Centro Holística Hayden

Escuela de Autoconocimiento personal y espiritual

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18 de octubre de 2018

Dios nunca parpadea - Lección 17, 18, 19, 20, 21


LECCIÓN 17

La vida es demasiado corta para la autocompasión. Ocúpate en vivir o en morir.

Mi película favorita de todos los tiempos es Sueños de fuga.
Si tuviera que resumir la película en una palabra, sería: esperanza.
La película está basada en un cuento de Stephen King. En la película, el actor Tim Robbins interpreta a Andy, un hombre inocente condenado a cadena perpetua por matar a su esposa y a su amante. En prisión, el personaje debe soportar golpes, violaciones de pandillas y una desesperanza devastadora. Después de años de abuso, algo en Andy enloquece; para bien. Él pone sus ojos en una encantadora playa de México, y decide fugarse. No le dice a nadie lo que ha planeado, ni siquiera a su mejor amigo, Red, interpretado por Morgan Freeman.
La escena que más me conmueve es cuando los dos reos están sentados en el patio de la prisión.

Andy le dice a Red que hay un lugar dentro de una persona que ningún guardia puede tocar, un lugar
que nadie puede encerrar.
Red le advierte que es peligroso tener esperanza en un lugar como la prisión.
Andy se rehúsa a creerle. Él habla sobre ir a un lugar en la playa para poder ver las estrellas,
tocar la arena, meterse en el agua y sentirse libre.
A Red lo perturba tanto la visión de libertad de Andy que le advierte que no tenga sueños. Él le
dice que recuerde cuál es su lugar, y señala que México no lo es.
Andy parece creerle cuando susurra:
—Tienes razón. Está al sur, y yo estoy aquí dentro.
Él decide que se trata de una elección sencilla: “Ocuparse en vivir o en morir”.
La última vez que vemos a Andy, está en su celda agarrando firmemente una cuerda. Lo que nos
viene a la mente es que se va a quitar la vida o se fugará.
La vida constantemente nos presenta esas dos elecciones: ocuparse en vivir o en morir. ¿Cuál vas
a elegir tú? ¿Qué tan frecuentemente elegimos de manera correcta? ¿Cuándo te sientes simplemente
libre?
Alguna vez alguien me dijo que la diferencia entre un hoyo y una tumba es que de un hoyo puedes
salir tú solo. Cuando me encuentro en un hoyo sé que debo salir rápidamente antes de que se
convierta en una tumba.
Déjame que te cuente sobre un hombre que tenía todas las razones para quedarse estancado. En
1976, Steve Barille era un importante jugador de beisbol en la preparatoria. Un día, un día común y
corriente como cualquier otro, Steve se subió al trampolín en el gimnasio de la preparatoria
Mayfield. Tenía 17 cuando dio su último paso.
Al saltar del trampolín intentó hacer una voltereta hacia atrás. En los breves minutos entre su
aterrizaje y la llegada de la ambulancia, él le preguntó a su maestro de gimnasia:
—¿Puedes vivir si te rompiste el cuello?
Quedó paralizado de la nuca para abajo, es decir, cuadripléjico. El neurocirujano le dijo a la
madre de Steve que no le desearía esa situación ni a su peor enemigo. El chico estuvo conectado a un
respirador artificial por meses, y permaneció en el hospital durante un año. Pero antes de que lo
dieran de alta, empezó a estudiar psicología y consiguió graduarse de la Universidad John Carroll.
Veinte años después, Steve utilizó un palo en su boca para teclear la computadora y defender su
tesis. El título hizo que mis ojos se humedecieran: El efecto del examinador en un administrador
discapacitado al utilizar la técnica de las manchas de tinta de Holtzman para evaluar la
personalidad.
Steve la escribió sin ser capaz de voltear una página, tomar una nota o tallarse los ojos cuando
estaba cansado. Él es ahora el Dr. Barille, con un doctorado en psicología por la Universidad Estatal
de Kent. Steve llama a su éxito una victoria en equipo. Él les da crédito a su familia y a sus amigos.
—Se trata de lo que es posible cuando tienes una voluntad colectiva. Yo estaba rodeado de
esperanza —dijo—. Cuando creía que era demasiado difícil, otros me daban aliento para seguir
adelante.
Este hombre con barba avanza por el lobby del hospital en una silla que detecta, mediante la
inclinación de la cabeza, a qué lado dirigirse y qué tan rápido ir. Sus manos yacen completamente
inertes en pequeñas bandejas frente a él. Steve no puede levantar un dedo para apretar el botón del
elevador, y lo que hace es esperar a que alguien venga.
Él observa a sus pacientes en su lucha por caminar nuevamente tras la terapia física. Algunos
necesitan ayuda para superar el miedo de caer. Otros necesitan salir de la depresión por el hecho de
no poder volver a usar un brazo. Su modo amable y voz suave les dan consuelo a aquellos que han
sufrido embolias, aneurismas, amputaciones y heridas de columna.
Sus pacientes aprenden a moverse con la ayuda de bastones, abrazaderas y andaderas. Aprenden a
levantar un tenedor, lanzar una pelota, girar el volante; cosas que jamás podrá volver a hacer Steve.
Sin embargo, él no puede dejar de sonreír, pues para él es un privilegio ayudar a la gente a adaptarse
emocionalmente a su nueva vida. Steve se regocija con cada paso que dan, aunque él no pueda
hacerlo.
—Realmente amo lo que hago. La gente sueña con poder hacer lo que ama —me dijo—. No se
necesita mucha psicología para ayudar. Lo más importante es infundir esperanza.
Desde su silla de ruedas, él los ayuda a superar sus miedos. El miedo a caer, a fallar, el miedo a
quedar estancado en la desesperanza. Ellos le echan una mirada a este hombre que, en una silla de
ruedas, es completamente libre, y entonces se dan cuenta de que es tiempo de ocuparse en vivir.

LECCIÓN 18

Puedes sobrevivir a todo lo que la vida ponga a tu paso, si te mantienes en el presente.

Hubo un tiempo en mi vida —años, en realidad—, en que la gente me paraba en la calle y me
preguntaba si estaba bien.
Yo solía caminar con la cabeza hacia abajo, con el abrigo abierto en un frío día de nieve y viento,
sin guantes, sin gorro, sin bufanda. Parecía ser huérfana de la vida, como si no tuviera un solo amigo
en el mundo, como si hubiera perdido a mi mejor amigo. La gente me paraba para preguntarme:
—¿Tienes un mal día?
Yo movía la cabeza y respondía:
—No, tengo una mala vida —y lo decía en serio.
Nadie tiene una mala vida, en realidad. Ni siquiera un mal día, sólo malos momentos.
Años de terapia y reuniones de rehabilitación me curaron. Más tarde, años de retiros espirituales
me transformaron, cerrando el agujero en mí, para que el amor que fluía desde la familia y los amigos
ya no se fugara. Después, llegó el hombre de mis sueños. Más amor del que mi corazón podía
contener empezó a desbordarse y derramarse hacia los demás.
Me deleitaba en una casi constante conciencia de que la vida es buena. Me tomó décadas de
trabajo arduo, pero estaba en un nuevo lugar. Amaba la vida y la vida me amaba a mí. Visualicé el
futuro de mis sueños: enseñar, irme de retiro, escribir libros, tener una columna sindicada. Devolver
todos los regalos que la vida me ha dado.
Pero después vino el cáncer.
No es necesario decir que la enfermedad no estaba en mi visualización. El cáncer de mama me
sumergió en un interminable sufrimiento que excedió casi cualquier cosa de mi pasado. Cada día
tenía una elección: regodearme en la miseria de los tratamientos o buscar la alegría por el simple
hecho de estar viva.
No fue fácil.
Era como un libro viviente de ¿Dónde está Waldo? En vez de buscar al tipo extraño con el
sombrero de rayas, yo trataba de descifrar dónde encontrar algo bueno en un día en que la comida
sabía a metal, los alimentos no se quedaban en el estómago, las personas veían mi cabeza sin pelo y
la mujer en el espejo no reconocía su propio reflejo.
El tratamiento no era tan malo como mi actitud hacia él. Yo sufría porque no estaba viviendo en el
momento presente. Moraba en el pasado, contando todos los días en que me había sentido enferma.
Después pasé tiempo temiendo el futuro, la siguiente cita de quimioterapia, los efectos secundarios
que traería, los alimentos que vomitaría, la fatiga a la que la radiación le daría entrada.
La única manera de atravesar todo ello era dejar de regodearme en lo que había traído el ayer
(bueno o malo) y en lo que el mañana pudiera traer (bueno o malo). El único día digno de vivir era
en el que estaba. Esas veinticuatro horas eran vivibles siempre y cuando no arrastrara el pasado o el
futuro hacia ellas. Un día de cáncer era soportable si eso era todo por lo que tenía que pasar.
Fue necesaria una disciplina constante para ignorar el calendario. Necesité vigilancia para
colocarme anteojeras y bloquear cada día excepto el actual. Hice de cada día una segunda
oportunidad. Cada mañana empezaba de cero: olvidar todo lo del ayer, y ni loca pensar en el
mañana. Intenté vivir sólo en el presente.
Tomé el consejo de una mujer vieja que conocí en un retiro. Cada mañana, con lluvia o con sol,
con nieve o con viento, ella abre la ventana de su cuarto, respira profundamente y saluda al día con
estas palabras: “Éste es el día que Dios ha hecho. Me regocijaré en él y estaré contenta”.
Éste.
Éste es el día. No ayer, no mañana. Este día.
No abrí la ventana, pero empecé cada mañana con esas palabras y todavía lo hago. Algunos días
añado, “Gracias, Dios, por otro día de vida. Dame la gracia de vivir este día profunda, plena y
alegremente”.
Una vez que pude bloquear todo excepto el momento presente, la alegría se filtró en mi vida. No
horas y horas de júbilo, sino momentos tiernos y dulces que ya no me perdía por estar pensando en el
mañana o entregándome al ayer.
Incluso cuando los tratamientos son ya parte del pasado, hay días en los que el miedo se aferra a la
garganta y casi me roba el día, susurrando: “¿Qué pasa si el cáncer regresa? ¿Y si ya no puedes
escribir? ¿Qué pasaría si perdieras todo lo que amas?”
Hay días en los que veinticuatro horas son muchas para conservar la calma, así es que tomo el día
hora por hora, momento a momento. Divido la tarea, el desafío, el miedo en pequeñas piezas del
tamaño de un bocado. Puedo manejar una pieza de miedo, depresión, enojo, dolor, tristeza, soledad,
enfermedad. Literalmente pongo las manos en mi rostro, una paralela a la otra, como anteojeras en un
caballo. Es mi manera de recordar que tengo que concentrarme en el ahora. Las anteojeras hacen que
los caballos se mantengan concentrados en lo que está frente a ellos. Con anteojeras no pueden ver
los lados ni asustarse o distraerse, no pueden ver lo que va a suceder, así es que ponen un casco
frente al otro, y siguen avanzando. Yo me pongo mis anteojeras y me digo a mí misma, “no veas hacia
el mañana, no veas hacia el ayer, luego da un paso y otro y otro”.
Andre Dubus escribió lo siguiente en su cuento “Historia de un padre”:
“No es difícil vivir a través de un día, si puedes vivir a través de un momento. Lo que crea
desesperanza es la imaginación, que pretende que hay un futuro e insiste en predecir millones de
momentos, miles de días, y así te drena para que no puedas vivir el momento que tienes frente a ti.”
Yo ya no deambulo por el hoy con miedo del mañana ni morando en la culpa o los resentimientos
del pasado. Dios no está presente en el pasado ni en el futuro. El gran Yo Soy se encuentra en el
momento presente. Cuando yo reclamo esa presencia, puedo pasar por cualquier cosa ahora.
Eso es todo lo que se requiere de nosotros: vivir el presente.

LECCIÓN 19

Un escritor es alguien que escribe.
Si quieres ser un escritor, escribe.

La fila que hacíamos serpenteaba alrededor de la manzana, y temblábamos de frío en el viento.
Escritores y aspirantes a escritores formaban una inmensa cola afuera de la capilla en la
Universidad Case Western Reserve. Parecía como una convención de clones. Casi todas las personas
que asistieron a “Una conversación con Anne Lamott” eran mujeres de mediana edad y llevaban la
misma mirada hambrienta en los ojos.
Todas fuimos a conocer a la mujer cuyos libros permanecían en nuestro buró. Ella apareció con
trencitas atadas con una mascada en su cabeza, anteojos, jeans desteñidos y una camisa blanca de
mangas largas que parecía tan elegante como una camiseta interior larga, pero en ella funcionaba.
Lamott trataba de cooperar con gracia dando tres pequeños pasos: desacelerarse, respirar, salir a
caminar. La suya es una santidad llena de agujeros.
Una vez escribió: “Cuando Dios va a hacer algo maravilloso, Él o Ella siempre empiezan con una
penuria; cuando Dios va a hacer algo sorprendente, Él o Ella empiezan con un imposible”.
Primero la descubrí al leer Pájaro a pájaro: algunas instrucciones para escribir y para la vida.
La mayoría de los escritores lo ha leído. Se ha convertido en un clásico. El título surgió cuando su
hermano, que tenía diez años en ese entonces, luchaba por escribir un informe sobre pájaros. Le
habían dado de plazo tres meses, pero había esperado hasta el último minuto para empezar. Él se
sentó a la mesa, casi en lágrimas, rodeado de libros sobre pájaros que no había abierto. Su papá lo
consoló con las siguientes palabras: —Pájaro a pájaro, amiguito. Sólo tómalo pájaro a pájaro.
La escritura es así de sencilla. Como lo son, al parecer, los abrumadores proyectos y planes que
llevamos a cabo, es sencillo si los tomamos pieza por pieza, pájaro a pájaro.
Termina un cuento. Un poema. Haz el compromiso de terminar las cosas. Y si no sabes por dónde
dar inicio, empieza por tu niñez.
Anne nos dijo que escribiéramos lo que quiere ser escrito. Pregúntate: ¿Qué tan vivo estás
dispuesto a estar? Acalla las voces en tu cabeza, sean de padres, maestros o la cultura a tu alrededor.
Después, siéntate y escribe un primer borrador, aunque sea malo.
Ella habló sobre escuchar el codazo del Espíritu Santo, esa voz interna, esa premonición intuitiva.
—La gente más común escucha ese llamado creativo —dijo ella—. Sólo cuenta tus historias y
cuéntalas en tu propia voz. Eso es todo lo que la gente busca.
¿Puede ser tan fácil? ¿Dónde encuentras historias que contar?
—Están en ti, como joyas en tu corazón —dijo.
Nos fuimos sin tener idea de cómo conseguir una publicación. Pero todos sabíamos por dónde
empezar: palabra por palabra. Línea a línea. Pájaro a pájaro.
Es un punto de inicio que la mayoría de la gente evita. La gente siempre me pregunta cómo ser un
escritor. Yo no lo sé, pero aquí está cómo no ser uno.
Ver horas de televisión sin sentido. Revisar tu correo. Enviarles mensajes a tus amigos. Visitar una
sala de chateo de escritores. Contestar el teléfono cada vez que suena.
Angustiarte por emplear correctamente quien o quién, consiste en o consiste de, en base a o con
base en.
Agonizar porque no sabes si usar dos puntos o punto y coma.
Pasar horas decidiendo si usar letra manuscrita o de molde, hojas o computadora, pluma o lápiz,
tinta azul o tinta negra, Macintosh o PC.
Recordar cada una de las malas calificaciones que sacaste en español. Recrear las escenas en tu
cabeza de cada maestro que criticó tu trabajo. Sostener debates con los editores invisibles que
llaman a reunión en tu cabeza. Llorar sobre las cartas de rechazo que todavía no recibes, pero estás
seguro recibirás.
¿Cómo no escribir?
Al dejar que la tecnología te asuste. Posponer la escritura hasta que aprendas a numerar
electrónicamente todas las páginas.
Obtener tu doctorado en escritura creativa primero. Empezar terapia. Encontrar el grupo de
escritores adecuado.
Esperar hasta que superes el miedo al rechazo o el miedo al éxito. Decirte que las probabilidades
de que te publiquen están contra ti. Preocuparte por cómo vas a pagar las cuentas. Compararte con
todos los demás.
Quejarte de que está muy caliente, muy frío, muy bochornoso o muy lindo afuera como para
escribir.
Intentar arduamente aportar algo significativo al mundo de la gran literatura. Analizar cada idea
antes de escribir tu primera oración. Luchar por la perfección. Declararte el siguiente Shakespeare.
Intentar escribir como todos excepto tú mismo. Utilizar sólo palabras rebuscadas para impresionar
a la gente.
¿Cómo no escribir? Inscribirte en otra conferencia de escritores, en lugar de ponerte a escribir.
Decirte constantemente que no tienes nada que decir. Consultar tu horóscopo. Hacer una lista de
toda la gente que no piensa que tendrás éxito como escritor.
Limarte las uñas, regar las plantas, limpiar el sótano.
Abrir una oficina. Construir una ermita en el patio o un ala completa en la casa para poder
escribir.
Buscar afirmación de todos los que están a tu alrededor. Ignorar tus propias tristezas, pasiones y
música. Llorar porque nadie te entiende.
Pedir un anticipo primero.
Hablar con los que hacen ventas por teléfono. Jugar solitario en tu computadora. Hacer una lista de
cosas pendientes, con la escritura como primera prioridad, por supuesto.
Quejarte de la maestra de gramática que te dejó marcado. El profesor que te ignoró. El hermano
que robó tus diarios. La hermana que los leyó.
Desperdiciar el tiempo envidiando a otros escritores a los que les es tan sencillo.
Editar conforme escribes. Revisar las reglas de gramática y puntuación antes de terminar cada
párrafo.
Hablar tanto sobre tus ideas que incluso tú pierdes interés.
¿Cómo no escribir? Esperar hasta tener hijos. Esperar hasta que a tus hijos les salgan los dientes,
terminen la temporada de futbol y se vayan a la universidad. Esperar hasta tener dos horas de tiempo
ininterrumpido para escribir.
Esperar hasta dejar de fumar, dejar de beber o encontrar la bebida adecuada y estar completamente
borracho.
Esperar a que tus hermanos se muden y tus padres mueran. Esperar a encontrar al amor de tu vida.
Esperar hasta que el divorcio sea definitivo.
Esperar hasta irte de vacaciones. Esperar a que las vacaciones se acaben. Esperar hasta retirarte.
Esperar hasta encontrar tu musa. Esperar hasta sentirte inspirado.
Esperar hasta que el doctor te diga que tienes seis meses de vida.
Después morir, con todas las palabras acumuladas en tu interior.

LECCIÓN 20

Nunca es demasiado tarde para tener una infancia feliz. Pero la segunda depende de ti y de nadie más.

Durante los primeros treinta años de mi vida odié mi cumpleaños.
Siempre me recordaba el gran error que yo era, o sentía que era. Sin importar cuáles fueran los
regalos, había un lugar dentro de mí que se seguía sintiendo olvidado y solo.
Cuando le preguntaron al comediante George Carlin qué edad tenía, él contestó:
—Tengo uno, tengo dos, tengo tres, tengo cuatro, tengo cinco…
y se siguió así hasta su edad presente.
Es verdad. En algún lugar de nosotros todos tenemos cada una de las edades por las que hemos
pasado. Somos el niño de tres años al que lo mordió un perro. Somos el de seis años que perdió de
vista a mamá en la tienda. Somos el de diez que se reía hasta hacerse pipí en los pantalones. Somos
el niño tímido de trece con espinillas en el rostro. Somos la de dieciséis a la que nadie invitó al baile
de graduación. Caminamos en nuestros cuerpos de adultos, hasta que alguien presiona el botón
correcto e invoca a alguno de esos niños.
Algunas personas tuvieron infancias tristes. Otras tuvieron momentos poco afortunados. ¿Pero
cómo curar la infancia?
Pues creando para ti una nueva y feliz, y así alimentar al niño o niños que todavía cargas dentro de
ti.
Una vez salí de compras y conseguí un par de zapatos de bebé. Mi mamá tuvo once hijos. Nosotros
no tuvimos un álbum de bebé. Ella no bañó de bronce nuestro primer par de zapatos. Ella no guardó
nada de nuestra infancia porque cada artículo pasó a ser del siguiente niño.
Los primeros cuatro hijos fueron los que llenaron el álbum de fotos. Están en fotografías
profesionales, con una sonrisa bajo la suave y perfecta luz. Yo fui la número cinco. No hay fotos de
bebé. O quizá sí las hay, podrían ser mías esas tomas al azar de una niña en un corral, en una cuna, en
una carriola. ¿O es Mary? ¿O Tom? Nadie puede decir con certeza. Solía ponerme triste el hecho de
que mi mamá no hubiese guardado recuerdos de esos primeros momentos míos. Probablemente, por
esa razón yo guardé todo lo de mi hija. Su primer par de tenis. Su primer par de jeans. Su primer
sostén.
Pero un día decidí dejar de sentir lástima por mí misma, y empecé a crear mis propios recuerdos.
Compré un par de pantuflitas sedosas y con botones aperlados del tamaño de un recién nacido. Esos
eran los zapatos delicados que hubiera querido que mi mamá comprara y guardara para mí. Incluso
escogí una bella sonaja y afirmé que era mía.
Tan tonto o extraño como esto suene, me ayudó a cerrar un poco la herida y a formar un poco de
cicatriz en el lugar donde seguía abriéndose, un lugar por el que yo seguía cayendo.
Mis padres me dieron la mejor infancia que pudieron. Una mejor que la que ambos habían tenido,
combinada. Ahora que soy adulta, ya no depende de ellos mejorar mi niñez, ese trabajo es solamente
mío.
Depende de mí buscar en los rincones de mi infancia y encontrar la alegría. Ver hacia el futuro y
construir la felicidad.
Depende de mí hacer magia. Y eso también va para ti. Haz una cita de juegos contigo mismo.
Programa una hora de diversión pura semanalmente. Lleva a tu niño interno de salida cada semana.
Yo sugerí esto en un retiro de mujeres y obtuve docenas de ideas para transmitir:
Ve a una juguetería y gasta 10 dólares en diversión.
Ve al planetario más cercano y pide algún deseo cuando veas las estrellas.
Haz un volcán con polvo de hornear y vinagre.
Come una paleta helada cubierta de chocolate o un helado en cono de desayuno.
Juega 18 hoyos en un golfito.
Haz sándwiches con galletas y helado.
Cómete primero el postre.
Pinta con los dedos una sábana vieja.
Ve caricaturas en tu piyama.
Renta una película Los tres chiflados.
Haz pan de canela de desayuno.
Come papitas antes de irte a la cama.
Juega ping-pong.
Haz un ramillete de margaritas.
Lee las historietas del periódico en voz alta, con voces dramáticas para cada personaje.
Lee con una linterna debajo de las cobijas.
Ve a la tienda de mascotas y abraza a los gatitos.
Visita la sección de niños de una librería.
Juega en los columpios.
Corre por un maizal.
Finge ser invisible todo el día.
Juega sin tomar nota de la puntuación.
Juega a la búsqueda del tesoro.
Compra un paquete de 64 crayolas y no las compartas con nadie.
Realiza saltos acrobáticos en el jardín.
Pelea con el pasto recién cortado.
Camina en la lluvia sin paraguas.
Anda en bici y métete a los charcos.
Juega Turista, Manotazo o Serpientes y Escaleras.
Ve en busca de nidos de pájaros.
Lee los cuentos de Winnie Pooh, y después sal a buscar comadrejas.
Juega bádminton en el jardín.
Prepara bolas de vainilla flotantes.
Haz un picnic en el suelo, durante el invierno.
Prepara un banana split.
Vístete elegantemente y juega croquet en el jardín.
Ve Mary Poppins.
Vete de pinta.
No hagas nada en todo el día.
Observa cómo se mueven las nubes, las hormigas, las ardillas y las hojas.
Crea un peinado exótico con el pelo mojado y lleno de champú.
Memoriza Oso intruso del libro Hay una luz en el desván de Shel Silverstein.
Haz malvaviscos asados en la estufa de la cocina.
Juega el juego de las placas.
Crea una fortaleza con sábanas y mesas.
Colorea entre tus dedos con crayolas.
Haz collares de conchitas de mar o castañas.
Haz música tocando vasos llenos de agua.
Visita la estación de bomberos para ver los camiones.
Acampa en el jardín o en el porche o en la sala.
Haz un concurso de ruedas de carro con los vecinos.
Dibuja con gis en la banqueta.
Salta por las piedras en un río, busca bichos debajo de las rocas, mete los pies en un arroyo.
Corre a través de los aspersores en el verano, traza ángeles de nieve en el invierno.
Encuentra una llanta colgada como columpio y acapárala durante una hora.
Haz una guerra de almohadas.
Ve a un albergue de animales y pasea un perro.
Sigue las huellas de los animales hasta donde te lleven.
Organízate un desfile de modas con toda tu ropa.
Atrapa luciérnagas.
Visita los changos en el zoológico.
Ve a la tiendita y gasta tres dólares en dulces.
Camina con un espejo para que parezca que caminas por el techo.
Trepa un árbol y lee una historieta.
Practica ser porrista en el jardín.
Vuela un papalote.
Toma diez monedas e insértalas en cada una de las máquinas de chicles en el supermercado.
Salta en la cama hasta que quedes exhausto y después te duermas.
Sea lo que sea que hagas, depende de ti.
Nunca es demasiado tarde para tener una infancia feliz. Lánzate por ella, pues ésta depende de ti.

LECCIÓN 21

Cuando se trata de perseguir lo que amas en la vida, no aceptes el “no”.

Desde que leí Harriet, la espía en quinto, quise ser escritora.
Llenaba diarios y diarios, pero tenía demasiado miedo de que alguien viera lo que estaba en ellos.
Espiaba a mis hermanos y hermanas, hurgaba entre sus cajones y tomaba notas sobre lo que
encontraba, incluyendo fotos de los amigos de mi hermano mostrando su trasero frente a la cámara.
Pero cuando me hice mayor y tuve la oportunidad de trabajar realmente en el periódico de la
preparatoria y escribir en serio, me dio demasiado miedo hacerlo.
En la universidad, cambié mi especialidad de biología a botánica y ecología; planeaba ser
guardabosques. Después me embaracé y dejé la escuela. Cuando regresé, seis años después, era
momento de perseguir el sueño.
En la Universidad Estatal de Kent, tomé una clase de creación literaria. El primer día, el profesor
nos hizo escribir en una tarjeta blanca la razón por la cual estábamos tomando la clase. Yo supuse
que la tarjeta era sólo para sus ojos, así es que pronuncié efusivamente lo mucho que me gustaba
escribir. Mis palabras parecían sacadas de mi diario. Él recogió las tarjetas, las barajó, sacó una y
nos envió a todos al pizarrón. Nos dijo que escribiéramos las oraciones que él leyera. Las cuatro
paredes tenían pizarrones. Los compañeros escribieron mis oraciones mediocres en todos ellos. Me
puse roja como un camión de bomberos.
Toda la clase analizó mi párrafo incoherente, lo hizo trizas, analizó la gramática, la estructura, el
tono y el contenido. Yo recé por el poder de evaporarme. Jamás podría recuperarme en esa clase. Me
sentí como un fracaso desde el primer día.
El siguiente semestre cambié de literatura a relaciones públicas, y tomé mi primera clase de
periodismo. La primera semana entregué una tarea tarde. El profesor me avergonzó frente a la clase.
—Brett, más valdría que te dieras de baja ahora, porque jamás la vas a hacer.
Le probé lo contrario. Él quería que entregáramos textos de 20 centímetros de grosor a la semana,
como 250 palabras. Yo entregué el doble. De ninguna manera iba a reprobar esa clase. Obtuve un
diez, pero aún mejor, pude hacer un poco de presión. Dos profesores me pararon en el pasillo y me
dijeron que me especializara en periodismo. Ellos me consiguieron una beca de 800 dólares para
cubrir los gastos de libros y útiles. El periodismo me iba a la medida.
Cuando fue momento de graduarme necesitaba desesperadamente un empleo en el área. Trabajaba
medio tiempo como terapeuta de un grupo de alcohólicos, y ganaba 7 mil dólares al año. Envié mi
currículum a diversos periódicos por todo el país. Obtuve treinta cartas de rechazo. Desesperada,
reuní un paquete con el mejor trabajo que había escrito para el periódico universitario. Me acerqué a
mi profesor de leyes de medios masivos de comunicación para pedirle trabajo, él laboraba en el
Beacon Journal, el mejor periódico en el área. El Beacon era un periódico de la cadena Knight-
Ridder, una de las mejores en el negocio.
El profesor apenas y vio mi trabajo. Él movió la cabeza y dijo que no estaba lista para un
periódico tan bueno, que pasarían años hasta que lo estuviera, si llegaba a estarlo. Sentí como si una
puerta se cerrara en mi rostro. Temblé y contuve las lágrimas hasta llegar a mi auto, y después lloré
todo el camino a casa.
Pero no aceptaría un “no” por respuesta. Tenía una hija a la cual alimentar, y quería darle más que
sándwiches de crema de cacahuate con mermelada y macarrones con queso. Quería una carrera, no
sólo un trabajo. Terminé aceptando un empleo en el único periódico que me ofrecía uno. El periódico
Lorain me contrató para cubrir el ayuntamiento. No era la sección que quería ni la ciudad ni el
sueldo, pero era un trabajo en el campo de mis sueños. Le dije que sí a cada uno de los encargos,
incluso los que odiaba. Me hice tiempo para escribir historias extra y enviar mis mejores artículos a
mi amigo Bill, que trabajaba en el Beacon Journal para que me ayudara a corregirlas.
Seis meses más tarde, un editor del Beacon Journal me llamó y me ofreció un empleo. Bill había
mostrado mis escritos. Tomé el trabajo, aunque era para escribir en la sección de negocios sobre
seguros médicos y agricultura, de lo cual no sabía nada; lo hice por un tiempo, luego cubrí servicios
sociales y noticias de última hora y escribí artículos para revistas. Después de unos cuantos años,
decidí que quería escribir una columna. Yo quería contar mi propia verdad, no sólo ser un testigo
objetivo que informa las noticias.
El editor del periódico me dijo que no, que no necesitaba ni quería otro columnista. Lloré a más no
poder en el baño, después me fui a casa e hice una lista de las cosas que harían distinta mi columna.
Anoté unas cuantas ideas y me reuní nuevamente con el editor. Me dijo que no, pero lo expresó con
una palmadita de cachorro en la cabeza, y me dijo que era demasiado buena como periodista como
para perderme por una columna.
Me negué a que la negativa profundizara. En su lugar, la utilicé como combustible. Escribí una
larga lista de ideas para la columna. Mecanografié seis ejemplos de columnas, incluyendo la
introductoria. Fue un paso audaz, pero tenía que hacerlo. Estaba preparada cuando se la presenté. Él
siguió diciendo que no. Lloré todo el regreso a casa. Mi esposo (novio en aquel entonces), Bruce, me
tomó de la mano, limpió mis lágrimas y dijo:
—Bueno, ¿pues cuál es el siguiente paso para obtener lo que quieres?
¿El siguiente paso? Bruce no aceptaba el no por respuesta. Él es un optimista crónico. Hay una
vieja historia sobre un par de gemelos. Uno nació optimista; el otro, pesimista. Un psiquiatra,
tratando de entenderlos, puso al pesimista en un cuarto lleno de juguetes para ver qué pasaba. El niño
se quejó y lloró. El doctor puso al optimista en un cuarto lleno de excremento de caballo y le dio al
niño una pala. Horas más tarde, el optimista estaba todavía sonriendo y paleando el excremento tan
rápido como podía. ¿Por qué estaba tan feliz? El niño dijo, “¡Con todo este excremento, debe de
haber un poni por aquí!”
Ése es Bruce. Sin importar lo mal que parezca la situación, empieza a buscar al poni. Él no dejaría
que yo le entregara mis sueños a la negativa de alguien más. No hay tal cosa como un no, dijo.
Encuentra una manera de convertirlo en un sí.
Lo decidí en ese lugar y en ese momento: soy una columnista. Soy una columnista que simplemente
todavía no tiene una columna. Así es que empecé a palear, buscando columnas. Escribí historias en
primera persona cada vez que tenía oportunidad de hacerlo. El “Día de los gemelos”, una tarea que
la mayoría de los periodistas teme, escribí sobre lo que era estar en el evento sin un doble. El “Día
nacional del vegetarianismo” escribí una columna sobre lo que era celebrar el Día de Acción de
Gracias con un pan de nueces en lugar de pavo.
Con el tiempo, fui desgastando al editor. El dijo que sí. He estado escribiendo columnas desde
1994, cuando finalmente abrió la puerta.
Todos los días me pellizco.
Tengo el trabajo de los sueños. Todo porque me negué a aceptar un “no” como respuesta y seguí
paleando.

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