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30 de junio de 2020

Pulsión vital y riesgo mortal


Alejandro Lodi
(junio 2020)

La pulsión vital no puede derogarse por decreto. Sigue actuando en todo organismo vivo. En nosotros. Podemos intentar mantenerla en latencia. Cierto tiempo. Por ejemplo, para no exponer al organismo psico-físico a riesgos exteriores de contagios, o para no contribuir a la propagación de un virus en la comunidad. Pero si se mantiene indefinidamente se genera patologías, se sufre consecuencias. Más allá de un umbral de tolerancia orgánica, la pulsión vital en latencia se convierte en represión de la vitalidad. Y allí es necesario evaluar si las
consecuencias de la represión son más graves que el riesgo que deseaba prevenirse. Una dinámica entre vitalidad y riesgo.
La preservación de la vida a costa de reprimir la pulsión vital, aun con nobles intenciones humanitarias, termina por generar estragos. La pulsión vital y las necesidades orgánicas (físicas, psíquicas, mentales y emocionales) pueden ser guiadas, administradas, sublimadas o ajustadas a propósitos conscientes, pero no anuladas por imperativo propio o ajeno. Pulsión vital y necesidades orgánicas nos impulsan al encuentro con los demás, a proveernos de afecto y a brindarlo, a realizar en el mundo, a desarrollar actividad laboral, a sentir nuestro cuerpo vivo. Aunque parezca un juego de palabras, la pulsión vital nos obliga a sentirnos vivos, y sentirnos vivos es confrontar con el riesgo de la muerte.
Estar vivo es estar en riesgo. Si, en una circunstancia particular, uno de esos riesgos cobra magnitud, es inteligente tomar medidas que nos protejan de él, aunque limiten o restrinjan nuestra pulsión vital. Pero será un tiempo orgánico, con una duración condicionada por un equilibrio vital, no sujeto al control de la voluntad, ni del cálculo racional. En algún momento el pulso vital demandará asumir riesgo, a favor de la salud de todo el sistema.
Ahora bien, si se quiere reducir el riesgo a cero, si se plantea “la batalla por la vida” y se convierte a ese riesgo en “un enemigo” al que se debe derrotar, termina atentándose contra la vida. El propósito de desplegar la vida sólo cuando no haya riesgos, paradójicamente, pone a la vida en riesgo. Al mismo tiempo, la atracción por desafiar esos riesgos, o de negarlos como modo de “afirmar la vida”, es otra manera de malograr vitalidad. El supuesto de que sólo estamos vivos si somos temerarios, también pone en riesgo la vida. En la entrega ciega a la pulsión vital prevalece, de un modo inconsciente, el encanto de la muerte, el hechizo del colapso.
En extremos, nuestra respuesta a la expresión de la pulsión vital se cristaliza en reacciones. Y la reacción suele ser la respuesta menos inteligente. Por un lado, entregarnos a la pulsión desatendiendo la conciencia del riesgo resulta destructivo; por el otro, pretender la eliminación del riesgo sacrificando la expresión vital también lo es. Las reacciones son polarizaciones, respuestas extremas en la que un polo pierde vínculo con su opuesto. En este caso, el imaginario tóxico de “riesgo sin vida” y de “vitalidad sin riesgo”. La respuesta inteligente, entonces, parece requerir una sensibilidad consciente que regule la ecuación vitalidad-riesgo, que articule a cada momento la dinámica entre esos dos polos. La respuesta inteligente nunca es definitiva ni absoluta, sino oscilante y abierta.
La pandemia del coronavirus ha generado un ritual colectivo planetario respecto a la pulsión vital y los riesgos de la vida. Todo esto en el contexto de la conjunción Saturno-Plutón que, entre muchos otros significados, alude a la autoridad (Saturno) acerca de la pulsión vital (Plutón). La anterior conjunción en 1982 también tuvo a un virus como protagonista: el HIV. Y también planteó un conflicto con la pulsión vital: se transmitía por vía sexual. En ese caso, reducir a cero todo riesgo de contagio hubiera implicado una medida imposible: abstenerse de mantener relaciones sexuales hasta que la ciencia supiera desarrollar una vacuna, o al menos contrarrestar su efecto mortal con algún tratamiento, lo cual podría demorar -como finalmente ocurrió- algunos años. Tal tratamiento no tenía posibilidades de ser cumplido. Como norma, hubiera generado inevitables transgresiones. Y, en el imaginario caso de haberse aplicado esa abstinencia sexual obligatoria, habría sido eficaz para detener la propagación del HIV, pero los trastornos psicológicos y los desbordes compulsivos hubieran provocado consecuencias desastrosas. Las reacciones extremas pueden ser eficaces, pero pocas veces eficientes. La eficacia enfoca y resuelve un problema, la eficiencia atiende contextos globales y acompaña un proceso sin generar nuevos inconvenientes. La eficacia es definitiva y absoluta, la eficiencia oscilante y abierta. En tiempos del SIDA, la imposibilidad de prohibir la sexualidad obligó a un cuidado inteligente y a confiar en la responsabilidad individual, aunque implicara más riesgo (y mas muertes). Se confió, por ejemplo, en que las personas sabrían reconocer los vínculos de riesgo e incorporar el uso del preservativo en sus costumbres sexuales.
La responsabilidad acerca de la pulsión vital, la madurez para tratar con la vida y la muerte, el compromiso con la vida con conciencia de los riesgos. Tanto en lo personal como en lo colectivo, en el plano de nuestras conductas individuales como de las normas institucionales. La autoridad acerca de la pulsión vital no es privativa de individuos ni de estados, ni del ciudadano ni del gobernante, ni de sacerdotes ni de científicos. Es una constante articulación entre la conciencia personal y la conciencia colectiva (como casi todo lo que concierne a lo que llamamos “realidad”). Una dinámica de polaridad (un yin-yang) entre libertad individual y responsabilidad social, expresión pulsional y empatía comunitaria, entre preservación y riesgo.  



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