Introducción
Mi
amiga Kathy una vez me envió un pasaje del libro El
vino del estío. En esta obra de Ray Bradbury sobre un verano de cosecha, un
niño cae enfermo. Nadie puede averiguar lo que le pasa, a él simplemente lo
supera la vida. Nadie parece ser capaz de ayudarlo hasta que el Sr. Jonas, el ropavejero,
aparece.
Él le susurra algo al
niño que duerme en un catre en el patio. El Sr. Jonas le dice que permanezca tranquilo
y escuche, y después se estira para tomar una manzana de un árbol. Él permanece
el tiempo suficiente como para decirle al niño un secreto que lleva dentro, uno
que yo no sabía que llevaba conmigo. Algunas personas llegan frágiles a este
mundo. Como frutas tiernas, se lastiman más fácilmente, lloran con más
frecuencia y se vuelven tristes desde jóvenes. El Sr. Jonas sabe todo esto porque
él es una de estas personas.
Las palabras movieron
algo en mí. Algunas personas se lesionan con más facilidad; yo soy una de esas
personas.
Me tomó cuarenta años
descubrir la felicidad y aferrarme a ella. Sentía que al momento de mi nacimiento,
Dios había parpadeado. El instante había pasado inadvertido para Él y jamás
supo que yo había llegado. Mis padres tuvieron once hijos, y aunque amo
profundamente a mis papás y a mis cinco hermanos y cinco hermanas, algunas
veces me sentía perdida entre la camada. Como mi amiga Kathy solía señalar, yo
parecía ser la más pequeña de esa prole. A los 6 años las monjas hicieron que
me sintiera confundida, era un alma perdida que bebía demasiado a los 16, me
convertí en madre soltera a los 21, me gradué a los 30, estuve sin una pareja
estable durante dieciocho años y, finalmente, me casé a los 40 con un hombre
que me trataba como reina.
Después, a los 41,
enfermé de cáncer. Me tomó un año vencerlo, y un año más recuperarme de esa lucha.
El día de mi cumpleaños
número 45, me quedé en cama reflexionando sobre todo lo que la vida me había
enseñado. Mi alma abrió una compuerta y las ideas empezaron a fluir. Mi pluma simplemente
las capturó y plasmó las palabras en papel. Yo las pasé a la computadora y las
convertí en una columna sobre las 45 lecciones que la vida me ha enseñado. Mi
editor las odió, y también su editor. Yo les pedí que de todas maneras las
publicaran. Los lectores del Plain Dealer, en
Cleveland, las amaron.
El cáncer me hizo lo
suficientemente valiente como para enfrentarme a los jefes. Una vez que has tenido
cáncer y has estado enfermo, calvo y débil por la quimioterapia y la radiación,
no hay muchas más cosas que alguien pueda hacer para amenazarte. Cumplir 45 fue
una victoria para mí. Por el cáncer, tenía mis dudas de poder llegar a ver que
el odómetro avanzara tanto. Tres de mis tías murieron de la misma enfermedad a
los 42, 44 y 56, así es que no había mucha esperanza.
Pero seguí viviendo.
Cuando llegué a los 50, agregué cinco lecciones más y el periódico volvió a publicar
la columna. Entonces, algo sorprendente sucedió, gente por todo el país empezó
a reenviar la columna: ministros, enfermeras, trabajadores sociales solicitaban
nuevas impresiones para publicarlas en boletines, comunicados de las iglesias,
periódicos de pequeñas ciudades, gente de todas las religiones y aquellos sin
religión podían relacionarse. Si bien algunas de las lecciones hablan de Dios,
las personas encontraban en ellas verdades universales. He escuchado que agnósticos
y ateos llevan la lista de las lecciones en sus carteras y las clavan con una
tachuela en los cubículos de su trabajo o las ponen bajo imanes en el
refrigerador. Las lecciones aparecen en blogs y páginas
de Internet en todo el mundo. Cada semana desde que se publicó la columna, he
recibido correos electrónicos desde Australia hasta Zanesville, Ohio, pidiendo
copias. Esa columna es la más popular que he escrito en mis 24 años como
periodista.
La mayoría de estos
ensayos apareció originalmente en el Plain Dealer o el
Beacon
Journal.
Algunos de ellos son
originales.
Estas lecciones son los
regalos de la vida para mí, y los míos para ti.
LECCIÓN
1
La
vida no es justa, pero de todas maneras es buena.
La
gorra siempre regresaba, más desteñida, pero más fuerte que nunca.
Frank inició el ritual.
Yo había pasado por mi
primera quimioterapia y no me podía imaginar calva. Poco después, vi a un
hombre usando una gorra de béisbol con las siguientes palabras inscritas: LA
VIDA ES BUENA.
La vida no se sentía
buena para mí, y estaba por sentirse peor, así es que le pregunté al hombre dónde
había conseguido su gorra. Dos días más tarde, Frank atravesó la ciudad y se
detuvo en mi casa para darme una. Frank es un hombre mágico, pintor de casas,
de oficio, él vive de acuerdo a una sencilla palabra: Puedo.
La palabra le recuerda
tener gratitud por todo. En vez de decir, “Tengo que ir hoy al trabajo”, Frank
se dice a sí mismo, “Puedo ir hoy al trabajo”. En vez de decir, “Tengo que ir a
la tienda”, él puede ir. En vez de decir, “Tengo que llevar a los niños a su
entrenamiento de béisbol”, lo puede hacer. Funciona para todo.
La gorra en alguien más
que no fuera Frank quizá carecería del mismo poder. Era azul marino con un
parche ovalado que anunciaba su mensaje en letras blancas.
Y la vida fue buena,
aunque mi cabello cayó, mi cuerpo se debilitó y mis cejas desaparecieron. En lugar
de ponerme una peluca, usé esa gorra como mi respuesta al cáncer, como mi
cartelera ante el mundo. La gente experimenta una morbosa fascinación al ver a
una mujer calva; cuando husmeaban, recibían el mensaje.
Gradualmente, fui
mejorando, mi cabello volvió a crecer y guardé la gorra hasta que a una amiga le
dio cáncer y preguntó por ella. Quería una. Al principio, no deseaba
desprenderme de la mía, era como mi chupón, la cobijita que me daba seguridad,
pero debía cederla; si no lo hacía, la suerte podría terminarse. Ella hizo la
promesa de mejorar y cederle la gorra a otra mujer. En su lugar, ella me la
regresó para que yo se la diera a otra sobreviviente.
La llamamos Gorra de la
Quimio.
No sé cuántas mujeres
la hayan usado en estos últimos once años, he perdido la cuenta. Tantas amigas
han sido diagnosticadas con cáncer de mama: Arlene, Joy, Cheryl, Kaye, Sheila,
Joan, Sandy. Mujer tras mujer la fueron pasando.
Cuando la gorra regresó
a mí, siempre parecía más cansada y gastada, pero cada mujer tenía una nueva
chispa en sus ojos. Todas las mujeres que usaron la Gorra de la Quimio están
llenas de vitalidad.
El año pasado se la di
a mi amigo y compañero de trabajo, Patrick. A él le habían diagnosticado cáncer
de colon a los 37 años. Patrick recibió la gorra, aunque yo no estaba segura de
que pudiera hacerle frente a ningún tipo de cáncer. Le contó a su mamá sobre la
gorra, cómo él era ahora un eslabón en esta cadena de supervivencia. Ella
encontró la compañía Life is Good, Inc., que fabricaba las gorras y otros
productos con el lema. Llamó a la compañía para contar la historia y pedir una
caja completa de cachuchas.
La señora se las envió
a los amigos y parientes más cercanos de Patrick, quienes se tomaron fotos usándola.
En su refrigerador, él puso las fotos de amigos de la universidad y sus hijos y
perros con la gorra de LA VIDA ES BUENA.
Mientras tanto, las
personas de Life is Good, Inc., se sintieron conmovidas por el relato de la mamá
de Patrick, y debido a ello hicieron una junta de personal y retaron a sus
empleados, “en el espíritu de la gorra viajera y de la suerte”, a pasar sus
gorras a alguien que necesitara apoyo. La compañía envió a Patrick una foto de
los 175 empleados con la gorra puesta.
Patrick terminó la
quimioterapia y está bien. Tuvo tanta suerte; jamás perdió su cabello, sólo se
le hizo más delgado. Jamás tuvo que ponerse la gorra, pero ésta tuvo el poder
de conmoverlo. Él la mantuvo en una mesa junto a las escaleras donde pudiera
ver el mensaje cada día.
El gorro lo hizo
superar los días realmente malos, cuando quería dejar la quimioterapia y
rendirse.
Cualquiera que haya
tenido cáncer conoce esos días; incluso las personas que jamás han tenido cáncer
los conocen.
Resulta que no era la
gorra, sino el mensaje lo que nos hizo seguir adelante a todos, lo que todavía nos
hace seguir adelante.
La vida es
buena.
Transmite el mensaje.
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