Alejandro Lodi
Los supuestos
perceptivos de un paradigma vigente en la cultura son invisibles al
discernimiento consciente. Subyacen a nuestra visión de la realidad. Perduran
siglos mientras los humanos (nosotros) llevamos a cabo nuestras habituales
vidas. Son los supuestos inconscientes de nuestras creencias, aquellos
principios y valores que damos por sentado o consideramos naturales, sin
cuestionarlos como construcción. Por cierto, la fuerza de esos supuestos
perceptivos que sostienen
los paradigmas de la cultura radica en que no son
individuales, no son voluntarios ni deliberados, sino productos de una
construcción social y colectiva. Son el resultado del proceso evolutivo de la
humanidad. Y esto significa que no surgen ni quedan abolidos por decreto. Hay
poderosos motivos para que sean los que son y no otros, para que perduren y no
caigan.
Ahora, cuando estos
supuestos inconscientes paradigmáticos emergen a la conciencia individual (o
colectiva, en caso que alcancen suficiente masa crítica) pueden
llenarnos de asombro o espanto. ¿Cómo pudimos vivir tanto tiempo creyendo “eso”
sin darnos cuenta de lo absurdo o aberrante que resultaba? En realidad, creímos
(creemos) en “eso” para organizar la vida y su intensidad, para atenuar la
angustia de estar vivos y vinculados con la naturaleza (y con los demás). La
conciencia de la muerte nos lleva a la necesidad de controlar la vida (y a los
demás). Los paradigmas de la cultura atenúan la zozobra existencial, el estupor
de haber sido “arrojados a la vida”. El inconsciente colectivo humano genera
los supuestos que sostienen nuestras creencias, nuestra visión compartida y no
cuestionada del universo en la que sentimos que estamos protegidos de la
incertidumbre y la vulnerabilidad.
Quizás estemos en
tiempos que obliguen a reconocer nuestros supuestos culturales (paradigmáticos)
acerca de la pulsión vital y, una vez reconocidos, aceptar el desafío y la
necesidad de su transformación. Es el trabajo de Hércules con la Hidra: cortar
cabezas o disolver supuestos. El octavo trabajo. El portal de Escorpio, el
encuentro con la fuerza creadora y destructiva que pugna en la profundidad del
alma. ¿Qué hacer con la pulsión vital? ¿Cómo ejercer la sexualidad, la agresión
y el apego (o, lo que es lo mismo, el control o el miedo)? La Hidra, un ser
monstruoso e imbatible. Cada una de sus nueve cabezas se reproduce y duplica
cada vez que es cortada por quien intenta controlar su fuerza devastadora.
Quien intenta reprimirla, en verdad, la multiplica. Sólo elevando a la Hidra
del suelo donde se afirmaba, Hércules logra que desfallezcan cada una de sus
cabezas y que emerja entonces una: la que daba vida a todas las demás.
Confortándolo, el monstruo es vencido.
La perversión sexual
de curas católicos es síntoma o efecto del celibato impuesto por doctrina. El
supuesto subyacente es que la sexualidad es opuesta a la espiritualidad, que el
placer sensual ofende a Dios. La represión de la pulsión vital -que anima el
cuerpo y la psique- como condición (y exigencia) para la revelación del
espíritu. Una forma religiosa coherente con el paradigma vigente en la
comunidad humana de la que surge, la visión invisible compartida, el imaginario
perceptivo subyacente: el sexo, la agresión y el apego como “el mal”, la
pulsión vital como peligro. Como todas las instituciones de la construcción
social del mundo, la religión refleja el paradigma de la cultura. Si no se
rompe ese supuesto, si no caen esos mandatos doctrinarios, seguirán emergiendo
“las cabezas monstruosas de la Hidra”. Si no surge la náusea ante la mutilación
de la sexualidad de los jóvenes que ingresan a conventos y seminarios, ante el
sadismo de enfermar sus psiquis de culpas y miedos conduciéndolos a alguna
patología inevitable, seguiremos reaccionando a los síntomas, condenando -uno
tras otro- a los curas perversos. En cambio, en la evidencia de las creencias
subyacentes convertidas en mandatos doctrinarios, se pondría de manifiesto que
no se trata de seres perversos que contaminan a la institución, sino de la
perversión de la institución misma (ciega, en el mejor de los casos, a los
supuestos que la sostienen y que distorsionan la manifestación de la vida) que
produce sus frutos horrorosos.
Así como hoy nos
preguntamos cómo pudo existir la esclavitud, la quema de herejes o los
sacrificios humanos para complacer a Dios, quizás dentro de 50 años (ó 500 ó 5.000)
los humanos (occidentales, al menos) nos preguntemos azorados cómo fue posible
la imposición del celibato en la vida religiosa. O la monogamia obligatoria y
la poligamia clandestina. “La prostitución es consecuencia del matrimonio”
provoca Osho. Es probable que el conflicto con la pulsión no sea exclusivo de
los sacerdotes católicos.
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