Puedes enojarte con Dios. Él lo resiste.
¿Cuándo fue la última vez que te enojaste con Dios? Se supone que no
debemos enojarnos con
Dios, ¿cierto? Él podría enviar fuego del
infierno y azufre. Puedo imaginarme el fuego del infierno, ¿pero lo del azufre?
Al crecer como católica, jamás escuché a un
sacerdote que nos diera permiso para enfurecernos con Dios. Nuestro trabajo era
temerle; el trabajo de Dios era atemorizarnos.
Hay una vieja historia acerca de un rabino que,
el día previo a Yom Kipur, envía a sus discípulos con un sastre que habrá de
enseñarles cosas más profundas sobre el Día de la Expiación. En los diez días
entre el Año Nuevo judío —Rosh Hashaná y Yom Kipur—, los judíos religiosos
llevan a cabo una limpieza espiritual. Yom Kipur es el día más sagrado para la
oración, un tiempo para ayunar y reflexionar. Ellos examinan el año anterior,
subsanan errores y se comprometen a hacer un mayor esfuerzo.
Después, el sastre saca otro libro. Dentro de
éste están todos los pecados que Dios cometió: el dolor, el pesar, las penas
que Dios les envió al sastre y a su familia. Este hombre le dice a Dios:
“Señor del Universo, si hiciéramos exactamente
la suma, Tú me deberías mucho más de lo que yo te debo a Ti”.
Bastante atrevido, ¿no creen?
En lugar de regatear con Dios sobre lo que está
en el libro, el sacerdote busca la paz. Él hace un trato con Dios de perdonar
Sus pecados, si Dios perdona los suyos. El hombre se sirve un vaso de vino, lo
bendice y dice: “Que ahora haya paz y alegría entre nosotros. Nos hemos
perdonado.
Nuestros pecados ahora son como si nunca
hubieran sido”.
Borrón y cuenta nueva con Dios; borrón y cuenta
nueva para Dios.
A todos nos vendría bien un periodo de amnistía
con Dios. ¿Cuántas personas se alejan de Dios o lo resienten debido al dolor,
el pesar y las penas en nuestras vidas?
¿Cuántas personas se preguntan dónde estaba Dios
cuando los aviones chocaron contra las Torres Gemelas, cuando un hijo murió de
leucemia, cuando una hija se suicidó, cuando sentimos desesperación y soledad
intolerables?
Nadie sabe realmente la respuesta. Todos estamos
adivinando. Los predicadores siempre dicen que Dios nos ha dado libre albedrío
y no intervendrá en el funcionamiento cotidiano de nuestras vidas. ¿Aunque
imploremos? Esos mismos predicadores nos dicen que Dios nos bendice con nuestros
hijos, trabajos, talentos, etcétera. Si Dios puede darnos regalos, ¿no puede
Dios retener todas esas cosas que no queremos? ¿Por qué Dios no nos protege de
la enfermedad, la muerte y la destrucción?
Yo no siempre entiendo cómo trabaja Dios, pero
de todas maneras rezo. Es como ese viejo dicho,
“No entiendo cómo funciona la electricidad, pero
no dejo que eso me haga permanecer en la oscuridad”. No tengo que entender a
Dios para creer en Él. Lo que me da esperanza son esas palabras que un alma
anónima escribió: “Creo en el sol, incluso cuando no brilla. Creo en el amor, incluso
cuando no lo siento. Creo en Dios, incluso cuando calla”.
Yo he sentido un gran abandono por parte de
Dios. Me tomó años de terapia limpiarme del residuo de la niñez que me dejó
sintiéndome herida y maltrecha. Casi al final de la terapia, después de haber pasado
meses lidiando con todos los personajes involucrados, mi terapeuta sugirió que
todavía faltaba un personaje principal. Ella me dijo que estaba bien estar
enojada con Dios por no rescatarme, por no estar ahí cuando necesitaba que
alguien me protegiera.
Le dije que no estaba enojada con Dios, pero
debajo de mi fe había un profundo pozo de duda que me molestaba y parecía
burlarse de mí.
—¿Dónde estaba Dios? Yo no permitiría que un
niño sufriera. ¿Por qué Dios lo hacía?
Shhh, le dije al
pensamiento. Dios siempre está, mentí. De ninguna manera iba a correr el riesgo de enojarme con
Dios. No cuando Dios era, en ciertos días, todo a lo que yo me aferraba. ¿Cómo puedo
enojarme con Dios? ¿Cómo me atrevería?
Jamás olvidé esas imágenes de primer grado en la
Inmaculada Concepción, como tampoco el Catecismo de Baltimore que mostraba lo
negra que el alma se veía cuando pecaba. ¿Enojarse con Dios no sería el pecado
más oscuro de todos? Caería en la categoría de pecado mortal e inclinaría la balanza
en el libro de contabilidad que Dios tenía para mí y para mi alma.
Ningún cielo se tornaría negro, ningún rayo
caería para matarme, ninguna voz resonaría como trueno para condenarme. Yo no
era tan ingenua. No le temía a los rayos. Temía perder mi trabajo o mi salud o
a mi hija. No iba a reprobar la prueba de Job. El famoso personaje bíblico se
vio tentado a culpar a Dios por causarle sus terribles problemas. Así es que yo
recé y pretendí que todo estaba bien. Sí, todo estaba bien con Dios. Era el
resto del mundo y cada persona en él los que me ponían los pelos de punta.
Un día en el trabajo exploté con mi jefe por
algo tan trivial que no puedo recordarlo. Salí furiosa de la sala de redacción,
salté al auto e hice rechinar las llantas mientras huía del estacionamiento.
Gracias a Dios que mi jefe no estaba caminando
por ahí, porque quizá no hubiera metido el freno.
Llegué a casa, almacené la furia que se edificaba
en mí y me senté en la máquina de coser a reparar tranquilamente un vestido. No
había terminado cuando la aguja se rompió a la mitad.
Fue entonces cuando enloquecí. Pegué con mis
puños. Maldije. Me subí al auto y fui a dar una vuelta. Grité todo mi odio y
enojo hacia toda la gente que me había abandonado y lastimado. Cuando terminé,
me di cuenta de que no era mi jefe o mi papá o mi mamá o las monjas o ninguna
figura de autoridad del pasado. Era el número uno quien me hacía enojar. Todo
lo demás se lo eché a Dios. Lo maldije para arriba y para abajo e incluso lancé
la bomba de las groserías. Repentinamente, sentí algo extraño que se apoderaba
de mí.
Paz.
Debajo de todo ese enojo había una calma
profunda.
Debajo de esa pila de resentimiento, estaba el amor
de Dios.
Sentí una luz interior que me calentaba, como si
Dios estuviera sonriendo y dijera:
—¿No te sientes mucho mejor ahora?
Empecé a reír. Dios quería que descargara el
basurero que yo había llevado a cuestas durante años para que pudiéramos acercarnos.
Un sacerdote jesuita le puso nombre a esa
oración. Conocí al Padre Jim Lewis en una Casa de Retiro jesuita en Parma. Él
era profundo en su sencillez, y me dijo que Dios quiere una relación real, auténtica
y genuina con nosotros, el mismo tipo de apertura y honestidad que se debe
tener en un buen matrimonio.
Él descubrió esta verdad después de resistirse a
un traslado por cuestiones de trabajo. Aunque odiaba su nueva tarea, trató de
practicar la obediencia y la aceptación, pero se sentía miserable.
Trató de rezar con gratitud, pero carecía de
ella. Intentó desempeñar el papel del sirviente pequeño y feliz de Dios, pero
no funcionaba.
Un día explotó. Fue a la capilla solo, saludó a
Dios y después, suavemente, maldijo con todo su santo corazón. “Maldición,
maldición, maldición, maldición, maldición.” Eso fue todo. Pronunció la misma
oración todos los días hasta que el resentimiento quedó fuera de su sistema.
Una vez que el enojo desapareció, hubo espacio para algo más. Paz. La hoja
estaba en blanco y ahora Dios podía escribir en ella.
El Padre Lewis la llamó Oración de la Maldición.
Es una gran oración para los momentos en que
estás a punto de reventar.
Dios no quiere que nosotros seamos tan santos
que perdamos nuestra humanidad. Dios no quiere oraciones falsas ni alabanzas
hipócritas. Dios quiere una relación honesta, genuina y real.
Dios y yo somos mejores amigos ahora. Cada tarde
salimos a pasear. Cada mañana nos sentamos juntos en silencio. Durante todo el
día tenemos conversaciones. Bueno, yo soy la que agarro el micrófono. Sin
importar lo que suceda o no suceda durante el día, vamos a la cama con un
borrón y cuenta nueva. Como en un buen matrimonio, nadie se va a la cama
enojado.
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