Centro Holística Hayden

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24 de mayo de 2018

Dios no parpadea LECCIÓN 2


Puedes enojarte con Dios. Él lo resiste.
¿Cuándo fue la última vez que te enojaste con Dios? Se supone que no debemos enojarnos con
Dios, ¿cierto? Él podría enviar fuego del infierno y azufre. Puedo imaginarme el fuego del infierno, ¿pero lo del azufre?
Al crecer como católica, jamás escuché a un sacerdote que nos diera permiso para enfurecernos con Dios. Nuestro trabajo era temerle; el trabajo de Dios era atemorizarnos.
Hay una vieja historia acerca de un rabino que, el día previo a Yom Kipur, envía a sus discípulos con un sastre que habrá de enseñarles cosas más profundas sobre el Día de la Expiación. En los diez días entre el Año Nuevo judío —Rosh Hashaná y Yom Kipur—, los judíos religiosos llevan a cabo una limpieza espiritual. Yom Kipur es el día más sagrado para la oración, un tiempo para ayunar y reflexionar. Ellos examinan el año anterior, subsanan errores y se comprometen a hacer un mayor esfuerzo.
Mientras los discípulos espían al sastre, observan que él saca un libro de su estante. Dentro hay una lista de todos los pecados que él cometió en el año. Entonces le dice a Dios que es momento de saldar las deudas, levanta el libro y ofrece la lista de sus pecados.
Después, el sastre saca otro libro. Dentro de éste están todos los pecados que Dios cometió: el dolor, el pesar, las penas que Dios les envió al sastre y a su familia. Este hombre le dice a Dios:
“Señor del Universo, si hiciéramos exactamente la suma, Tú me deberías mucho más de lo que yo te debo a Ti”.
Bastante atrevido, ¿no creen?
En lugar de regatear con Dios sobre lo que está en el libro, el sacerdote busca la paz. Él hace un trato con Dios de perdonar Sus pecados, si Dios perdona los suyos. El hombre se sirve un vaso de vino, lo bendice y dice: “Que ahora haya paz y alegría entre nosotros. Nos hemos perdonado.
Nuestros pecados ahora son como si nunca hubieran sido”.
Borrón y cuenta nueva con Dios; borrón y cuenta nueva para Dios.
A todos nos vendría bien un periodo de amnistía con Dios. ¿Cuántas personas se alejan de Dios o lo resienten debido al dolor, el pesar y las penas en nuestras vidas?
¿Cuántas personas se preguntan dónde estaba Dios cuando los aviones chocaron contra las Torres Gemelas, cuando un hijo murió de leucemia, cuando una hija se suicidó, cuando sentimos desesperación y soledad intolerables?
Nadie sabe realmente la respuesta. Todos estamos adivinando. Los predicadores siempre dicen que Dios nos ha dado libre albedrío y no intervendrá en el funcionamiento cotidiano de nuestras vidas. ¿Aunque imploremos? Esos mismos predicadores nos dicen que Dios nos bendice con nuestros hijos, trabajos, talentos, etcétera. Si Dios puede darnos regalos, ¿no puede Dios retener todas esas cosas que no queremos? ¿Por qué Dios no nos protege de la enfermedad, la muerte y la destrucción?
Yo no siempre entiendo cómo trabaja Dios, pero de todas maneras rezo. Es como ese viejo dicho,
“No entiendo cómo funciona la electricidad, pero no dejo que eso me haga permanecer en la oscuridad”. No tengo que entender a Dios para creer en Él. Lo que me da esperanza son esas palabras que un alma anónima escribió: “Creo en el sol, incluso cuando no brilla. Creo en el amor, incluso cuando no lo siento. Creo en Dios, incluso cuando calla”.
Yo he sentido un gran abandono por parte de Dios. Me tomó años de terapia limpiarme del residuo de la niñez que me dejó sintiéndome herida y maltrecha. Casi al final de la terapia, después de haber pasado meses lidiando con todos los personajes involucrados, mi terapeuta sugirió que todavía faltaba un personaje principal. Ella me dijo que estaba bien estar enojada con Dios por no rescatarme, por no estar ahí cuando necesitaba que alguien me protegiera.
Le dije que no estaba enojada con Dios, pero debajo de mi fe había un profundo pozo de duda que me molestaba y parecía burlarse de mí.
—¿Dónde estaba Dios? Yo no permitiría que un niño sufriera. ¿Por qué Dios lo hacía?
Shhh, le dije al pensamiento. Dios siempre está, mentí. De ninguna manera iba a correr el riesgo de enojarme con Dios. No cuando Dios era, en ciertos días, todo a lo que yo me aferraba. ¿Cómo puedo enojarme con Dios? ¿Cómo me atrevería?
Jamás olvidé esas imágenes de primer grado en la Inmaculada Concepción, como tampoco el Catecismo de Baltimore que mostraba lo negra que el alma se veía cuando pecaba. ¿Enojarse con Dios no sería el pecado más oscuro de todos? Caería en la categoría de pecado mortal e inclinaría la balanza en el libro de contabilidad que Dios tenía para mí y para mi alma.
Ningún cielo se tornaría negro, ningún rayo caería para matarme, ninguna voz resonaría como trueno para condenarme. Yo no era tan ingenua. No le temía a los rayos. Temía perder mi trabajo o mi salud o a mi hija. No iba a reprobar la prueba de Job. El famoso personaje bíblico se vio tentado a culpar a Dios por causarle sus terribles problemas. Así es que yo recé y pretendí que todo estaba bien. Sí, todo estaba bien con Dios. Era el resto del mundo y cada persona en él los que me ponían los pelos de punta.
Un día en el trabajo exploté con mi jefe por algo tan trivial que no puedo recordarlo. Salí furiosa de la sala de redacción, salté al auto e hice rechinar las llantas mientras huía del estacionamiento.
Gracias a Dios que mi jefe no estaba caminando por ahí, porque quizá no hubiera metido el freno.
Llegué a casa, almacené la furia que se edificaba en mí y me senté en la máquina de coser a reparar tranquilamente un vestido. No había terminado cuando la aguja se rompió a la mitad.
Fue entonces cuando enloquecí. Pegué con mis puños. Maldije. Me subí al auto y fui a dar una vuelta. Grité todo mi odio y enojo hacia toda la gente que me había abandonado y lastimado. Cuando terminé, me di cuenta de que no era mi jefe o mi papá o mi mamá o las monjas o ninguna figura de autoridad del pasado. Era el número uno quien me hacía enojar. Todo lo demás se lo eché a Dios. Lo maldije para arriba y para abajo e incluso lancé la bomba de las groserías. Repentinamente, sentí algo extraño que se apoderaba de mí.
Paz.
Debajo de todo ese enojo había una calma profunda.
Debajo de esa pila de resentimiento, estaba el amor de Dios.
Sentí una luz interior que me calentaba, como si Dios estuviera sonriendo y dijera:
—¿No te sientes mucho mejor ahora?
Empecé a reír. Dios quería que descargara el basurero que yo había llevado a cuestas durante años para que pudiéramos acercarnos.
Un sacerdote jesuita le puso nombre a esa oración. Conocí al Padre Jim Lewis en una Casa de Retiro jesuita en Parma. Él era profundo en su sencillez, y me dijo que Dios quiere una relación real, auténtica y genuina con nosotros, el mismo tipo de apertura y honestidad que se debe tener en un buen matrimonio.
Él descubrió esta verdad después de resistirse a un traslado por cuestiones de trabajo. Aunque odiaba su nueva tarea, trató de practicar la obediencia y la aceptación, pero se sentía miserable.
Trató de rezar con gratitud, pero carecía de ella. Intentó desempeñar el papel del sirviente pequeño y feliz de Dios, pero no funcionaba.
Un día explotó. Fue a la capilla solo, saludó a Dios y después, suavemente, maldijo con todo su santo corazón. “Maldición, maldición, maldición, maldición, maldición.” Eso fue todo. Pronunció la misma oración todos los días hasta que el resentimiento quedó fuera de su sistema. Una vez que el enojo desapareció, hubo espacio para algo más. Paz. La hoja estaba en blanco y ahora Dios podía escribir en ella.
El Padre Lewis la llamó Oración de la Maldición.
Es una gran oración para los momentos en que estás a punto de reventar.
Dios no quiere que nosotros seamos tan santos que perdamos nuestra humanidad. Dios no quiere oraciones falsas ni alabanzas hipócritas. Dios quiere una relación honesta, genuina y real.
Dios y yo somos mejores amigos ahora. Cada tarde salimos a pasear. Cada mañana nos sentamos juntos en silencio. Durante todo el día tenemos conversaciones. Bueno, yo soy la que agarro el micrófono. Sin importar lo que suceda o no suceda durante el día, vamos a la cama con un borrón y cuenta nueva. Como en un buen matrimonio, nadie se va a la cama enojado.

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