Alejandro Lodi
No cualquier otro. No el otro conocido, sino el ignorado. No el otro
amado, sino el odiado. No el otro que nos confirma, sino el que nos niega. No
el otro que nos ayuda, sino el que nos perjudica.
El otro es espejo. El otro que se presenta a nuestra vida es reflejo de
lo que somos y no vemos. Ese espejo, ese otro, permite reconocernos en lo que
no queremos, no podemos o no sabemos ser. No significa que “yo soy como él”. No
significa justificar cualquier acto. Sino discriminar manteniendo el contacto.
Diferenciar sin disociar. Desaprobar sin negar. Rechazar sin excluir. El otro
nos muestra lo que no alcanzamos a ver en nosotros. Lo revela, lo hace emerger,
lo hace explícito y evidente, lo “saca afuera”.
La sombra es el otro. Y el destino.
El bien y el mal
Es cierto, existen “proyecciones positivas”. Podemos ver en el otro
talentos que no reconocemos en nosotros mismos. Adoramos a un artista porque
está en nosotros la sensibilidad capaz de apreciar la belleza de ese arte. La
sensibilidad no es propiedad exclusiva del artista, sino que nosotros
participamos de ella junto con él. Saber diferenciar que la capacidad para
expresarla es de ese artista y no de nosotros (esto es, tener sentido de
realidad) no implica disociarnos y excluirnos de la cualidad de su arte.
No obstante, lo más tóxico y destructivo son nuestras “proyecciones
negativas”. El mal que vemos afuera, contracara del bien que creemos nos
constituye: “yo soy el amor ajeno al odio y el otro es el odio ajeno al
amor…”. Genuinamente repudiamos lo siniestro, pero indebidamente creemos
que es propiedad de los demás. Lo que repudiamos de nuestro enemigo está en
nosotros. Movidos por virtudes absolutas proyectamos en el otro defectos
absolutos. Es verdad que puede ejecutar actos que nos resultan revulsivos y que
no elegiríamos cometer, pero compartimos ese rasgo de la naturaleza humana que
el otro expresa acaso con impunidad. No somos ajenos a aquello que nos
horroriza. Y cuanto más creemos separarnos, mayores riesgos de descubrirnos
semejantes. Dice El Kybalion: “los extremos se tocan…”. Cuanto más
nos polarizamos, más nos parecemos a lo que execramos. Creernos carentes del
mal que vemos en el otro sólo puede anunciar que, de un modo involuntario, nos
convirtamos en protagonistas de nuevas tragedias. Muchas veces, en forma velada
a nuestra conciencia, nuestras opiniones justifican la comisión de crímenes que
no seríamos capaces de cometer ni justificar. Con honestidad creemos ser
personas a favor de la vida y de la paz, al mismo tiempo que, con orgullo,
vestimos de soldaditos a nuestros niños en los actos escolares.
Oponiéndonos a la barbarie nazi, justificamos a los calcinados de Dresde
(25.000 muertos en dos noches de bombardeo aliado). Para celebrar el fin de la
guerra, entendemos -acaso con sincero gesto consternado- las mañanas de
Hiroshima (90.000 muertos) y Nagasaki (80.000 muertos). Para consagrar “la
santa fe” o “el triunfo de la revolución”, avalamos la caza de brujas o la
purga ideológica. Purificar con la muerte. Liberarnos del mal exterminando al
otro que lo provoca. Matar al asesino. El escarmiento. La revancha. La
venganza.
El brillo de la propia luz es el bálsamo que narcotiza el doloroso
contacto con la sombra. Somos indiferentes al sufrimiento del otro por la
satisfacción que nos producen nuestras acciones. Nos adjudicarnos el derecho a
expresarnos sin registrar cómo afecta al otro. Justificamos el daño que
provocamos en los demás creyéndonos portadores de valores superiores.
Provocamos el mal para sentirnos manifestaciones del bien. ¿A qué dolor no soy
sensible para seguir habitando una imagen de mí mismo a la que creo tener
derecho?
La fuerza reveladora de la sombra
¿Qué ocurre cuando la sombra se revela a la conciencia, cuando la
conciencia descubre que aquello que repudia en otro es un contenido de su
propia alma? El carácter de lo que llamamos «proceso espiritual» se pone en
juego en la respuesta que damos ante esa evidencia. La clave del trabajo en
nuestro corazón es asumir qué significa esa emergencia incómoda y temida en
nuestra vida. Qué significado tiene en nuestro viaje. Y, por lo tanto, a qué
mayúscula transformación de la imagen de nosotros mismos y del mundo externo
nos convoca. Dar cuenta de la sombra implica que ya no podemos ser esa luz con
la que se corresponde. La identidad constituida en ese bloqueo, en esa
negación, en esa represión y en ese modo de proyección (la luz) ya no puede ser
sostenida y tomada por real una vez que se ha hecho manifiesto lo bloqueado,
negado, reprimido y proyectado (la sombra). Asumir la sombra es cuestionar la
luz. La sombra que se hace consciente no nos permite seguir siendo lo que
creíamos ser.
El momento de revelación de la sombra pondrá en juego la honestidad con
nosotros mismos (o, mejor, con la vida que nos anima). Una vez que lo oscuro se
ha hecho consciente podemos seguir reaccionando, peleándonos con quienes lo
encarnan en el campo de batalla vincular o debatiéndonos con los personajes
amenazantes de nuestro propio mundo interno. Pero, ahora una alarma se
encenderá (una imagen mental, una sensación corporal, una emoción, un hecho
sincrónico) recordándonos que ya hemos visto el truco y que ya nos consta
-perceptiva y vivencialmente- el desafío: dar cuenta de la subjetividad
de ese contenido sombrío implica cuestionar lo que creemos real y objetivo.
Ante esa conciencia implacable sólo resta asumir la demolición de la
construcción de la realidad que habitamos hasta hoy, afrontar la transformación
hacia una naciente identidad y una nueva descripción del mundo… O, por falta de
coraje espiritual o por la angustia ante una vida desconocida, mantener aquella
realidad a costa de saberla imaginaria, como el complot de los personajes de
“Río Místico”, la película de Clint Eastwood, cuando se hace evidente la verdad
más incómoda: descubrirse victimarios de quien se creían víctimas.
Callar el grito de la sombra en nuestra conciencia, manteniendo un relato
conveniente y deliberadamente falso de nosotros mismos y del mundo, es la
manifestación de resistencia más desesperada a la emergencia del ser. El ego
conspirando contra el alma
El otro, la sombra (II): Un ritual colectivo
Alejandro Lodi
Somos vínculo.
El vínculo con los
demás es lo que la conciencia significa. El otro tendrá determinado carácter
según ese significado. El cambio en nuestras relaciones exteriores surge de la
transformación de nuestra organización interna. El destino es lo que la
conciencia significa. Y ese significado varía de un modo notable según
predomine en nuestras emociones el miedo o la confianza, la necesidad de
subsistencia o la afirmación responsable.
A esta evidencia nos
compromete la astrología. Y en esto aún resulta esotérica y contracultural.
Representa una alteración de la percepción ordinaria de la realidad, un cambio
de paradigma: antes que individual, la experiencia de la conciencia es
vincular. No somos individuos que “tienen” vínculos, sino que somos “en”
los vínculos. Somos lo que revelamos en nuestra relación con los demás. Somos
como tratamos al otro. Esta es la responsabilidad del astrólogo: asumir
la astrología nos obliga a la incómoda y poco gratificante necesidad de dar
testimonio vivencial de un paradigma que desorganiza la descripción habitual
del mundo.
Estimulándonos a ver
dinámicas polares antes que conformarnos en polos autogratificantes, la
astrología tiene el potencial de disolver la usina de prejuicios que sostienen
nuestra percepción ordinaria (mecánica e inconsciente) de la realidad.
Nuestra tendencia natural a reducir la complejidad de la vida en simplificaciones
que calman nuestra angustia separándonos de los demás y disociándonos de los
hechos de destino.
La astrología nos
invita a percibir relaciones allí donde nuestros prejuicios
nos condicionan a ver conflictos, polos que se complementan donde
creemos ver polos que se anulan, reconocimiento mutuo e inclusión donde
suponemos rechazo y exclusión. Dinámica de polaridad donde
parece presentarse polarización.
La polarización
planetaria
En tiempos de Neptuno
en Piscis se agota todo un ciclo (de 168 años) acerca de cómo la conciencia
humana significa la dinámica yo y los otros, mundo interno y mundo externo,
consciente e inconsciente, mente y alma, ciencia y religión. Acontecimientos
como las matanzas en Medio Oriente, las atrocidades del fundamentalismo religioso
dominando Estados, la cruenta invasión de países como represalia y el asesinato
de los humoristas de Charlie Hebdo en París forman parte de una bipolaridad que
parece excitarse y cobrar forma real en la conciencia colectiva. Un mundo
dividido en dos. La pérdida de la conciencia de vínculo y la emergencia del
encanto de la polarización, con su lógica de polos antagónicos en lucha por la
exclusión definitiva (exterminio) del otro.
Desde Occidente ese
diseño bipolar se percibe como el conflicto entre la racionalidad y la
irracionalidad, entre la valoración de la libertad y de los derechos del
individuo y la sumisión al oscurantismo regresivo de la religión. La razón
humana negando a Dios versus el individuo subordinado a Dios. Sin que seamos
conscientes, se activa el hechizo de un mundo occidental (europeo y civilizado)
encarnando la mente científica y tecnológica generadora de civilización
enfrentado a un mundo oriental (árabe y tribal) sinónimo de fanatismo emocional
y religioso.
En esa proyección,
las conciencias occidentales purgamos nuestra propia irracionalidad y
superstición, y reforzamos aún más el mito de la objetividad y nuestra
inconsciente devoción a la “diosa razón” y al ego individual. En esa
proyección, también, las conciencias occidentales nos negamos a percibir el
desarrollo intelectual del espíritu de Oriente, su capacidad de profundizar en
el alma humana y los misterios del universo. Y, sobre todo, queda velada la
multiplicidad de matices del mundo no-occidental, con sus diferentes culturas,
tradiciones y modos de organización social. Oriente se reduce a la carpa
talibán.
Por su parte, desde Oriente aquel diseño polarizado
parece percibirse (y debo sólo suponerlo, ya que soy una conciencia occidental)
como la tensión entre lo sagrado y lo profano, entre la pura y justa voluntad
divina y el sacrílego egoísmo humano. La humanidad consagrada a una fuerza
superior versus la caída en pasiones inferiores que ofenden a Dios. De un modo
inconsciente, se excita la fascinante “guerra santa” entre un mundo oriental
(islámico y no capitalista) consagrado a la acción redentora de una verdad
numinosa enfrentado a un mundo occidental (judeo-norteamericano y materialista)
que representa el poder imperial satánico y explotador.
En esa proyección, las conciencias orientales
expían su propio anhelo de hegemonía planetaria como religión verdadera y
única, reforzando aún más el mito de conocer la voluntad de Dios y adjudicarse
el derecho de imponerla a los demás violentando la libertad individual con arbitrariedad.
En esa proyección, las conciencias orientales son incapaces de percibir la
riqueza espiritual de Occidente, su talento para transparentar las estructuras
del alma humana y el orden del universo. Occidente se reduce a la voracidad del
capital.
No la tenemos sencilla. Aunque hay almas ensayando
otros vínculos.
Y cabe aquí
preguntarse en qué andarán los chinos.
Video:
https://youtu.be/ajSzCtwTj_I
El otro, la sombra (III): La oscuridad local
Alejandro Lodi
“En este país hay que
empezar a dar, a dar y a dar… Y el que queda, queda…”.
(Remate de un
personaje humorístico del programa “La Tuerca” de la TV
argentina en la década del ‘70).
Hay una sombra en
nuestra comunidad. Un contenido de nuestra psique colectiva que no es
registrado en la imagen luminosa que tenemos de nosotros mismos. Una carga
vedada a nuestra conciencia y que, por eso mismo, se sigue reproduciendo de un
modo inconsciente (esto es, con aparente “voluntad propia”) en nuestro destino
como nación, desde el comienzo de nuestra historia.
En un breve recorte
astrológico, técnicamente esa sombra alude a un componente de la carta natal de
Argentina (un núcleo o foco energético) en el que se sintetizan factores
afines:
Plutón en Piscis en
casa VI.
Plutón en cuadratura
Neptuno.
Quirón en Piscis en
casa VI.
Júpiter en Escorpio
en casa I.
El “acorde” que
resulta de la ejecución de estas diversas “cuerdas” caracteriza un sonido, que
puede vibrar exquisito o desafinado. Se trata de la virtud potencial de una
extrema sensibilidad al misterio de la vida y de la muerte, la vivencia (en el
sentido más sagrado) del poder transformador del amor, la práctica curadora de
la compasión y el servicio, la posibilidad de descubrir direcciones
trascendentes a partir de la experiencia del dolor y, sobre todo, la capacidad
de percibir -en ese dolor y en ese amor- la universalidad de lo humano, la
naturaleza común ante la maravilla y lo siniestro, más allá de toda frontera de
clanes raciales, nacionales, religiosos o ideológicos.
No obstante, este
exquisito sonido requiere como condición no ser apropiado de un modo personal o
gregario. En ese apoderamiento -particular, local y faccioso- se distorsiona su
cualidad: se convierte en fascinación por lo oscuro, el encanto de operar en el
inconsciente de los demás en nuestro propio beneficio, el engaño deliberado
para obtener energía de otros, el amor al poder sin límites morales, la entrega
a la excitación voraz con indiferencia al dolor infligido, la disposición al
sacrificio y la inmolación en pos de sentirnos salvados y redimidos. Y quizás
lo más perverso y patológico: nuestra irresistible y dulce propensión a la
épica autodestructiva, para la cual lo heroico es morir (o matar) antes que
vivir (o dar vida). Nuestro macabro hábito de celebrar tragedias como triunfos,
de profanar lo sagrado, de festejar la muerte.
Y allí está nuestra
sombra local.
.
El persuasivo encanto
de lo tenebroso
La sombra de nuestra
comunidad argentina y su evidencia más vigente.
Un fiscal de la
Nación (miembro del poder judicial) denuncia por encubrimiento de crímenes
horrorosos a la ciudadana a cargo de la presidencia y a parte de sus ministros
y funcionarios (miembros del poder ejecutivo), y aparece muerto la noche
anterior a su presentación ante los representantes del Congreso (miembros del
poder legislativo). Se sospecha que el tenebroso suceso es producto de una
pugna entre bandas de servicios de inteligencia (miembros del aparato estatal)
que operan en el poder ejecutivo, legislativo y judicial con el objeto de
favorecer o perjudicar tanto carreras políticas personales como proyectos de
facciones. Es decir, se sospecha del poder del Estado.
A pocos meses de
ocurrido, el esclarecimiento del hecho languidece. No parece importar la verdad
sino cómo afecta a la imagen y futuro de los implicados. ¿La oscuridad
denunciada es cierta o fue oscura la denuncia? El hecho no tendrá responsables,
nadie responderá por él. Y, peor aún, se intentará que quede oculto a la
memoria colectiva. El hecho desaparecerá. La verdad sacrificada por causas
políticas. Acusados y acusadores, víctimas y victimarios, todos
funcionarios del Estado. ¿Sería incorrecta o lejana a lo cierto la calificación
de un flagrante suceso de terrorismo de Estado?
Los argentinos nos
tiramos muertos. Tenemos naturalizado dejar impunes crímenes que significamos
como señales (o “mensajes”) entre enemigos políticos. Al margen del Estado o
con el poder del Estado. Naturalizamos el terrorismo. En contra del Estado o
desde el Estado. En tiempos de dictadura o de democracia.
Convocados a
profundizar en el misterio de la muerte, lo transformamos en una producción de
muertes misteriosas. De un modo recurrente y atravesando ideologías.
Justificamos muertes y avalamos que nada se sepa de ellas. Nos obligamos a
aceptar la ignorancia de crímenes y asesinatos: ni cómo murieron, ni quién fue
su verdugo.
En una selección
arbitraria y superficial, contando sólo algunos hechos de nuestros últimos 60
años de historia, obtenemos esta enumeración de víctimas de hechos políticos:
Bombardeos a Plaza de
Mayo (1955): entre 156 y 364 muertos, entre 700 y 1.000 heridos. (Fuente:
Wikipedia).
Fusilamientos (1956):
30 muertos. (Fuente: El historiador, Taringa y otras).
Masacre de Ezeiza
(1973): 13 muertos, 365 heridos. (Fuente: Wikipedia, El Historiador).
Atentados de grupos
revolucionarios (década del ‘70): 1.094 muertos, 2.300 heridos. (Fuente:
Cadena 3).
Desaparecidos la última
dictadura: 8.960. (Fuente: Nunca Más. Informe Conadep).
Guerra de Malvinas:
649 muertos, 1082 heridos, entre 350 y 454 suicidios. (Fuente:
Wikipedia, La Nación).
Atentado a la Amia:
86 muertos, 300 heridos. (Fuente: Wikipedia).
Atentando a la
Embajada de Israel: 30 muertos, 242 heridos. (Fuente: Wikipedia).
Incluso las cifras de
estos crímenes -todos políticos- son difíciles de establecer de manera oficial
y están sujetas a discordia ideológica: parece no importar cuántos son, sino
qué número resulta conveniente a determinada causa. Para tomar dimensión de
cantidad, muertos, heridos y suicidios constituyen al menos 16.357 casos
personales de violencia. Esto equivale a un sacrificio humano por día durante
casi 45 años. El riguroso ritual del sometimiento de una víctima propiciatoria
por día durante casi 45 años para satisfacer a nuestro oscuro culto al
exterminio. (Y han sido considerados azarosamente sólo estos hechos en la
muestra, sabemos que hay más).
Mueren civiles,
militares, sindicalistas burócratas y combativos, empresarios, hijos de
empresarios y de militares, traidores a la causa (de izquierda y de derecha),
ministros, jueces, policías, periodistas, fiscales, conscriptos.
Y podríamos sumar
también los crímenes sociales. La muerte en las etnias originarias postergadas,
desnutridas y utilizadas para conveniencia electoral a extremos humillantes. La
muerte en la marginalidad de las grandes ciudades, sin otra expectativa de
inclusión más allá de la asistencial, expulsadas hacia la gratificación perversa
de las drogas más crueles. Con el riesgo de ni siquiera contar con la
posibilidad de ser registradas en estadísticas oficiales.
Finalmente, es
posible que nos digamos que esto ocurre en todas las sociedades. Incluso, que
forma parte de la condición humana.
Y allí nos quedamos
tranquilos.
Tirarse muertos
Hacer política y
tirarse muertos. La subestimación jactanciosa de argumentos reflexivos y de las
meditaciones sentidas. La obscena exposición de indiferencia ante el dolor
ajeno. Sacar provecho de la inexorable vulnerabilidad de los muertos. Sin
pudores, sin inhibiciones morales. El poder como impunidad para abusar del
otro. Aprovecharse del caído. Pegar en el piso.
Antes que honrar la
muerte, nos burlamos de los muertos. Nos valemos de haberlos eliminado. Les
hacemos decir lo que necesitamos que digan. Les negamos justicia y disfrutamos
sin culpa de los beneficios. En la justificación ideológica o religiosa
encontramos la pócima que nos permite dormir tranquilos. El orgullo ideológico
o religioso es el narcótico de la conciencia. Creyéndonos lúcidos, entumecidos
en nuestro cepo perceptivo reclamamos el reconocimiento colectivo a nuestra
labor personal en pos del bien. Ajenos a la compasión, aspiramos a quedar en la
memoria de la comunidad como sus abnegados y desinteresados benefactores.
Borramos las pruebas que podrían incriminarnos al mismo tiempo que exigimos
monumentos y homenajes. Perversamente, ocultos en el misterio, perpetradores
activos o silenciosos, nos elevamos a dimensiones épicas. Demandamos honra con
orgullo. Nos decimos a nosotros mismos que “los oscuros son los otros”. Y que,
merecedores de santificación, confrontamos esa oscuridad. ¿O acaso nuestro
héroe nacional no es un “santo de la espada”? Formateamos nuestra conciencia
escolar en el heroico (¿y simpático?) relato de repeler al enemigo arrojando
aceite hirviendo sobre él desde los balcones domiciliarios.
La autoglorificación
narcisista nos lleva a la negación patológica de nuestra propia oscuridad. El
potencial universal de nuestra sensibilidad queda distorsionado en
afectividades gregarias, en el hechizo de lo trágico, en la excitación por la
entrega en sacrificio, en el encanto de la purificación redentora a través de
soportar o perpetrar suplicios (el “aguante” o el “aprete”). Como en los
oscuros ritos de matanzas con los que se cree obtener el favor de los dioses.
Este embeleso por el
castigo sumario supera las demoradas posibilidades fácticas de la justicia. Los
hechos que genera esta fascinación, sus siniestras tramas de intrigas y
complicidades, exceden la capacidad operativa del sistema judicial para
esclarecerlos. Somos capaces de reconocer y detectar esa clase de hechos en el
mismo momento que ocurren. Y también sabemos que no sabremos su verdad.
Es como ingresar en
una zona de tiniebla, de bruma que no nos deja ver, que deja a la
conciencia aterida. Esa niebla es una creencia acerca de nosotros mismos que
ciega y adormece, una pesadilla que vivimos como un dulce sueño y del que no
queremos despertar.
Nunca parece
suficiente la experiencia ya vivida. No logramos conjurar esos fantasmas. No
conseguimos agotar ese hechizo. En cuanto creímos dar un salto de calidad en la
vivencia de esta energía que parecía poseernos, un nuevo oscuro suceso se
genera reproduciendo la fatal posesión. Esa persistente entidad se impone y
pasea frente a nuestra -brevemente indignada y cautivamente resignada-
conciencia.
¿Alcanzará con nuevos
rituales para conjurar esa bruma tenebrosa, ese encanto oscuro por “tirarnos
muertos”, para, de ese modo, propiciar discernimiento consciente y
oportunidades creativas? ¿O necesitaremos repetir episodios de obnubilación que
exacerben nuestra adicción hasta la experiencia límite (¿otra?) que redunde
(¿redundará?) en crisis reveladora? ¿Habrán sido suficientes nuestros sacrificios
colectivos?
La historia que
compartimos indica que nuestros monstruos son dignos de no ser subestimados.
.
Otra oportunidad para
la sanación o para el horror
Entre 2016 y 2018 se
producirá un hecho astrólogico relevante: el tránsito de Plutón a la
casa IV y a la oposición Sol-Luna de Argentina. Nos acercamos a tiempos
cíclicos propicios para rituales de purificación y transformación en nuestros
hábitos emocionales colectivos más cristalizados, tanto como en la calidad del
vínculo entre pueblo y gobernantes. Esta figura celeste se ha producido sólo
tres veces en nuestra historia, en sincronicidad con estos significativos
acontecimientos:
Entre 1838 y 1842. El “fin de la anarquía” y la
“restauración de las leyes” de la mano del régimen rosista (el auge de una
figura providencial al que se le otorga la suma del poder público, esto es, el
derecho sobre la vida y la muerte).
Entre 1928 y 1931. El “fin de la decadencia de la
democracia liberal” y la llegada de la “hora de la espada” (la inauguración de
la era de los golpes militares y el populismo).
Entre 1978 y 1980. El “aniquilamiento de la subversión”
y la “recuperación del orgullo nacional” (la represión de la violencia
revolucionaria y la guerra de Malvinas).
La tentadora búsqueda
de poder e identidad por la exacerbación del conflicto. La oscura excitación de
conducir a las conciencias al éxtasis de la conflagración. El desprecio por el
otro y la negación del vínculo. La bíblica fatalidad de Abel y Caín.
Un auténtico desafío
para optimistas… O para revisar nuestro presente en perspectiva con las
respuestas del pasado, sin condicionamientos ni prejuicios ideológicos.
Tenemos los muertos.
Todos aquí.
“El show de los
muertos” Sui Generis (Charly García) 1974.
Video
https://youtu.be/zkZaSFTwLHs
(Ilustraciones: July
Varela).
No hay comentarios:
Publicar un comentario