Centro Holística Hayden

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9 de septiembre de 2017

El otro, la sombra

Alejandro Lodi
La sombra es el otro.
No cualquier otro. No el otro conocido, sino el ignorado. No el otro amado, sino el odiado. No el otro que nos confirma, sino el que nos niega. No el otro que nos ayuda, sino el que nos perjudica.
El otro es espejo. El otro que se presenta a nuestra vida es reflejo de lo que somos y no vemos. Ese espejo, ese otro, permite reconocernos en lo que no queremos, no podemos o no sabemos ser. No significa que “yo soy como él”. No significa justificar cualquier acto. Sino discriminar manteniendo el contacto. Diferenciar sin disociar. Desaprobar sin negar. Rechazar sin excluir. El otro nos muestra lo que no alcanzamos a ver en nosotros. Lo revela, lo hace emerger, lo hace explícito y evidente, lo “saca afuera”.
En el corazón de la humanidad están las víctimas y los victimarios. Decir “yo soy la luz” implica decir “yo soy la sombra”: el horror de reconocernos en aquellos contenidos que negamos, que necesitamos bloquear, reprimir o excluir para mantener la imagen adorada de nosotros mismos. La luz proyecta sombra. Una no es ajena a la otra. Lo que nos produce espanto ver en nosotros mismos lo proyectamos en los demás. Luz y sombra no son “dos polos autónomos”, sino que fundamentalmente la luz y la sombra siempre es un vínculo.
La sombra es el otro. Y el destino.

El bien y el mal
Es cierto, existen “proyecciones positivas”. Podemos ver en el otro talentos que no reconocemos en nosotros mismos. Adoramos a un artista porque está en nosotros la sensibilidad capaz de apreciar la belleza de ese arte. La sensibilidad no es propiedad exclusiva del artista, sino que nosotros participamos de ella junto con él. Saber diferenciar que la capacidad para expresarla es de ese artista y no de nosotros (esto es, tener sentido de realidad) no implica disociarnos y excluirnos de la cualidad de su arte.
No obstante, lo más tóxico y destructivo son nuestras “proyecciones negativas”. El mal que vemos afuera, contracara del bien que creemos nos constituye: “yo soy el amor ajeno al odio y el otro es el odio ajeno al amor…”. Genuinamente repudiamos lo siniestro, pero indebidamente creemos que es propiedad de los demás. Lo que repudiamos de nuestro enemigo está en nosotros. Movidos por virtudes absolutas proyectamos en el otro defectos absolutos. Es verdad que puede ejecutar actos que nos resultan revulsivos y que no elegiríamos cometer, pero compartimos ese rasgo de la naturaleza humana que el otro expresa acaso con impunidad. No somos ajenos a aquello que nos horroriza. Y cuanto más creemos separarnos, mayores riesgos de descubrirnos semejantes. Dice El Kybalion: “los extremos se tocan…”. Cuanto más nos polarizamos, más nos parecemos a lo que execramos. Creernos carentes del mal que vemos en el otro sólo puede anunciar que, de un modo involuntario, nos convirtamos en protagonistas de nuevas tragedias. Muchas veces, en forma velada a nuestra conciencia, nuestras opiniones justifican la comisión de crímenes que no seríamos capaces de cometer ni justificar. Con honestidad creemos ser personas a favor de la vida y de la paz, al mismo tiempo que, con orgullo, vestimos de soldaditos a nuestros niños en los actos escolares.

Oponiéndonos a la barbarie nazi, justificamos a los calcinados de Dresde (25.000 muertos en dos noches de bombardeo aliado). Para celebrar el fin de la guerra, entendemos -acaso con sincero gesto consternado- las mañanas de Hiroshima (90.000 muertos) y Nagasaki (80.000 muertos). Para consagrar “la santa fe” o “el triunfo de la revolución”, avalamos la caza de brujas o la purga ideológica. Purificar con la muerte. Liberarnos del mal exterminando al otro que lo provoca. Matar al asesino. El escarmiento. La revancha. La venganza.
El brillo de la propia luz es el bálsamo que narcotiza el doloroso contacto con la sombra. Somos indiferentes al sufrimiento del otro por la satisfacción que nos producen nuestras acciones. Nos adjudicarnos el derecho a expresarnos sin registrar cómo afecta al otro. Justificamos el daño que provocamos en los demás creyéndonos portadores de valores superiores. Provocamos el mal para sentirnos manifestaciones del bien. ¿A qué dolor no soy sensible para seguir habitando una imagen de mí mismo a la que creo tener derecho?

La fuerza reveladora de la sombra
¿Qué ocurre cuando la sombra se revela a la conciencia, cuando la conciencia descubre que aquello que repudia en otro es un contenido de su propia alma? El carácter de lo que llamamos «proceso espiritual» se pone en juego en la respuesta que damos ante esa evidencia. La clave del trabajo en nuestro corazón es asumir qué significa esa emergencia incómoda y temida en nuestra vida. Qué significado tiene en nuestro viaje. Y, por lo tanto, a qué mayúscula transformación de la imagen de nosotros mismos y del mundo externo nos convoca. Dar cuenta de la sombra implica que ya no podemos ser esa luz con la que se corresponde. La identidad constituida en ese bloqueo, en esa negación, en esa represión y en ese modo de proyección (la luz) ya no puede ser sostenida y tomada por real una vez que se ha hecho manifiesto lo bloqueado, negado, reprimido y proyectado (la sombra). Asumir la sombra es cuestionar la luz. La sombra que se hace consciente no nos permite seguir siendo lo que creíamos ser.

El momento de revelación de la sombra pondrá en juego la honestidad con nosotros mismos (o, mejor, con la vida que nos anima). Una vez que lo oscuro se ha hecho consciente podemos seguir reaccionando, peleándonos con quienes lo encarnan en el campo de batalla vincular o debatiéndonos con los personajes amenazantes de nuestro propio mundo interno. Pero, ahora una alarma se encenderá (una imagen mental, una sensación corporal, una emoción, un hecho sincrónico) recordándonos que ya hemos visto el truco y que ya nos consta -perceptiva y vivencialmente- el desafío: dar cuenta de la subjetividad de ese contenido sombrío implica cuestionar lo que creemos real y objetivo. Ante esa conciencia implacable sólo resta asumir la demolición de la construcción de la realidad que habitamos hasta hoy, afrontar la transformación hacia una naciente identidad y una nueva descripción del mundo… O, por falta de coraje espiritual o por la angustia ante una vida desconocida, mantener aquella realidad a costa de saberla imaginaria, como el complot de los personajes de “Río Místico”, la película de Clint Eastwood, cuando se hace evidente la verdad más incómoda: descubrirse victimarios de quien se creían víctimas.
Callar el grito de la sombra en nuestra conciencia, manteniendo un relato conveniente y deliberadamente falso de nosotros mismos y del mundo, es la manifestación de resistencia más desesperada a la emergencia del ser. El ego conspirando contra el alma

(Ilustraciones: July Varela  https://www.facebook.com/j.varete).

El otro, la sombra (II): Un ritual colectivo
Alejandro Lodi

Somos vínculo.
El vínculo con los demás es lo que la conciencia significa. El otro tendrá determinado carácter según ese significado. El cambio en nuestras relaciones exteriores surge de la transformación de nuestra organización interna. El destino es lo que la conciencia significa. Y ese significado varía de un modo notable según predomine en nuestras emociones el miedo o la confianza, la necesidad de subsistencia o la afirmación responsable.
A esta evidencia nos compromete la astrología. Y en esto aún resulta esotérica y contracultural. Representa una alteración de la percepción ordinaria de la realidad, un cambio de paradigma: antes que individual, la experiencia de la conciencia es vincular. No somos individuos que “tienen” vínculos, sino que somos “en” los vínculos. Somos lo que revelamos en nuestra relación con los demás. Somos como tratamos al otro. Esta es la responsabilidad del astrólogo: asumir la astrología nos obliga a la incómoda y poco gratificante necesidad de dar testimonio vivencial de un paradigma que desorganiza la descripción habitual del mundo.
Estimulándonos a ver dinámicas polares antes que conformarnos en polos autogratificantes, la astrología tiene el potencial de disolver la usina de prejuicios que sostienen nuestra percepción ordinaria (mecánica e inconsciente) de la realidad. Nuestra tendencia natural a reducir la complejidad de la vida en simplificaciones que calman nuestra angustia separándonos de los demás y disociándonos de los hechos de destino.
La astrología nos invita a percibir relaciones allí donde nuestros prejuicios nos condicionan a ver conflictos, polos que se complementan donde creemos ver polos que se anulan, reconocimiento mutuo e inclusión donde suponemos rechazo y exclusión. Dinámica de polaridad donde parece presentarse polarización.

La polarización planetaria
En tiempos de Neptuno en Piscis se agota todo un ciclo (de 168 años) acerca de cómo la conciencia humana significa la dinámica yo y los otros, mundo interno y mundo externo, consciente e inconsciente, mente y alma, ciencia y religión. Acontecimientos como las matanzas en Medio Oriente, las atrocidades del fundamentalismo religioso dominando Estados, la cruenta invasión de países como represalia y el asesinato de los humoristas de Charlie Hebdo en París forman parte de una bipolaridad que parece excitarse y cobrar forma real en la conciencia colectiva. Un mundo dividido en dos. La pérdida de la conciencia de vínculo y la emergencia del encanto de la polarización, con su lógica de polos antagónicos en lucha por la exclusión definitiva (exterminio) del otro.

Desde Occidente ese diseño bipolar se percibe como el conflicto entre la racionalidad y la irracionalidad, entre la valoración de la libertad y de los derechos del individuo y la sumisión al oscurantismo regresivo de la religión. La razón humana negando a Dios versus el individuo subordinado a Dios. Sin que seamos conscientes, se activa el hechizo de un mundo occidental (europeo y civilizado) encarnando la mente científica y tecnológica generadora de civilización enfrentado a un mundo oriental (árabe y tribal) sinónimo de fanatismo emocional y religioso.
En esa proyección, las conciencias occidentales purgamos nuestra propia irracionalidad y superstición, y reforzamos aún más el mito de la objetividad y nuestra inconsciente devoción a la “diosa razón” y al ego individual. En esa proyección, también, las conciencias occidentales nos negamos a percibir el desarrollo intelectual del espíritu de Oriente, su capacidad de profundizar en el alma humana y los misterios del universo. Y, sobre todo, queda velada la multiplicidad de matices del mundo no-occidental, con sus diferentes culturas, tradiciones y modos de organización social. Oriente se reduce a la carpa talibán.

Por su parte, desde Oriente aquel diseño polarizado parece percibirse (y debo sólo suponerlo, ya que soy una conciencia occidental) como la tensión entre lo sagrado y lo profano, entre la pura y justa voluntad divina y el sacrílego egoísmo humano. La humanidad consagrada a una fuerza superior versus la caída en pasiones inferiores que ofenden a Dios. De un modo inconsciente, se excita la fascinante “guerra santa” entre un mundo oriental (islámico y no capitalista) consagrado a la acción redentora de una verdad numinosa enfrentado a un mundo occidental (judeo-norteamericano y materialista) que representa el poder imperial satánico y explotador.
En esa proyección, las conciencias orientales expían su propio anhelo de hegemonía planetaria como religión verdadera y única, reforzando aún más el mito de conocer la voluntad de Dios y adjudicarse el derecho de imponerla a los demás violentando la libertad individual con arbitrariedad. En esa proyección, las conciencias orientales son incapaces de percibir la riqueza espiritual de Occidente, su talento para transparentar las estructuras del alma humana y el orden del universo. Occidente se reduce a la voracidad del capital.
No la tenemos sencilla. Aunque hay almas ensayando otros vínculos.
Y cabe aquí preguntarse en qué andarán los chinos.

Video:
https://youtu.be/ajSzCtwTj_I

 (Ilustraciones: July Varela  https://www.facebook.com/j.varete).

El otro, la sombra (III): La oscuridad local
Alejandro Lodi


“En este país hay que empezar a dar, a dar y a dar… Y el que queda, queda…”.
(Remate de un personaje humorístico del programa “La Tuerca” de la TV argentina en la década del ‘70).
Hay una sombra en nuestra comunidad. Un contenido de nuestra psique colectiva que no es registrado en la imagen luminosa que tenemos de nosotros mismos. Una carga vedada a nuestra conciencia y que, por eso mismo, se sigue reproduciendo de un modo inconsciente (esto es, con aparente “voluntad propia”) en nuestro destino como nación, desde el comienzo de nuestra historia.
En un breve recorte astrológico, técnicamente esa sombra alude a un componente de la carta natal de Argentina (un núcleo o foco energético) en el que se sintetizan factores afines:
Plutón en Piscis en casa VI.
Plutón en cuadratura Neptuno.
Quirón en Piscis en casa VI.
Júpiter en Escorpio en casa I.
El “acorde” que resulta de la ejecución de estas diversas “cuerdas” caracteriza un sonido, que puede vibrar exquisito o desafinado. Se trata de la virtud potencial de una extrema sensibilidad al misterio de la vida y de la muerte, la vivencia (en el sentido más sagrado) del poder transformador del amor, la práctica curadora de la compasión y el servicio, la posibilidad de descubrir direcciones trascendentes a partir de la experiencia del dolor y, sobre todo, la capacidad de percibir -en ese dolor y en ese amor- la universalidad de lo humano, la naturaleza común ante la maravilla y lo siniestro, más allá de toda frontera de clanes raciales, nacionales, religiosos o ideológicos.
No obstante, este exquisito sonido requiere como condición no ser apropiado de un modo personal o gregario. En ese apoderamiento -particular, local y faccioso- se distorsiona su cualidad: se convierte en fascinación por lo oscuro, el encanto de operar en el inconsciente de los demás en nuestro propio beneficio, el engaño deliberado para obtener energía de otros, el amor al poder sin límites morales, la entrega a la excitación voraz con indiferencia al dolor infligido, la disposición al sacrificio y la inmolación en pos de sentirnos salvados y redimidos. Y quizás lo más perverso y patológico: nuestra irresistible y dulce propensión a la épica autodestructiva, para la cual lo heroico es morir (o matar) antes que vivir (o dar vida). Nuestro macabro hábito de celebrar tragedias como triunfos, de profanar lo sagrado, de festejar la muerte.
Y allí está nuestra sombra local.
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El persuasivo encanto de lo tenebroso
La sombra de nuestra comunidad argentina y su evidencia más vigente.
Un fiscal de la Nación (miembro del poder judicial) denuncia por encubrimiento de crímenes horrorosos a la ciudadana a cargo de la presidencia y a parte de sus ministros y funcionarios (miembros del poder ejecutivo), y aparece muerto la noche anterior a su presentación ante los representantes del Congreso (miembros del poder legislativo). Se sospecha que el tenebroso suceso es producto de una pugna entre bandas de servicios de inteligencia (miembros del aparato estatal) que operan en el poder ejecutivo, legislativo y judicial con el objeto de favorecer o perjudicar tanto carreras políticas personales como proyectos de facciones. Es decir, se sospecha del poder del Estado.
A pocos meses de ocurrido, el esclarecimiento del hecho languidece. No parece importar la verdad sino cómo afecta a la imagen y futuro de los implicados. ¿La oscuridad denunciada es cierta o fue oscura la denuncia? El hecho no tendrá responsables, nadie responderá por él. Y, peor aún, se intentará que quede oculto a la memoria colectiva. El hecho desaparecerá. La verdad sacrificada por causas políticas. Acusados y acusadores, víctimas y victimarios, todos funcionarios del Estado. ¿Sería incorrecta o lejana a lo cierto la calificación de un flagrante suceso de terrorismo de Estado?
Los argentinos nos tiramos muertos. Tenemos naturalizado dejar impunes crímenes que significamos como señales (o “mensajes”) entre enemigos políticos. Al margen del Estado o con el poder del Estado. Naturalizamos el terrorismo. En contra del Estado o desde el Estado. En tiempos de dictadura o de democracia.
Convocados a profundizar en el misterio de la muerte, lo transformamos en una producción de muertes misteriosas. De un modo recurrente y atravesando ideologías. Justificamos muertes y avalamos que nada se sepa de ellas. Nos obligamos a aceptar la ignorancia de crímenes y asesinatos: ni cómo murieron, ni quién fue su verdugo.
En una selección arbitraria y superficial, contando sólo algunos hechos de nuestros últimos 60 años de historia, obtenemos esta enumeración de víctimas de hechos políticos:
Bombardeos a Plaza de Mayo (1955): entre 156 y 364 muertos, entre 700 y 1.000 heridos. (Fuente: Wikipedia).
Fusilamientos (1956): 30 muertos. (Fuente: El historiador, Taringa y otras).
Masacre de Ezeiza (1973): 13 muertos, 365 heridos. (Fuente: Wikipedia, El Historiador).
Atentados de grupos revolucionarios (década del ‘70): 1.094 muertos, 2.300 heridos. (Fuente: Cadena 3).
Desaparecidos la última dictadura: 8.960. (Fuente: Nunca Más. Informe Conadep).
Guerra de Malvinas: 649 muertos, 1082 heridos, entre 350 y 454 suicidios. (Fuente: Wikipedia, La Nación).
Atentado a la Amia: 86 muertos, 300 heridos. (Fuente: Wikipedia).
Atentando a la Embajada de Israel: 30 muertos, 242 heridos. (Fuente: Wikipedia).
Incluso las cifras de estos crímenes -todos políticos- son difíciles de establecer de manera oficial y están sujetas a discordia ideológica: parece no importar cuántos son, sino qué número resulta conveniente a determinada causa. Para tomar dimensión de cantidad, muertos, heridos y suicidios constituyen al menos 16.357 casos personales de violencia. Esto equivale a un sacrificio humano por día durante casi 45 años. El riguroso ritual del sometimiento de una víctima propiciatoria por día durante casi 45 años para satisfacer a nuestro oscuro culto al exterminio. (Y han sido considerados azarosamente sólo estos hechos en la muestra, sabemos que hay más).
Mueren civiles, militares, sindicalistas burócratas y combativos, empresarios, hijos de empresarios y de militares, traidores a la causa (de izquierda y de derecha), ministros, jueces, policías, periodistas, fiscales, conscriptos.
Y podríamos sumar también los crímenes sociales. La muerte en las etnias originarias postergadas, desnutridas y utilizadas para conveniencia electoral a extremos humillantes. La muerte en la marginalidad de las grandes ciudades, sin otra expectativa de inclusión más allá de la asistencial, expulsadas hacia la gratificación perversa de las drogas más crueles. Con el riesgo de ni siquiera contar con la posibilidad de ser registradas en estadísticas oficiales.
Finalmente, es posible que nos digamos que esto ocurre en todas las sociedades. Incluso, que forma parte de la condición humana.
Y allí nos quedamos tranquilos.

Tirarse muertos
Hacer política y tirarse muertos. La subestimación jactanciosa de argumentos reflexivos y de las meditaciones sentidas. La obscena exposición de indiferencia ante el dolor ajeno. Sacar provecho de la inexorable vulnerabilidad de los muertos. Sin pudores, sin inhibiciones morales. El poder como impunidad para abusar del otro. Aprovecharse del caído. Pegar en el piso.
Antes que honrar la muerte, nos burlamos de los muertos. Nos valemos de haberlos eliminado. Les hacemos decir lo que necesitamos que digan. Les negamos justicia y disfrutamos sin culpa de los beneficios. En la justificación ideológica o religiosa encontramos la pócima que nos permite dormir tranquilos. El orgullo ideológico o religioso es el narcótico de la conciencia. Creyéndonos lúcidos, entumecidos en nuestro cepo perceptivo reclamamos el reconocimiento colectivo a nuestra labor personal en pos del bien. Ajenos a la compasión, aspiramos a quedar en la memoria de la comunidad como sus abnegados y desinteresados benefactores. Borramos las pruebas que podrían incriminarnos al mismo tiempo que exigimos monumentos y homenajes. Perversamente, ocultos en el misterio, perpetradores activos o silenciosos, nos elevamos a dimensiones épicas. Demandamos honra con orgullo. Nos decimos a nosotros mismos que “los oscuros son los otros”. Y que, merecedores de santificación, confrontamos esa oscuridad. ¿O acaso nuestro héroe nacional no es un “santo de la espada”? Formateamos nuestra conciencia escolar en el heroico (¿y simpático?) relato de repeler al enemigo arrojando aceite hirviendo sobre él desde los balcones domiciliarios.
La autoglorificación narcisista nos lleva a la negación patológica de nuestra propia oscuridad. El potencial universal de nuestra sensibilidad queda distorsionado en afectividades gregarias, en el hechizo de lo trágico, en la excitación por la entrega en sacrificio, en el encanto de la purificación redentora a través de soportar o perpetrar suplicios (el “aguante” o el “aprete”). Como en los oscuros ritos de matanzas con los que se cree obtener el favor de los dioses.
Este embeleso por el castigo sumario supera las demoradas posibilidades fácticas de la justicia. Los hechos que genera esta fascinación, sus siniestras tramas de intrigas y complicidades, exceden la capacidad operativa del sistema judicial para esclarecerlos. Somos capaces de reconocer y detectar esa clase de hechos en el mismo momento que ocurren. Y también sabemos que no sabremos su verdad.
Es como ingresar en una zona de tiniebla, de bruma que no nos deja ver, que deja a la conciencia aterida. Esa niebla es una creencia acerca de nosotros mismos que ciega y adormece, una pesadilla que vivimos como un dulce sueño y del que no queremos despertar.
Nunca parece suficiente la experiencia ya vivida. No logramos conjurar esos fantasmas. No conseguimos agotar ese hechizo. En cuanto creímos dar un salto de calidad en la vivencia de esta energía que parecía poseernos, un nuevo oscuro suceso se genera reproduciendo la fatal posesión. Esa persistente entidad se impone y pasea frente a nuestra -brevemente indignada y cautivamente resignada- conciencia.
¿Alcanzará con nuevos rituales para conjurar esa bruma tenebrosa, ese encanto oscuro por “tirarnos muertos”, para, de ese modo, propiciar discernimiento consciente y oportunidades creativas? ¿O necesitaremos repetir episodios de obnubilación que exacerben nuestra adicción hasta la experiencia límite (¿otra?) que redunde (¿redundará?) en crisis reveladora? ¿Habrán sido suficientes nuestros sacrificios colectivos?
La historia que compartimos indica que nuestros monstruos son dignos de no ser subestimados.
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Otra oportunidad para la sanación o para el horror
Entre 2016 y 2018 se producirá un hecho astrólogico relevante: el tránsito de Plutón a la casa IV y a la oposición Sol-Luna de Argentina. Nos acercamos a tiempos cíclicos propicios para rituales de purificación y transformación en nuestros hábitos emocionales colectivos más cristalizados, tanto como en la calidad del vínculo entre pueblo y gobernantes. Esta figura celeste se ha producido sólo tres veces en nuestra historia, en sincronicidad con estos significativos acontecimientos:
Entre 1838 y 1842. El “fin de la anarquía” y la “restauración de las leyes” de la mano del régimen rosista (el auge de una figura providencial al que se le otorga la suma del poder público, esto es, el derecho sobre la vida y la muerte).
Entre 1928 y 1931. El “fin de la decadencia de la democracia liberal” y la llegada de la “hora de la espada” (la inauguración de la era de los golpes militares y el populismo).
Entre 1978 y 1980. El “aniquilamiento de la subversión” y la “recuperación del orgullo nacional” (la represión de la violencia revolucionaria y la guerra de Malvinas).
La tentadora búsqueda de poder e identidad por la exacerbación del conflicto. La oscura excitación de conducir a las conciencias al éxtasis de la conflagración. El desprecio por el otro y la negación del vínculo. La bíblica fatalidad de Abel y Caín.
Un auténtico desafío para optimistas… O para revisar nuestro presente en perspectiva con las respuestas del pasado, sin condicionamientos ni prejuicios ideológicos.
Tenemos los muertos. Todos aquí.

“El show de los muertos” Sui Generis (Charly García) 1974.
Video
https://youtu.be/zkZaSFTwLHs
(Ilustraciones: July Varela).





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