la declaración de mi misión: las
palabras que leo cada mañana en la oración de San Francisco de Asís.
Señor, hazme instrumento de tu paz;
donde haya odio, ponga yo amor,
donde haya ofensa, ponga yo perdón,
donde haya discordia, ponga yo unión,
donde haya error, ponga yo verdad,
donde haya desesperación, ponga yo esperanza,
donde haya tristeza, ponga yo alegría.
Haz que busque:
consolar, no ser consolado,
compadecer, no ser compadecido,
amar, no ser amado.
Porque es olvidándose, como uno encuentra;
es perdonando, como uno es perdonado;
es dando, como uno recibe;
es muriendo, como uno resucita a la vida.
Cada mañana utilizo esa oración como mi brújula. Apunta al Norte Verdadero. Humildad real. Paz
verdadera. Soy simplemente un hijo de Dios, tan valioso y atesorado como cualquier otro hijo de
Dios. No el mejor, no el peor, y para nada importa lo que los demás piensen de mí.

LECCIÓN 31
No importa lo buena o lo mala que
sea una situación…cambiará.
Mi amiga Mena tiene un dicho: “La vida es ruda, usa un casco”.
Pues no está bromeando.
Algunos días uno siente que necesita un casco para sobrevivir las subidas y bajadas, las vueltas,
los empujones, los traqueteos y los enfrenones repentinos. Y eso es sólo para la hora pico de la
mañana.
El secreto es no apegarse demasiado a nada de la vida, bueno o malo. Los buenos tiempos vendrán
y después se irán. Los malos tiempos vendrán y después se irán. Nuestro trabajo es no aferrarnos a lo
positivo ni resistirse a lo negativo, sino permitirles a ambos que nos enseñen y nos pulan.
Hay un viejo dicho con el que la gente suele enfrentar los malos momentos: “Esto también pasará”.
La mayoría de la gente no quiere usarlo cuando se trata de los buenos tiempos. No queremos que
pasen. Queremos que duren para siempre. Pero, tarde o temprano, todo cambia.
El secreto es montar en la vida como si fuese una balsa en un río, y dejar que te lleve a través del
agua agitada y el agua quieta, y más allá. Flota como una hoja sin aferrarte a nada, confiando en el
flujo del río.
La primera vez que hice un paseo por unos rápidos, un guía nos dio un sermón sobre los peligros
del río. Si te caes de la balsa, no trates de pararte, no trates de aferrarte a una roca, no trates de
luchar contra el río. El río ganará. Si te caes, relájate, apunta los dedos de los pies hacia donde va la
corriente, inclina tu cabeza hacia el pecho y deja que el río te lleve. Siempre te llevará a aguas
tranquilas. Él nos dio a cada uno de nosotros un remo y nos dijo que escucháramos sus indicaciones,
conforme entráramos a cada serie de rápidos. Después nos dijo que recordáramos que la gente
realmente muere en los ríos, así es que debíamos tener cuidado, y divertirnos. Ah, y no tenía cascos
para nosotros.
Sus palabras sonaban reconfortantes y claras en la seguridad del pedazo de pasto donde las balsas
y los salvavidas estaban apilados. Bueno, hasta que mencionó la parte en la que uno muere.
Supusimos que estaba bromeando hasta que escuchamos el rugido del río allá abajo y no había vuelta
atrás.
La primera vez que fui a los rápidos no tenía idea de lo que debía esperar. El río Youghiogheny se
arremolina en rápidos de clases III y IV en Ohiopyle, Pensilvania, y se convierte en un paseo
emocionante alrededor de rocas, salientes y corrientes de salvajes espirales. Yo me senté en el
extremo de la gigante balsa negra, que se sentía como una gran llanta. No había nada a lo cual
aferrarse. Los cuatro que íbamos en la balsa remamos constantemente hacia los rápidos, pero una vez
en ellos, sentimos como si alguien hubiera encendido la lavadora.
El río nos elevó y nos hizo descender, nos llevó a la derecha y a la izquierda, debajo del agua y
muy por encima de ella. Yo trataba de remar, pero no estaba segura de que mi remo estuviese en el
río o en el aire, pues todo giraba rápidamente. La experiencia era malvada y salvajemente
emocionante. Hasta que me caí. Mi primer instinto fue tratar de pararme o aferrarme a una roca.
¡Bam! ¡Pum! ¡Auch! Ah, sí, ¿qué era lo que decía el hombre sobre relajarnos? Yo hice un intento
débil de apuntar mis dedos y guardar mi cabeza, pero no podía encontrar ni sentir mis dedos en ese
río de helados remolinos.
Mis lentes de contacto flotaban en mis ojos, así es que no podía ver frente a mí. Mi salvavidas era
demasiado grande y no dejaba de subirse hasta mis orejas. Tenía que usar mis manos para sostenerlo
a la altura de los hombros. El remo fue arrastrado. Era difícil saber cuándo inhalar. No podía ver
nada sino agua alrededor de mí y por encima de mí. Ya no podía sostener mi respiración más o tragar
más río, así es que dije, Dios, si quieres que viva, haz algo rápido. Soy Tuya. En ese momento sentí
que alguien me sacaba del río. Otra balsa había pasado y alguien me agarró del salvavidas. Para el
momento en que llegamos a las aguas tranquilas, yo estaba lista para más aventura.
En mi último viaje por el río fui con un grupo de gente que era demasiado audaz o demasiado
mezquina como para contratar un guía. Rentamos una balsa y nos lanzamos al agua.
Gran error.
Navegamos el río de manera temeraria, como si nuestro objetivo fueran las rocas y la fuerza
hidráulica, casi desafiándolos para que nos lastimaran. Alquilamos salvavidas y nos dispusimos a
conquistar el río por nuestra cuenta. Llevamos comida y una cuerda como herramienta de seguridad.
Pero no había nadie que nos dijera cómo abordar cada rápido, nadie que nos advirtiera qué rocas
evitar, así es que galopamos a través de una serie de rápidos y nos incrustamos en una roca; una roca
del tamaño de un Chevy.
Estábamos atorados en esa roca, y no podíamos movernos ni un centímetro, con el agua espumosa
que se arremolinaba a nuestro alrededor. Cuando echamos nuestro peso hacia un lado para tratar de
desviar nuestro camino, la balsa se volteó. El agua furiosa me adhería a la roca, y me golpeaba tan
fuerte en el pecho que casi no podía respirar. De alguna manera, los otros me subieron a la roca. Para
ese momento, la balsa ya se había ido.
¿Qué podía hacer ahora?
Dos guías de otro grupo llegaron en kayak. Nos dijeron que saltáramos nuevamente al agua y
dejáramos que nos llevara río abajo. Pensé que estaban bromeando. No había otra opción. El kayak y
las otras balsas no tenían espacio para los extraviados. Uno por uno, mis amigos dijeron sus adioses
y se lanzaron al agua para desaparecer flotando. Yo era la única que quedaba. El guía en el kayak
seguía insistiendo para que saltara al agua. Yo no quería desprenderme de la seguridad de la roca,
pero el río no se iba a detener por mí ese día o ningún otro.
Finalmente, él prometió seguirme en su kayak, así es que dije una oración, me deslicé de la roca y
floté hacia el agua tranquila. Jamás olvidaré ese día, cómo a veces debes dejar la seguridad de tu
roca por algo mejor.
Una vez leí una entrevista con el pastor Rick Warren, quien escribió Una vida con propósito. Lo
que decía me recordó ese río:
La vida constituye una serie de problemas. O te encuentras en uno ahora, acabas de salir de
alguno o te estás preparando para el siguiente. La razón de esto es que Dios está más
interesado en tu temperamento que en tu comodidad. Dios está más interesado en hacer tu vida
santa que en hacer tu vida feliz.
Él habló sobre la lección que aprendió en el año más maravilloso y más difícil de su vida. Ese año
él había hecho millones con su libro, pero a su esposa le dio cáncer.
Solía pensar que la vida era una serie de colinas y valles; pasas por un momento oscuro,
después subes a la cima de una montaña, una y otra vez. Ya no creo eso. En lugar de que la
vida sea una serie de colinas y valles, pienso que es como los dos rieles en la vía del
ferrocarril, y que en todo momento tienes algo bueno y algo malo en tu vida. Sin importar lo
bien que te vaya, siempre hay algo que necesita trabajarse. Y sin importar lo mal que te vaya,
siempre hay algo bueno por lo que puedes darle gracias a Dios.
Y también está la conductora de NASCAR, quien dijo:
—La vida es como una pista de carreras. Son las curvas las que hacen que valga la pena.
Es fácil para ella decirlo, pues puede usar casco.
Sin importar la analogía, la vida es un viaje salvaje y maravilloso. Vendrá el caos, seguirá la
calma, y después todo empezará nuevamente. El secreto es paladear el paseo.
Todo.

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