Alejandro Lodi
(junio 2020)
La pulsión vital no puede derogarse por decreto. Sigue
actuando en todo organismo vivo. En nosotros. Podemos intentar mantenerla en
latencia. Cierto tiempo. Por ejemplo, para no exponer al organismo psico-físico
a riesgos exteriores de contagios, o para no contribuir a la propagación de un
virus en la comunidad. Pero si se mantiene indefinidamente se genera
patologías, se sufre consecuencias. Más allá de un umbral de tolerancia orgánica,
la pulsión vital en latencia se convierte en represión de la vitalidad. Y allí
es necesario evaluar si las
consecuencias de la represión son más graves que el
riesgo que deseaba prevenirse. Una dinámica entre vitalidad y riesgo.
La preservación de la vida a costa de reprimir la
pulsión vital, aun con nobles intenciones humanitarias, termina por generar
estragos. La pulsión vital y las necesidades orgánicas (físicas, psíquicas,
mentales y emocionales) pueden ser guiadas, administradas, sublimadas o ajustadas
a propósitos conscientes, pero no anuladas por imperativo propio o ajeno. Pulsión
vital y necesidades orgánicas nos impulsan al
encuentro con los demás, a proveernos de afecto y a brindarlo, a realizar en el
mundo, a desarrollar actividad laboral, a sentir nuestro cuerpo vivo. Aunque
parezca un juego de palabras, la pulsión vital nos obliga a sentirnos vivos, y
sentirnos vivos es confrontar con el riesgo de la muerte.
Estar vivo es estar en riesgo. Si, en una
circunstancia particular, uno de esos riesgos cobra magnitud, es inteligente
tomar medidas que nos protejan de él, aunque limiten o restrinjan nuestra
pulsión vital. Pero será un tiempo orgánico, con una duración condicionada por
un equilibrio vital, no sujeto al control de la voluntad, ni del cálculo
racional. En algún momento el pulso vital demandará asumir riesgo, a favor de
la salud de todo el sistema.
Ahora bien, si se quiere reducir el riesgo a cero, si
se plantea “la batalla por la vida” y se convierte a ese riesgo en “un enemigo”
al que se debe derrotar, termina atentándose contra la vida. El propósito de
desplegar la vida sólo cuando no haya riesgos, paradójicamente, pone a la vida
en riesgo. Al mismo tiempo, la atracción por desafiar esos riesgos, o de
negarlos como modo de “afirmar la vida”, es otra manera de malograr vitalidad.
El supuesto de que sólo estamos vivos si somos temerarios, también pone en
riesgo la vida. En la entrega ciega a la pulsión vital prevalece, de un modo
inconsciente, el encanto de la muerte, el hechizo del colapso.
En extremos, nuestra respuesta a la expresión de la
pulsión vital se cristaliza en reacciones. Y la reacción suele ser la respuesta
menos inteligente. Por un lado, entregarnos a la pulsión desatendiendo la
conciencia del riesgo resulta destructivo; por el otro, pretender la
eliminación del riesgo sacrificando la expresión vital también lo es. Las
reacciones son polarizaciones, respuestas extremas en la que un polo pierde vínculo
con su opuesto. En este caso, el imaginario tóxico de “riesgo sin vida” y de
“vitalidad sin riesgo”. La respuesta inteligente, entonces, parece requerir una
sensibilidad consciente que regule la ecuación vitalidad-riesgo, que articule a
cada momento la dinámica entre esos dos polos. La respuesta inteligente nunca
es definitiva ni absoluta, sino oscilante y abierta.
La pandemia del coronavirus ha generado un ritual
colectivo planetario respecto a la pulsión vital y los riesgos de la vida. Todo
esto en el contexto de la conjunción Saturno-Plutón que, entre muchos otros
significados, alude a la autoridad (Saturno) acerca de la pulsión vital
(Plutón). La anterior conjunción en 1982 también tuvo a un virus como
protagonista: el HIV. Y también planteó un conflicto con la pulsión vital: se
transmitía por vía sexual. En ese caso, reducir a cero todo riesgo de contagio
hubiera implicado una medida imposible: abstenerse de mantener relaciones
sexuales hasta que la ciencia supiera desarrollar una vacuna, o al menos
contrarrestar su efecto mortal con algún tratamiento, lo cual podría demorar
-como finalmente ocurrió- algunos años. Tal tratamiento no tenía posibilidades
de ser cumplido. Como norma, hubiera generado inevitables transgresiones. Y, en
el imaginario caso de haberse aplicado esa abstinencia sexual obligatoria,
habría sido eficaz para detener la propagación del HIV, pero los trastornos
psicológicos y los desbordes compulsivos hubieran provocado consecuencias
desastrosas. Las reacciones extremas pueden ser eficaces, pero pocas veces
eficientes. La eficacia enfoca y resuelve un problema, la eficiencia atiende
contextos globales y acompaña un proceso sin generar nuevos inconvenientes. La
eficacia es definitiva y absoluta, la eficiencia oscilante y abierta. En tiempos
del SIDA, la imposibilidad de prohibir la sexualidad obligó a un cuidado
inteligente y a confiar en la responsabilidad individual, aunque implicara más
riesgo (y mas muertes). Se confió, por ejemplo, en que las personas sabrían
reconocer los vínculos de riesgo e incorporar el uso del preservativo en sus
costumbres sexuales.
La responsabilidad acerca de la pulsión vital, la
madurez para tratar con la vida y la muerte, el compromiso con la vida con
conciencia de los riesgos. Tanto en lo personal como en lo colectivo, en el
plano de nuestras conductas individuales como de las normas institucionales. La
autoridad acerca de la pulsión vital no es privativa de individuos ni de
estados, ni del ciudadano ni del gobernante, ni de sacerdotes ni de científicos.
Es una constante articulación entre la conciencia personal y la conciencia
colectiva (como casi todo lo que concierne a lo que llamamos “realidad”). Una
dinámica de polaridad (un yin-yang) entre libertad individual y responsabilidad
social, expresión pulsional y empatía comunitaria, entre preservación y
riesgo.
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