Centro Holística Hayden

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17 de mayo de 2018

Dios nunca parpadea-Leccion1


Introducción
Mi amiga Kathy una vez me envió un pasaje del libro El vino del estío. En esta obra de Ray Bradbury sobre un verano de cosecha, un niño cae enfermo. Nadie puede averiguar lo que le pasa, a él simplemente lo supera la vida. Nadie parece ser capaz de ayudarlo hasta que el Sr. Jonas, el ropavejero, aparece.
Él le susurra algo al niño que duerme en un catre en el patio. El Sr. Jonas le dice que permanezca tranquilo y escuche, y después se estira para tomar una manzana de un árbol. Él permanece el tiempo suficiente como para decirle al niño un secreto que lleva dentro, uno que yo no sabía que llevaba conmigo. Algunas personas llegan frágiles a este mundo. Como frutas tiernas, se lastiman más fácilmente, lloran con más frecuencia y se vuelven tristes desde jóvenes. El Sr. Jonas sabe todo esto porque él es una de estas personas.
Las palabras mueven algo en el niño y se recupera.
Las palabras movieron algo en mí. Algunas personas se lesionan con más facilidad; yo soy una de esas personas.
Me tomó cuarenta años descubrir la felicidad y aferrarme a ella. Sentía que al momento de mi nacimiento, Dios había parpadeado. El instante había pasado inadvertido para Él y jamás supo que yo había llegado. Mis padres tuvieron once hijos, y aunque amo profundamente a mis papás y a mis cinco hermanos y cinco hermanas, algunas veces me sentía perdida entre la camada. Como mi amiga Kathy solía señalar, yo parecía ser la más pequeña de esa prole. A los 6 años las monjas hicieron que me sintiera confundida, era un alma perdida que bebía demasiado a los 16, me convertí en madre soltera a los 21, me gradué a los 30, estuve sin una pareja estable durante dieciocho años y, finalmente, me casé a los 40 con un hombre que me trataba como reina.
Después, a los 41, enfermé de cáncer. Me tomó un año vencerlo, y un año más recuperarme de esa lucha.
El día de mi cumpleaños número 45, me quedé en cama reflexionando sobre todo lo que la vida me había enseñado. Mi alma abrió una compuerta y las ideas empezaron a fluir. Mi pluma simplemente las capturó y plasmó las palabras en papel. Yo las pasé a la computadora y las convertí en una columna sobre las 45 lecciones que la vida me ha enseñado. Mi editor las odió, y también su editor. Yo les pedí que de todas maneras las publicaran. Los lectores del Plain Dealer, en Cleveland, las amaron.
El cáncer me hizo lo suficientemente valiente como para enfrentarme a los jefes. Una vez que has tenido cáncer y has estado enfermo, calvo y débil por la quimioterapia y la radiación, no hay muchas más cosas que alguien pueda hacer para amenazarte. Cumplir 45 fue una victoria para mí. Por el cáncer, tenía mis dudas de poder llegar a ver que el odómetro avanzara tanto. Tres de mis tías murieron de la misma enfermedad a los 42, 44 y 56, así es que no había mucha esperanza.
Pero seguí viviendo. Cuando llegué a los 50, agregué cinco lecciones más y el periódico volvió a publicar la columna. Entonces, algo sorprendente sucedió, gente por todo el país empezó a reenviar la columna: ministros, enfermeras, trabajadores sociales solicitaban nuevas impresiones para publicarlas en boletines, comunicados de las iglesias, periódicos de pequeñas ciudades, gente de todas las religiones y aquellos sin religión podían relacionarse. Si bien algunas de las lecciones hablan de Dios, las personas encontraban en ellas verdades universales. He escuchado que agnósticos y ateos llevan la lista de las lecciones en sus carteras y las clavan con una tachuela en los cubículos de su trabajo o las ponen bajo imanes en el refrigerador. Las lecciones aparecen en blogs y páginas de Internet en todo el mundo. Cada semana desde que se publicó la columna, he recibido correos electrónicos desde Australia hasta Zanesville, Ohio, pidiendo copias. Esa columna es la más popular que he escrito en mis 24 años como periodista.
La mayoría de estos ensayos apareció originalmente en el Plain Dealer o el Beacon Journal.
Algunos de ellos son originales.
Estas lecciones son los regalos de la vida para mí, y los míos para ti.

LECCIÓN 1
La vida no es justa, pero de todas maneras es buena.
La gorra siempre regresaba, más desteñida, pero más fuerte que nunca.
Frank inició el ritual.
Yo había pasado por mi primera quimioterapia y no me podía imaginar calva. Poco después, vi a un hombre usando una gorra de béisbol con las siguientes palabras inscritas: LA VIDA ES BUENA.
La vida no se sentía buena para mí, y estaba por sentirse peor, así es que le pregunté al hombre dónde había conseguido su gorra. Dos días más tarde, Frank atravesó la ciudad y se detuvo en mi casa para darme una. Frank es un hombre mágico, pintor de casas, de oficio, él vive de acuerdo a una sencilla palabra: Puedo.
La palabra le recuerda tener gratitud por todo. En vez de decir, “Tengo que ir hoy al trabajo”, Frank se dice a sí mismo, “Puedo ir hoy al trabajo”. En vez de decir, “Tengo que ir a la tienda”, él puede ir. En vez de decir, “Tengo que llevar a los niños a su entrenamiento de béisbol”, lo puede hacer. Funciona para todo.
La gorra en alguien más que no fuera Frank quizá carecería del mismo poder. Era azul marino con un parche ovalado que anunciaba su mensaje en letras blancas.
Y la vida fue buena, aunque mi cabello cayó, mi cuerpo se debilitó y mis cejas desaparecieron. En lugar de ponerme una peluca, usé esa gorra como mi respuesta al cáncer, como mi cartelera ante el mundo. La gente experimenta una morbosa fascinación al ver a una mujer calva; cuando husmeaban, recibían el mensaje.
Gradualmente, fui mejorando, mi cabello volvió a crecer y guardé la gorra hasta que a una amiga le dio cáncer y preguntó por ella. Quería una. Al principio, no deseaba desprenderme de la mía, era como mi chupón, la cobijita que me daba seguridad, pero debía cederla; si no lo hacía, la suerte podría terminarse. Ella hizo la promesa de mejorar y cederle la gorra a otra mujer. En su lugar, ella me la regresó para que yo se la diera a otra sobreviviente.
La llamamos Gorra de la Quimio.
No sé cuántas mujeres la hayan usado en estos últimos once años, he perdido la cuenta. Tantas amigas han sido diagnosticadas con cáncer de mama: Arlene, Joy, Cheryl, Kaye, Sheila, Joan, Sandy. Mujer tras mujer la fueron pasando.
Cuando la gorra regresó a mí, siempre parecía más cansada y gastada, pero cada mujer tenía una nueva chispa en sus ojos. Todas las mujeres que usaron la Gorra de la Quimio están llenas de vitalidad.
El año pasado se la di a mi amigo y compañero de trabajo, Patrick. A él le habían diagnosticado cáncer de colon a los 37 años. Patrick recibió la gorra, aunque yo no estaba segura de que pudiera hacerle frente a ningún tipo de cáncer. Le contó a su mamá sobre la gorra, cómo él era ahora un eslabón en esta cadena de supervivencia. Ella encontró la compañía Life is Good, Inc., que fabricaba las gorras y otros productos con el lema. Llamó a la compañía para contar la historia y pedir una caja completa de cachuchas.
La señora se las envió a los amigos y parientes más cercanos de Patrick, quienes se tomaron fotos usándola. En su refrigerador, él puso las fotos de amigos de la universidad y sus hijos y perros con la gorra de LA VIDA ES BUENA.
Mientras tanto, las personas de Life is Good, Inc., se sintieron conmovidas por el relato de la mamá de Patrick, y debido a ello hicieron una junta de personal y retaron a sus empleados, “en el espíritu de la gorra viajera y de la suerte”, a pasar sus gorras a alguien que necesitara apoyo. La compañía envió a Patrick una foto de los 175 empleados con la gorra puesta.
Patrick terminó la quimioterapia y está bien. Tuvo tanta suerte; jamás perdió su cabello, sólo se le hizo más delgado. Jamás tuvo que ponerse la gorra, pero ésta tuvo el poder de conmoverlo. Él la mantuvo en una mesa junto a las escaleras donde pudiera ver el mensaje cada día.
El gorro lo hizo superar los días realmente malos, cuando quería dejar la quimioterapia y rendirse.
Cualquiera que haya tenido cáncer conoce esos días; incluso las personas que jamás han tenido cáncer los conocen.
Resulta que no era la gorra, sino el mensaje lo que nos hizo seguir adelante a todos, lo que todavía nos hace seguir adelante.
La vida es buena.
Transmite el mensaje.

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