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7 de octubre de 2018

Dios nunca parpadea - Lección 11, 12 y 13


LECCIÓN 11

Dios nunca nos pone más peso del que podemos cargar.

En el libro Palabras, ojos, memoria hay un renglón fascinante que te hace ver de manera diferente las cosas que cargamos, los problemas que nos ofenden, los regalos que envidiamos.

La autora, Edwidge Danticat, describe un grupo de gente en Guinea que lleva el cielo sobre sus cabezas. En su novela lírica sobre la tragedia y el trauma a los que se enfrenta una familia de mujeres, Danticat cuenta el relato de unas personas que eran tan poderosas como para poder soportar cualquier cosa; y aunque esta gente no sabía que era elegida para ello, su Creador la diseñó para llevar a cuestas más peso. De modo que si tú experimentas muchas dificultades en la vida, confía en que fuiste diseñado para soportarlas.


A algunos de nosotros se nos pide que aguantemos más. Mi tío Paul fue elegido para cargar parte del cielo.

Él y mi tía Verónica eran mis padrinos. Ellos ya tenían cinco hijos cuando el último nació. Al enterarnos, lloramos. La buena noticia era que había sido niño. La mala, que tenía algo mal.

Brett Francis Kelly nació en 1972, cuando la gente utilizaba palabras como mongoloide y retrasado. Era un tiempo en el que los parientes murmuraban las malas noticias con lágrimas, cuando los doctores sugerían cuidado institucional y el apoyo para niños con necesidades especiales no existía.

Brett no era el bebé perfecto y sano por el que todo padre pide. Él tenía diez dedos en las manos y diez dedos en los pies, pero también algo más: mi primo nació con un cromosoma extra, tenía síndrome de Down. En aquel entonces, los niños con síndrome de Down no eran considerados especiales, se les consideraba un desastre; pero mi tía y mi tío lo amaban de la misma manera que a sus otros cinco hijos.

Después, a mi tía le dio cáncer. El cáncer de mama hizo metástasis en los huesos. Ella murió cuando Brett sólo tenía tres años. Dejó a mi tío viudo y con seis hijos. ¿Cómo podría mi tío Paul criar a seis hijos solo? El mayor apenas tenía 14.

Las cosas se pusieron peor. Al tío Paul lo despidieron de su trabajo. Él había faltado mucho por cuidar a su mujer enferma. No había ninguna Licencia por Ausencia Médica que lo protegiera. ¿Qué le sucedió a la familia? Mi tío la mantuvo unida. Hizo de Brett el centro de su universo. De alguna manera, la pieza rota los mantuvo unidos.

Mi tío Paul jamás se quejó por ser el padre soltero de seis. Obtuvo una certificación como vendedor de bienes raíces, así es que pudo trabajar desde casa. Él hacía la lavandería y limpiaba la casa cuando los niños se iban a dormir. Jamás volvió a casarse. Solía decir, “Me casé de por vida”.

Hizo de Brett su compañero; eran inseparables.
Brett no tenía botón para filtrar las cosas. Si pensaba en algo, lo decía, no podía mentir. Cuando veía a una mujer con unas pompas enormes, él anunciaba, “Tienes un trasero enorme”. Cuando atrapaba el reflejo de su figura rechonchita decía “Soy tan sexy”, y lo creía.

Brett dejaba su marca en todos lados. En la boda de mi prima Bridget, pretendió ser el barman. En la boda de mi hermano Jim, giró en la pista de baile hasta que sus pantalones casi cayeron. En el funeral de mi tío John, se derramó el agua en sí mismo, se quitó los pantalones y terminó envuelto en una cobija.

Jamás creció. Ésa era la alegría de Brett. Permaneció niño. También siguió siendo el mejor amigo de su papá. Las décadas volaron. Cada hijo jugó a ser mamá, después se fue a la universidad y heredó el papel al hermano que le seguía.

Cuando mi tío cumplió 80, nos preguntamos quién se haría cargo de Brett algún día. El problema no era que Brett fuese una carga que nadie quisiera llevar a cuestas. El problema era que todos sus hermanos querían que se mudara con ellos.

No fue mucho después de que mi tío cumpliera 80 cuando nos enteramos de las malas noticias.

El día antes de la boda de la hermana de Brett, la familia se había reunido para el ensayo. Habían pasado el día juntos todos los hermanos y hermanas y suegros y nietos y el tío Paul. En algún momento, de la nada, Brett les dijo:

—No se preocupen. Mamá está aquí. Todo va a estar bien.
Después de la cena, Brett colapsó debido a una embolia pulmonar. Nadie pudo revivirlo.
La funeraria estaba llena de fotos a más no poder. Brett con su saco de la Primera Comunión. Brett con toga y birrete. Brett en su uniforme de básquetbol. Brett con sus medallas de las Olimpiadas Especiales. Mi tío se había asegurado de que la vida de Brett fuese rica.

En la misa del funeral, el sacerdote nos pidió que examináramos cómo usamos nuestros regalos.

Brett adquirió sus dones naturalmente, dijo el sacerdote. Venían con ese cromosoma extra.

—Necesitamos a los Bretts de este mundo —dijo en su sermón—. Brett no estaba discapacitado.

Él nos mostró lo que Dios espera de nosotros: que celebremos cada vez que respiramos.

También necesitamos a los tíos Paul del mundo. Fue su fortaleza silenciosa la que mantuvo el mundo para que Brett pudiera brincar en él, para que Brett pudiera celebrar todo como sólo él podía hacerlo. En su mundo, el Conejo de Pascua y Santa Claus eran reales, los cumpleaños duraban siete días y no había tal cosa como las razas, sólo personas con un mejor bronceado.

Mi tío sonrió cuando su hijo Paul pronunció el elogio fúnebre.
—La gente siempre nos comentó que nosotros éramos un gran regalo para Brett —dijo Paul—. Era al revés. Él fue un gran regalo para nosotros.

El tío Paul lo hizo posible manteniendo unida a la familia, sujetando el cielo encima de ellos.
Mi tío me llamó un día sólo para decirme lo orgulloso que está de mí. Yo guardé el mensaje y lo vuelvo a poner para escuchar su voz, temblorosa por el Parkinson y la edad, todavía llena de dulce gratitud. El tío Paul jamás se lamentó por la vida que le tocó.

Él sería el primero en decir que Dios nunca nos pone más peso del que fuimos diseñados para cargar. Algunos de nosotros fuimos diseñados para más, algunos para menos. Aunque se nos pida que carguemos una porción de cielo que va más allá de nuestras fuerzas, debemos considerarlo un regalo.

LECCIÓN 12

Haz las paces con tu pasado para que no te eche a perder el presente.

¿Alguna vez has tenido alguno de esos días en que todo parece estar bien y, de repente, ya no?
Nada en el exterior ha cambiado, pero todo en tu interior acaba de hacerlo. Algo que no puedes nombrar sucedió y, repentinamente, te encuentras en un agujero en lo más profundo de tu ser.

Es difícil descifrar qué fue lo que te hizo descender en espiral. Un ruido. Un aroma. Un comentario. Algo tan pequeño te envía nuevamente a tu propia oscuridad, temor y desesperación; sucede tan rápido, que no sabes cómo llegaste ahí. O algunas veces puedes sentir que caes en cámara lenta, pero no puedes evitarlo.

¿Qué lo detona? Es distinto para cada quien, especialmente aquellos que han sido víctimas de abuso o abandono en alguna de sus formas. Para mí, algo tan pequeño como el aroma y el gis y los cartones de leche lo logra. La visión de pequeñas sillas plegables, como las que teníamos en primer grado. El sonido de un niño que llora en una tienda. La visión de un padre enojado que arrastra a su pequeño por un estacionamiento. El sonido de los golpes, piel con piel, en una película violenta.

Algunos días, cualquiera de ellos me envía al hoyo. De repente, me siento atemorizada y sola y desconectada. Yo los llamo “ataques de la niñez”. De repente, dejo de ser un adulto funcional, me siento impotente, me siento atemorizada y no puedo descubrir por qué. Un terapeuta que solía tratar a veteranos de Vietnam me dijo que los adultos que sufrieron abuso y abandono durante la infancia pueden tener estrés postraumático. Las heridas de la niñez permanecen con nosotros durante años; como una metralla, las piezas siguen horadando su camino a través del cuerpo.

Solía tomarme días escalar el agujero. Mientras tanto, iba al trabajo, preparaba la cena, jugaba con mi hija, intentaba funcionar, pero dentro de mí sentía que estaba al borde del colapso emocional.

Si alguien jalaba una cuerda más, me desharía como una madeja de estambre, y ya no estaría completa.

Todos tenemos hoyos de la niñez. La mayoría de la gente tiene unos cuantos aquí y allá que son lo suficientemente pequeños como para poder evadirlos y de los cuales se puede salir fácilmente. Otros tienen un paisaje lunar de cráteres profundos dejados por parientes o maestros mentalmente enfermos, encuentros con violencia doméstica y abuso sexual, o golpes y furia de padres que también fueron niños alguna vez, y sufrieron abuso o abandono de alguien más.

Es difícil que las cosas grandes te empujen al hoyo. Las cosas grandes puedes verlas y evitarlas, si ves o escuchas que un tren se acerca, sales de las vías y te mantienes fuera del camino. Son las pequeñas cosas las que te lanzan al vacío. Cosas que no ves venir hasta que las puedes contemplar por el retrovisor.

Un día estacioné el auto en el garaje, como hago todos los días. Mi esposo estaba parado en la entrada y me dijo que moviera el auto un par de centímetros, así lo hice; aun así, no fue suficiente para él e insistió en que lo moviera un poco más. Yo pude haber sonreído fácilmente y moverlo, o dejarlo hablando solo o darle las llaves para que lo estacionara perfectamente. En vez de eso, sentí una furia instantánea que se apoderaba de mí, como si él hubiese encendido la corta mecha de una bomba. ¡BUUUM! Fui lanzada a mi niñez. ¿Por qué tengo que ser perfecta? ¿Por qué no puedo ser lo suficientemente buena? ¿Por qué me preocupo siquiera?

Pero en vez de explotar, normalmente sufro una implosión. En vez de gritar y enfurecerme, me derrumbo y lloro. Son lágrimas viejas. Puedo sentir que provienen de un lugar distinto en mí. El rostro me duele, la nariz me duele y, después, necesito dormir.

¿El incidente con el auto? Horas más tarde, pude rastrearlo en el tiempo al momento exacto en quese detonó hacía décadas, cuando tenía 21. Estoy parada en la entrada de la casa de mis padres, y mi papá quiere que lo ayude a poner una televisión en la cajuela de su camioneta. Está pesada, la situación es poco práctica y no estoy segura de cómo espera que cargue el aparato y lo apretuje en el pequeño espacio donde él señala. Le ayudo a cargar la televisión y la deslizo en el auto. Me dice que la mueva hacia atrás. ¿Dónde atrás? No sé lo que él quiere. Me grita. Mi papá callaba o gritaba. No sé por qué, pero iba de cero a cien en un segundo. Su furia generalmente venía acompañada por frases como: “¿Qué demonios te pasa? ¿Es que no puedes hacer nada bien?”

Mientras estaba parada en la entrada, con la televisión en los brazos, él gritó. Yo no podía dejar caer la televisión e irme, así es que estaba atrapada y me convertí en el blanco de su enojo. Nunca hubo una disculpa, jamás una explicación de que pasaba por un mal día o un mal momento.

Con el tiempo aprendí a zafarme. Primero debes reconocer que estás atorado. Para mí el signo de advertencia es el siguiente: cuando mis emociones no concuerdan con lo que acaba de suceder, se trata de algo de la infancia. Yo he aprendido a congelar el momento, como si le pusieras pausa a una película, y preguntarme: “Espera. ¿Esta reacción tiene que ver con el momento presente o se trata del pasado?” No puedo cambiar el pasado, pero al cambiar mi respuesta a sus residuos, puedo cambiar el presente.

Una terapeuta me ayudó a no caer en el agujero utilizando esta técnica. Toma una tarjeta y escribe las pruebas de que eres un adulto funcional. Escribe tu edad, nivel de educación, grados, trabajo, el hecho de que puedes manejar un auto, ser padre, votar y otras cosas que hacen los adultos. Cuando sientas que te tambaleas y puedes caer en un agujero, saca la tarjeta y léela. Ánclate en el día de hoy, en el adulto que eres, no en el niño que fuiste alguna vez. Eso te ayudará a retomar tu equilibrio.

Del otro lado de la tarjeta, anota los datos de tu equipo de búsqueda y rescate. Haz una lista de los amigos que constituyen tu 911, para que te ayuden a salir del hoyo. Elige a la gente en tu círculo interno, la gente que más te amé, tal cual eres, gente que no tema buscarte en la oscuridad, gente que pueda jalarte de nuevo a la luz.

Se necesita todo un trabajo para reprogramar tus pensamientos sobre ti mismo, pero cuando lo hagas, todo en tu vida mejorará, especialmente tus relaciones más íntimas. Si tú no haces el trabajo difícil, constantemente te tropezarás con tu pasado y te encontrarás con lo peor de tu mamá y de tu papá en cada relación. Reprogramar tus pensamientos no eliminará los agujeros en la vida, pero puede evitar que caigas en ellos.

Mis amigos en rehabilitación me contaron esta historia:
Un borracho deja el bar una noche y de camino a casa se tropieza y cae en un hoyo profundo. No puede salir. Un transeúnte le avienta una Biblia, cita un pasaje de las Escrituras para darle esperanza y se va. Un terapeuta se detiene e intenta ayudarle a averiguar la razón por la que cayó en el hoyo.

Finalmente, un alcohólico en rehabilitación escucha los gritos y se detiene.
—¿Puedes ayudarme, por favor? —grita entre sollozos el hombre en el agujero.
—Seguro —dice el hombre sobrio y después salta.
El alcohólico grita:
—¡Ay, no, ahora ambos estamos atorados en este agujero!
El hombre sobrio sonríe y dice:
—No te preocupes. Yo he estado aquí antes y conozco el camino. Vamos a salir juntos.
El objetivo no consiste en caminar alrededor del hoyo, ni en salir más rápido. El objetivo es llenar el agujero para que nadie más se caiga en él. ¿Con qué lo llenas? Con Dios. Y eso quiere decir amor.
Amor hacia ti, hacia los demás, hacia Dios.

La última vez que salí del agujero de “no valgo lo suficiente”, me pregunté: “¿Cómo podré creer alguna vez que valgo lo suficiente?” La respuesta llegó desde esa pequeña voz del corazón: “Ayudando a otros a creer que ellos valen lo suficiente”.

LECCIÓN 13

Permite que tus hijos te vean llorar.

Mi papá no lloraba. Durante los 42 años que lo conocí, recuerdo haberlo visto llorar sólo dos veces. La primera, cuando su hermana menor murió de cáncer. La segunda, cuando se enojó y corrió a mi hermano de la casa.

Él lamentó esa decisión en el momento en el que mi hermano cerró la puerta, tomó el auto y se fue.

Papá estuvo decaído durante semanas, y después, finalmente, con lágrimas en los ojos, me pidió que convenciera a mi hermano de regresar.

Cuando era niño, a papá no le permitían llorar. La vida era demasiado dura como para derramar lágrimas. Él tenía que ser más fuerte. Había sobrevivido a la Gran Depresión, pero la granja familiar no. Le tocó ver cómo la granja que amaba se escurría entre las manos de su propio padre. Ellos se quedaron sin dinero; se quedaron sin suerte. A mi papá le gritaban por darle unas cuantas avenas extra a los caballos, que seguramente habrían muerto de hambre si no lo hubiera hecho. Él dejó la escuela en segundo de secundaria para irse a trabajar y ayudar a mantener a la familia.

Papá no era partidario de las lágrimas. Cuando llorábamos, nos daba de gritos diciendo: “¿Por qué lloran? Les voy a dar una buena razón por la cual llorar”.

Eso sólo me hacía llorar más. Hay demasiados hombres que crecen sin derramar una lágrima.
Alguna vez leí un artículo sobre el gran jugador de beisbol, Pete Rose, quien lloró finalmente al alcanzar un objetivo deportivo. Él dijo a la prensa que era la primera vez que lloraba. ¿La primera vez? Él ya era padre. ¿Es que no había llorado cuando su propio hijo había venido al mundo?

Hay algo especial si dejas que tus hijos te vean llorar. Eso no significa que seas débil, sino que eres humano. Les permite saber que pueden sentir la vida profunda y plenamente. Jamás olvidaré al papá que una vez me llamó para compartir la satisfacción de que su hijo lo viera llorar durante el mejor partido de básquetbol que hubiera presenciado.

LeBron James estaba jugando esa noche, El Elegido tenía una cobertura de la prensa nacional y un séquito fiel, incluso desde la preparatoria. Él manejaba un Hummer y, antes de entrar a la NBA, ya tenía negociaciones de millones de dólares para anunciar tenis.

Como muchos papás, éste quería que su hijo viera jugar a LeBron, así es que llegaron al gimnasio de la preparatoria muy temprano para conseguir un buen asiento. LeBron era el mejor jugador de preparatoria que se hubiera visto en años. Pronto sería arrebatado por los profesionales, pero por ahora, jugaba para su preparatoria, la escuela St. Vincent-St. Mary, en Akron.

El papá y su hijo se sentaron en las tribunas esperando que el juego del equipo de la preparatoria Wadsworth terminara. De repente, a un minuto de acabar, el juego se detuvo. Wadsworth estaba ganando por 10 puntos cuando el entrenador de la preparatoria Cloverleaf detuvo el partido. La audiencia silbó, preguntándose por qué el entrenador había pedido un tiempo fuera con tanta diferencia en el marcador, cuando todos estaban ansiosos de que el juego estelar empezara, el juego que importaba, el juego con LeBron.

Fue entonces cuando el papá notó al jugador bajo y delgado sentado al final de la banca. El muchacho llevaba la playera verde con el número 10 de los Potros de Cloverleaf. Cuando el jugador se levantó de la banca, el papá observó la cojera del niño, la sutil inclinación de la cabeza, la forma en que la mirada parecía un poco ida, la oreja con cicatrices que no terminó de crecer en el vientre materno.

El papá no sabía que un catéter en el cerebro lo mantenía vivo, drenaba el agua y no dejaba que se entregara al máximo a los deportes. El niño no se podía permitir un golpe en la cabeza. Órdenes médicas.

El entrenador había planeado meter a Adam Cerny en el juego, sin importar lo cercano que estuviera el puntaje. Él sabía lo mucho que Adam quería jugar en contra del gran rival de la escuela y también que el chico se había ganado ese derecho. Adam era el primero en llegar para cada entrenamiento y el último en irse. Él limpiaba el piso, llevaba botellas de agua y sacaba las pelotas.

El papá y el hijo en las tribunas observaron cuando Adam interceptó un pase y lanzó un tiro desde más allá de la línea de tres puntos. Falló.

En lugar de lanzarse por la pelota para llevarla al otro lado de la cancha y acumular más puntos, los adolescentes del equipo opuesto no se movieron. Ellos querían que Adam tuviera otra oportunidad.

El reloj seguía avanzando. Adam lanzó y falló. Doce segundos. Falló nuevamente. Y otra vez. Diez segundos. Nueve segundos. El equipo de Wadsworth se rehusaba a tomar la pelota. Un jugador incluso le señaló a Adam que se acercara, pero el niño no quiso.

Para ese momento, todo el mundo estaba parado y ovacionando a Adam Cerny. La gente que lo conocía gritaba:
—¡Vamos, Adam! ¡Cer-ny! ¡Cer-ny!
A cuatro segundos de terminar, Adam lanzó la pelota. El timbre rasgó el aire cuando el balón pasó como ráfaga por la red.
La multitud enloqueció.

Los partidarios de ambos equipos se pararon y ovacionaron y aplaudieron. Los jugadores de Wadsworth le dieron un apretón de manos y palmadas en la espalda. Los dos árbitros en el gimnasio celebraron. Uno volteó a ver al otro y dijeron, una y otra vez:
—Hombre, eso fue conmovedor.
El papá en las tribunas empezó a llorar. Lloró porque el básquetbol preuniversitario se había transformado. En un estadio diferente, habría buscadores de autógrafos, equipos de televisión y guardias de seguridad rondando a un adolescente que tenía equipos legales listos para negociar sus anuncios de tenis en millones. Lloró por el que habían apodado King James, pues no iría a la universidad y entraría directamente a la NBA.

El papá lloró por el tiro que había sido mejor que el que cualquier profesional hubiera lanzado, universitario o preuniversitario. Sus ojos se llenaron y las lágrimas cayeron. Cuando volteó hacia arriba, su hijo —un niño de cinco— le preguntó si las lágrimas eran porque Cloverleaf había perdido el juego. El papá no pudo explicar. Sólo sonrió y abrazó fuertemente al pequeño.

¡Qué regalo le dio ese padre a su hijo! Espero que el niño recuerde esas lágrimas. Espero que el papá le cuente la historia de lo que las causaron, y les dé a ambos un buen motivo para llorar.

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