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6 de febrero de 2018

Pulsión, represión y espiritualidad

Alejandro Lodi

Los supuestos perceptivos de un paradigma vigente en la cultura son invisibles al discernimiento consciente. Subyacen a nuestra visión de la realidad. Perduran siglos mientras los humanos (nosotros) llevamos a cabo nuestras habituales vidas. Son los supuestos inconscientes de nuestras creencias, aquellos principios y valores que damos por sentado o consideramos naturales, sin cuestionarlos como construcción. Por cierto, la fuerza de esos supuestos perceptivos que sostienen
los paradigmas de la cultura radica en que no son individuales, no son voluntarios ni deliberados, sino productos de una construcción social y colectiva. Son el resultado del proceso evolutivo de la humanidad. Y esto significa que no surgen ni quedan abolidos por decreto. Hay poderosos motivos para que sean los que son y no otros, para que perduren y no caigan.
Ahora, cuando estos supuestos inconscientes paradigmáticos emergen a la conciencia individual (o colectiva, en caso que alcancen suficiente masa crítica) pueden llenarnos de asombro o espanto. ¿Cómo pudimos vivir tanto tiempo creyendo “eso” sin darnos cuenta de lo absurdo o aberrante que resultaba? En realidad, creímos (creemos) en “eso” para organizar la vida y su intensidad, para atenuar la angustia de estar vivos y vinculados con la naturaleza (y con los demás). La conciencia de la muerte nos lleva a la necesidad de controlar la vida (y a los demás). Los paradigmas de la cultura atenúan la zozobra existencial, el estupor de haber sido “arrojados a la vida”. El inconsciente colectivo humano genera los supuestos que sostienen nuestras creencias, nuestra visión compartida y no cuestionada del universo en la que sentimos que estamos protegidos de la incertidumbre y la vulnerabilidad.
Quizás estemos en tiempos que obliguen a reconocer nuestros supuestos culturales (paradigmáticos) acerca de la pulsión vital y, una vez reconocidos, aceptar el desafío y la necesidad de su transformación. Es el trabajo de Hércules con la Hidra: cortar cabezas o disolver supuestos. El octavo trabajo. El portal de Escorpio, el encuentro con la fuerza creadora y destructiva que pugna en la profundidad del alma. ¿Qué hacer con la pulsión vital? ¿Cómo ejercer la sexualidad, la agresión y el apego (o, lo que es lo mismo, el control o el miedo)? La Hidra, un ser monstruoso e imbatible. Cada una de sus nueve cabezas se reproduce y duplica cada vez que es cortada por quien intenta controlar su fuerza devastadora. Quien intenta reprimirla, en verdad, la multiplica. Sólo elevando a la Hidra del suelo donde se afirmaba, Hércules logra que desfallezcan cada una de sus cabezas y que emerja entonces una: la que daba vida a todas las demás. Confortándolo, el monstruo es vencido.
La perversión sexual de curas católicos es síntoma o efecto del celibato impuesto por doctrina. El supuesto subyacente es que la sexualidad es opuesta a la espiritualidad, que el placer sensual ofende a Dios. La represión de la pulsión vital -que anima el cuerpo y la psique- como condición (y exigencia) para la revelación del espíritu. Una forma religiosa coherente con el paradigma vigente en la comunidad humana de la que surge, la visión invisible compartida, el imaginario perceptivo subyacente: el sexo, la agresión y el apego como “el mal”, la pulsión vital como peligro. Como todas las instituciones de la construcción social del mundo, la religión refleja el paradigma de la cultura. Si no se rompe ese supuesto, si no caen esos mandatos doctrinarios, seguirán emergiendo “las cabezas monstruosas de la Hidra”. Si no surge la náusea ante la mutilación de la sexualidad de los jóvenes que ingresan a conventos y seminarios, ante el sadismo de enfermar sus psiquis de culpas y miedos conduciéndolos a alguna patología inevitable, seguiremos reaccionando a los síntomas, condenando -uno tras otro- a los curas perversos. En cambio, en la evidencia de las creencias subyacentes convertidas en mandatos doctrinarios, se pondría de manifiesto que no se trata de seres perversos que contaminan a la institución, sino de la perversión de la institución misma (ciega, en el mejor de los casos, a los supuestos que la sostienen y que distorsionan la manifestación de la vida) que produce sus frutos horrorosos.
Así como hoy nos preguntamos cómo pudo existir la esclavitud, la quema de herejes o los sacrificios humanos para complacer a Dios, quizás dentro de 50 años (ó 500 ó 5.000) los humanos (occidentales, al menos) nos preguntemos azorados cómo fue posible la imposición del celibato en la vida religiosa. O la monogamia obligatoria y la poligamia clandestina. “La prostitución es consecuencia del matrimonio” provoca Osho. Es probable que el conflicto con la pulsión no sea exclusivo de los sacerdotes católicos.


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