Alejandro Lodi
(Octubre 2018)
La presidente Martínez de Perón abandona en helicóptero la Casa Rosada.
En la película El día de la marmota (también
llamada El hechizo del tiempo) se presenta a un personaje atrapado
en la repetición del mismo día. Cada mañana es la misma mañana. No existe la
posibilidad de alterar ese fatal diseño de las horas.
En sincronicidad con la conjunción de Saturno y Plutón (sobre el
Ascendente de la carta natal de Argentina), en 1982 nuestra comunidad agotó un
encanto. Durante 50 años, desde 1930, creímos que los militares eran “la
reserva moral de la nación”. Un fragmento iluminado de la sociedad que, animado
por la tradición, encarnaba valores
superiores a los de la democracia
representativa. Eran sinónimo de patria. Y, por supuesto, la patria es mucho
más importante que un sistema político de gobierno. Nos acostumbramos a que si
el gobierno surgido en elecciones no demostraba capacidad para poner orden en
la sociedad, podíamos recurrir a aquella reserva moral. En ese imaginario, la
democracia era asociada a demagogia. El sistema democrático republicano estaba
subordinado a la ley de las armas.
Ante el caos y el colapso que la experiencia democrática inevitablemente
nos traía, la casta militar representaba la salvación. Con los militares en la
calle volvía el orden. Con cada golpe de Estado nos convencíamos de que los
militares rescataban a la patria de la ineficiencia y la inmoralidad de los
políticos.
La caída de ese mito sobrevino de la tragedia. El horror del terrorismo
de Estado y de la guerra de Malvinas nos despertó de aquel hechizo. Aprendimos
a valorar la ley del voto, a subordinar los intereses, deseos y visiones de
cada facción de poder a la voluntad de la mayoría expresada, de acuerdo a su íntima
conciencia, en actos eleccionarios periódicos y que garantizaban
alternancias. La fuerza de un grupo no podía imponerse a la decisión
del conjunto. Ajustados a ley, desistimos de prepotencias.
No obstante, como en aquella película, transcurrido el tiempo
descubrimos que el diseño se repite. La experiencia democrática inaugurada en
1983, ya sin militares como opción de poder, replica un imaginario análogo a
aquel que los tuviera como protagonistas. La legitimidad del gobierno elegido
en comicios aparece relativizada. Se revela una nueva casta iluminada que,
animada por el progresismo, se adjudica valores superiores a los de la
democracia representativa. Nos convencemos de que una facción de dirigentes
políticos y sociales encarna los valores humanitarios y las necesidades del
pueblo. Son sinónimo de pueblo. Y, por supuesto, el pueblo es mucho más
importante que la legalidad del sistema democrático. Nos acostumbramos (1989,
2001… ¿hoy?) a que si el gobierno surgido en elecciones no demuestra capacidad
para poner orden en la economía, podemos recurrir a la manifestación popular
para provocar su caída. Y creemos que tenemos el derecho de celebrarlo por el
bien del pueblo. En ese imaginario, democracia se asocia a elitismo. Con el
pueblo en la calle vuelve la justicia y la igualdad. El sistema democrático
está subordinado a la asamblea popular. El golpe de Estado como modo de salvar
al pueblo.
El golpismo redentor bajo dos formatos. Dos mitos distintos que
reproducen el mismo diseño. Dos posiciones ideológicas antagónicas que, no
obstante, coinciden en justificar el golpe de Estado en virtud de valores
superiores a la democracia (“los extremos se tocan…” dice El
Kybalion). Golpes conservadores, golpes progresistas. Golpes por derecha,
golpes por izquierda. Golpes militares, golpes militantes. Pero siempre el
mismo diseño prepotente. Siempre el mismo día. El golpe de la marmota.
Quizás la próxima conjunción de Saturno y Plutón en 2020 (en la casa IV
y en cuadratura al Ascendente de la carta natal de Argentina) ponga en juego la
oportunidad de agotar esta pesadilla recurrente.
Una nueva mañana que nos evite repetir la misma mañana. Una
revalorización del sistema democrático, del concepto republicano, del valor de
los acuerdos y de la disolución de la prepotencia. La visión del progreso como
fruto de reconocernos en comunidad (es decir, de la convergencia creativa de
las diferencias particulares en un proyecto común). Aceptar que la ley nos
libera de la arbitrariedad de los personalismos. Liberados de facciones
iluminadas que anhelan perpetuidades uniformes, reconocer nuestras limitaciones
y practicar la moduladora alternancia (el eterno pulso entre la permanencia y
el cambio).
En caso de tomar el reto, no estaremos solos. Gran parte del mundo, al
parecer, está en la misma.
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