LECCIÓN
8
No necesitas ganar cada
discusión.
Puedes acordar desacordar.
Antes de casarme, un día me divertí leyendo sobre una pareja que
creó un acuerdo prenupcial de dieciséis páginas que detallaba todo, desde no
permitir que el auto bajara de medio tanque de gasolina hasta jamás dejar
calcetines tirados en el piso. ¿Dieciséis páginas?
Después de casarme, ya no fue tan divertido.
Cuando compré una casa con mi esposo, la tinta del contrato de compraventa
todavía estaba húmeda al enfrentarnos a obstáculos importantes sobre detalles
sin importancia.
Siempre he visto a mi pareja como alguien
diplomático. Nos casamos tarde en la vida, el año en que yo cumplí cuarenta.
Cuando empezábamos a salir, Bruce alguna vez comentó que había dos tipos de
mujeres: aquellas que se pintaban las uñas y las que no.
— ¿Cuáles prefieres? —le pregunté, cubriendo mis
manos.
—Ambas —dijo, sin recordar a qué tipo pertenecía
yo.
Su habilidad para decir la cosa correcta,
incluso cuando no está seguro sobre qué decir, me impresionó. En una de
nuestras primeras citas, tuvimos una prueba que me mostró qué tipo de hombre era.
Estábamos en una cafetería, sentados en una mesa exterior con un amigo suyo,
cuando una mujer atractiva, de grandes pechos que el sostén no parecía
restringir, pasó por ahí. El amigo le dio un codazo a mi esposo, la voltearon a
ver y se rieron como un par de adolescentes. Yo me sentí furiosa.
Al salir, nos sentamos en el auto y le dije a
Bruce que su comportamiento había sido rudo para la mujer y para mí. Yo
esperaba que él cerrara los ojos, me dijera que era demasiado sensible y que lo
superara. Me preparé para una discusión y revisé los puntos a discutir en mi
cabeza. Bruce me escuchó, me miró directo a los ojos, tomó mi mano y se
disculpó en ese momento.
—Estás en lo correcto —dijo—. Actué como un
adolescente. Nunca lo volveré a hacer.
¿Qué? No estaba preparada para eso. Yo quería
discutir, establecer mis puntos, quería ganar. En vez de eso, él se rindió.
Él es una de esas raras personas que, cuando
están equivocadas, rápidamente lo admiten con la cabeza en alto y el ego
intacto. No necesita ganar cada discusión y es el primero en admitirlo.
Cuando ve que la discusión ha llegado a un impasse, con tranquilidad declara,
como si fuera el ganador del Premio Nobel de la Paz:
—No me vas a convencer y no te voy a convencer,
así que pongámonos de acuerdo en no estar de acuerdo.
Es difícil pelear contra eso.
Jamás había escuchado tal cosa hasta que lo
conocí. Al principio, lo odiaba cuando se convertía en el Sr. Mediador y
utilizaba esas palabras. Para mí, una discusión siempre empezaba con dos lados y
terminaba con un ganador. Y yo debía ser quien ganara, jamás podía terminar en
un empate.
¿Acordar desacordar? Eso significa que ninguno
está en lo correcto y ninguno está equivocado.
Eso no es fácil, especialmente en el matrimonio.
Cuando supimos que nuestra oferta por la casa había sido aceptada, ambos
empezamos a planear cómo nos estableceríamos ahí. De manera instantánea tuve la
sensación de que habíamos comprado dos casas distintas. Yo quería tirar la
mayor parte de nuestra colección de muebles de venta de garaje y empezar de
nuevo. Él no quería deshacerse de cada artículo raído —silla, sillón, lámpara—
que había tenido desde la universidad.
Él se imaginó que mi oficina iría en el cuarto
del segundo piso que tenía balcón. Yo quería el cuarto con las repisas para los
libros. Él quería convertir la barra de desayunar en un sitio para la computadora.
Ése era el lugar tranquilo que yo quería utilizar para leer el periódico en la
mañana. Él contaba con comprar una lavadora y secadora pequeñas y apilarlas en
la cocina. Yo no podía imaginar el olor a detergente mientras cocinaba
espagueti. Él le echó un vistazo al porche lateral y se imaginó una terraza
cubierta. Yo, un columpio y plantas.
Intentando ser diplomática también, sugerí que
nos imagináramos lo que realmente haríamos en cada habitación antes de renovar.
Mmmm. Vamos a ver: cocina y comida o cocina y lavandería. ¿Qué opción era más
lógica? Barra de desayunar y computadora era algo que no tenía mucho sentido
para mí. Él pidió el comedor para su pared de libros. El lugar parecía librería
para el momento en que él había desempacado.
Bruce quería poner repisas en el baño para un
radio y una televisión (él ve CNN mientras se rasura, aunque tiene barba).
Quería que la repisa con libros y revistas estuvieran encima del escusado.
¿Libros en el baño? ¿Cuánto tiempo pensaba pasar ahí?
Si es cierto que los hombres son de Marte y las
mujeres de Venus, mi esposo es de Plutón. Para mí, una habitación es un lugar
al que vas para refugiarte. Para él, una sala de estar, un cuarto de entretenimiento.
De hecho, él veía cada habitación como un cuarto lúdico, y como nuestra casa no
tenía el oficial, él trataba de convertir cada habitación en uno. Cuando él decía
sala de estar, yo me imaginaba compartimientos oscuros con papel tapiz de
patitos, una pila de armas y diversos restos de animales (cabeza de venado,
tiburón disecado, tapete de oso). A él no le gustan los cadáveres, pero necesitaba
un lugar para todos sus artilugios —grandes y pequeños—, incluyendo la
escaladora de 1000 dólares que ha usado un par de veces, a menos que cuentes su
función para orear la ropa. Yo la llamo “el tendedero más caro del mundo”.
Si piensas que soy inflexible, yo ya cedí en lo
más importante: accedí a usar su cama, no la mía.
Inmediatamente dijo qué lado quería, incluso
cuando vivía solo él siempre dormía del mismo lado y mantenía el otro fajado
durante toda la noche. Él es Virgo, así es que es ordenado, incluso cuando duerme.
Era más fácil negociar con las cosas grandes que
con las pequeñas. Terminamos tropezando con las pequeñas cosas, esos baches de
la vida. Él quería poner en las paredes los doscientos pósters que tenía;
habría sido feliz si cada habitación se hubiera visto como un restaurante
Friday’s. Yo lo dejé poner su colección de objetos de la Guerra Fría en el
comedor. Al menos las señales de refugios antinucleares, las cornetas amarillas
de bombardeo aéreo, la lata gigante de las galletas de los sobrevivientes y el
póster de una niña que preguntaba: “Mami, ¿qué pasa si cae una bomba?”, nos hacía
sentirnos agradecidos por cada comida.
Terminamos cediendo en todo, excepto por el
resto de sus pósters de arte, los cuales permanecieron sin ser colgados,
apoyados en las paredes durante un año. Yo quería un póster por pared; él los
quería usar como papel tapiz. Finalmente, habitación por habitación, estuvimos
de acuerdo en no estar de acuerdo. Él se salió con la suya con algunas paredes;
yo, con otras. Llegamos a un punto muerto cuando debíamos decidir sobre los
autos de carreras rojos enmarcados de negro.
Parecían como algo que un muchacho de quince
años colocaría sobre su cama, y quitaría cuando cumpliera dieciséis. Yo los
quería tirar. Él quería ponerlos en un lugar protagónico.
— ¿Podemos estar de acuerdo en no estarlo? —pregunté,
intentando su rutina de Jimmy Carter.
Él finalmente estuvo de acuerdo en guardarlos en
el sótano hasta que nos pusiéramos de acuerdo.
Tres años más tarde, yo me topé con ellos.
— ¿De quién es eso? —preguntó, asegurando jamás
haberlos visto.
Los dos nos reímos mucho, sacamos el póster del
sótano y aceptamos estar de acuerdo: los autos de carreras se veían
excelentemente…en la banqueta.
LECCIÓN
9
Llora en compañía. Sana más que
llorar en soledad.
Me encanta ir al cine, pues puedes sentarte en la oscuridad y
llorar en el anonimato. Algunas veces lloro por la película; otras, por
cualquier cosa por la que necesitaba hacerlo. Utilizo una buena película
dramática para ponerme al corriente con todas las lágrimas que he suprimido y
guardado durante mucho tiempo.
Cualquiera que me conozca bien me ha visto
llorar. Mi hija se burla de mí porque lloro por los comerciales de Kodak y por
los melodramas cursis de la televisión, donde puedes predecir el final incluso
antes de que entre la música sensiblera.
Toda mi vida he sido una llorona. Cada día de la
escuela primaria lloré por algo. Si era víctima de alguna injusticia o alguien
más lo era, lloraba. Mis hermanos me molestaban por ser como un bebé; como
también lo hacían algunos compañeros de clase y unos cuantos maestros. No podía
evitarlo.
Cuando sentía algo, salía por mis lacrimales.
Durante años intenté guardar las lágrimas, mi objetivo era pasar un día
completo sin llorar. Finalmente lo logré, pero hasta segundo de secundaria.
Cuando estaba en segundo de primaria, el
presidente John F. Kennedy murió. Las monjas en la Escuela de la Inmaculada
Concepción consideraron a la Primera Dama un pilar de fortaleza por no derramar
públicamente una sola lágrima. Jackie era la viuda perfecta, la mujer perfecta,
la católica perfecta. El mundo la veía con su velo negro y contemplaba una
viuda noble, dignificada y estoica que jamás rompió en llanto sobre el ataúd de
su marido, ni siquiera cuando el pequeño John John saludó con la mano cuando
iba pasando.
Las monjas la compararon con María, la madre de
Jesús. Nos dijeron que María no lloraba. Ni siquiera cuando se paró a los pies
de la cruz. Ni cuando sostuvo a su hijo muerto. Ni en su tumba.
Jamás. Por años, les creí.
Décadas más tarde leí que Jackie Kennedy solía
pasar tiempo sola en el bote de una amiga, llorando la muerte de su esposo.
Ella esperaba hasta estar mar adentro, miraba el vasto océano y lloraba por lo
mucho que lo extrañaba. Cuando terminé de leer el artículo, yo también lloré.
Qué triste tener que esconder tus lágrimas, especialmente lágrimas de tan
profundo dolor.
Me pregunto qué dirían las monjas de ella al
saber esto. Si lo pienso, no sé si esas monjas lloraron alguna vez durante mis
ocho años de escuela católica. Si lo hicieron, jamás nos permitieron verlo.
Quizá las lágrimas no son santas bajo las viejas
reglas de la Iglesia.
Muchos años después de terminar la escuela,
salió la película Jesús de Nazaret. Simplemente amé la escena en la que María se para a los pies de la
cruz en medio de una lluvia torrencial, llorando por la muerte de su hijo. Ella
no sólo lloraba, gemía y sollozaba. Esta María llora como una madre que ha
perdido a su hijo, no una santa que se somete a la sacra voluntad de Dios. Ella
llora como todos nosotros quisiéramos llorar, pero tememos hacerlo.
A la mayoría de nosotros se nos enseñó que las
lágrimas son un signo de debilidad. Si te sucede algo en el trabajo, vas al
baño a llorar. Te encierras y amortiguas los sollozos con papel de baño. Si uno
lee cualquier artículo de negocios sobre cómo avanzan las mujeres en el mundo
corporativo, éste dirá que sin lágrimas.
Jamás les permitas verte llorar.
Si lloras abiertamente, la gente intentará
detenerte, pues la hace sentir incómoda. Además, es socialmente inaceptable. Es
peor que blasfemar. De hecho, la mayoría de la gente se siente más cómoda con
alguien que blasfema que con alguien que llora. Llorar abiertamente muestra una
falta de control, una pérdida de poder. En una cultura que valora la fortaleza,
incluso que se te llenen los ojos de lágrimas es inaceptable.
Toda mi vida traté de volverme más fuerte
llorando menos. Pero cada vez que escondía la tristeza dentro, mi rostro se
ponía rojo, me dolían las mejillas y las lágrimas se escapaban sin importar cuánto
intentara contenerlas.
Entonces, un día mi terapeuta me dijo que mis
lágrimas eran un atributo positivo. Carol dijo que eran parte de mí, como mis
ojos azules y mi cabello castaño.
— ¡Qué hermoso don sentir tan intensamente!
—dijo.
El mejor consejo que obtuve sobre llorar fue
hacerlo con alguien. Carol me dijo que llorar solo no es tan poderoso como
llorar con alguien más. Si lloras solo, seguirás llorando esas mismas lágrimas una
y otra vez. Si lloras con alguien, esas lágrimas tendrán el poder de curarte
para siempre.
Cuando estaba por obtener mi grado de maestra en
Estudios de las Religiones, leí un libro acerca de un santo que casi perdió la
vista por la cantidad y la frecuencia de su llanto. San Ignacio, que fundó la
orden de los Jesuitas, consideraba que sus lágrimas eran un gran regalo de Dios.
Él me inspiró a escribir un ensayo de 22 páginas sobre el don de las lágrimas.
Ignacio era un militar inclinado hacia la
caballería y la búsqueda de la felicidad a través de mujeres y poder hasta que
una bola de cañón deshizo su pierna y encontró a Dios. Él menciona la palabra
lágrimas 175 veces en la primera parte de su diario espiritual y habla de
lágrimas en cada anotación de la segunda. No eran unas cuantas gotas aquí y
allá, sino grandes torrentes tan intensos que lo dejaban sin habla. Esas lágrimas
le dieron grandes regalos: humildad, intimidad con Dios, mayor devoción, paz y
fuerza. Él consideraba que las lágrimas eran una gracia mística.
Realmente es algo negativo que tantos hombres y
mujeres se rehúsen a llorar y presuman de ello.
Recuerdo que alguien me dijo después de ver la
película La lista de Schindler que casi había llorado. ¿Casi? ¿Por qué se contuvo?
¿Por qué lo hizo Jackie? ¿Las monjas? ¿Por qué
lo hace cualquiera? Yo no podría aunque quisiera.
Yo dejo que mis lágrimas fluyan y me aseguro de
que mi rimel sea a prueba de agua.
Uno de mis versículos favoritos de la Biblia
cristiana es el más corto de todos: Jesús lloró. Él mostró su humanidad. Él derramó lágrimas confusas e impropias
de un hombre. No lo hizo en privado. Lo hizo frente a sus amigos y seguidores;
frente a una multitud.
Debemos dejar de esconder nuestras lágrimas y,
en realidad, compartirlas. Se necesita que alguien sea fuerte para llorar. Se
necesita que alguien sea incluso más fuerte para dejar a otros ver esas lágrimas.
Debemos ser lo suficientemente fuertes para demostrar ternura, sin importar
quién esté mirando.
LECCIÓN
10
El órgano sexual más importante
es el cerebro.
Mi amiga Sheryl quería que conociera a su amigo.
—No me gustan las citas a ciegas —le dije.
—Es sólo una fiesta —comentó.
Ella no me dijo mucho del hombre. Tenía barba,
estaba divorciado, trabajaba en relaciones públicas. Eso fue todo.
No le hubiera dado ninguna oportunidad si me
hubiera dicho que fumaba, que era un agnóstico amante del jazz y el sushi, que
le fascinaba la vida en las grandes ciudades y que era un Virgo al que no le
gustaba estar en casa. Yo era una Géminis que no fumaba, católica y
vegetariana, que amaba la música country, los pequeños pueblos y quedarme en
casa casi todas las noches. En teoría, no haríamos una buena pareja.
En el último minuto, decidí ir a la fiesta
aquella noche de 1992. Sheryl me presentó a Bruce, y no dejamos de hablar. Nos
sentamos en un sillón durante horas. Él amaba su trabajo y tenía una pasión por
hacer una diferencia en el mundo. Sus ojos color café me hacían sentir segura;
eran hermosos y cálidos y, sin embargo, estaban llenos de vitalidad y
entusiasmo. Había algo en esos ojos.
Llamó al día siguiente y hablamos durante tres
horas. Supe que cantaba en la regadera y lloraba en las películas. A pesar de
esto, fui cautelosa. Me había alejado de los hombres durante un tiempo; había
permanecido célibe por casi dos años. Después de unos cuantos años de terapia
intensa para lidiar con cuestiones de mi niñez, quería romper el patrón de
atraer hombres que no estaban disponibles y que se oponían a la intimidad y al
compromiso. Quería alguien que me amara, que me quisiera a largo plazo. Como
toda mujer herida, quería a alguien que jamás me lastimara, que jamás me
decepcionara, que jamás me rechazara o abandonara. Era una petición imposible.
No sabía qué hacer con Bruce, así es que en
nuestra primera cita real le di tres opciones: ir a ver una película, ir a
cenar o conducir al pueblo donde creció y hacer un tour de sus casas, escuela y puntos
de interés, para que pudiera saber más sobre él, pero me volteó el tema, y
sugirió que hiciéramos el tour en mi pueblo natal.
Condujimos a Ravenna, población de 12,000
habitantes. Pasamos por mi primaria, secundaria, preparatoria, por los lugares
donde trabajé, mi antigua casa y mi iglesia. Terminamos en el cementerio donde
están enterrados mis abuelos. Nos sentamos en el auto, observando una luna con
la forma de la punta de una uña, que se elevaba sobre el cielo encendido y los
árboles desnudos. Él declaró que ese momento conmigo era tan mágico como el
sexo. Este hombre ciertamente era distinto de cualquiera con el que hubiera
estado antes.
Más tarde, esa noche terminamos en un
restaurante hablando sobre lo que buscábamos. ¿Se volvería a casar? ¿Me casaría
yo alguna vez? Estuvimos de acuerdo en una cosa: si lo hacíamos, no elegiríamos
un esposo o una esposa, sino un compañero de vida, un mejor amigo.
Esa noche empecé a tener confianza en amar a un
hombre. Bruce era brillante, divertido y honesto.
Me enteré que era judío, pero que ama cantar
villancicos afuera de las cafeterías en diciembre; que recomienda a los niños
ver La pandilla, tiene toneladas de libros en su sala y dejaría de fumar por la persona
correcta.
Él amaba mi cabello salvaje y ondulado, mi nariz
delgada, mis manos, mis pecas. Él me enseñó fotos de su mamá, abuela, hijos y
hermanos. Incluso sacó su celular, lo apagó y dijo, “Yo nunca hago esto”. Me
envió por correo una cinta con canciones románticas y jazz de un lado y sus
villancicos favoritos del otro. Dijo que lo había enviado para seducirme.
Funcionó.
Sus palabras y actos de amabilidad me hacían
sentir segura. Actuaba como un niño, tan feliz de verme. Sostenía mi mano y nos
sentábamos a platicar por horas. Era como tener una fiesta de piyamas con tu
mejor amigo. Bruce se convirtió en mi amigo.
No nos acostamos hasta no tener La Plática. Y
ésa fue su idea, no la mía. Una vez nos sentamos toda la noche hablando en el
sillón. Él quería saber sobre mis relaciones pasadas, todas las desviaciones y
los caminos rotos que me habían llevado a él. Bruce había permanecido casado durante
quince años, y habían pasado dos desde su divorcio. Yo jamás había durado más
de un año con el mismo hombre, aún tenía muchos conflictos de papá, atraía
hombres que se parecían a él y, a su vez, cargaban conflictos no resueltos con
mamá. Ésa no era una buena combinación. Él bromeaba que le gustaba una mujer
con pasado. Nos reímos, pero también lloramos mientras yo hablaba y él escuchaba
sobre los desafíos de amarme. Todavía había mucha curación por hacerse. En toda
mi vida, jamás me había sentido tan física y emocionalmente segura con un
hombre, casi no estaba consciente de mis propias necesidades de intimidad.
Crecí creyendo que una mujer debía desempeñar un papel ante un hombre, y si
sacaba algo bueno del negocio, bien; si no, no importaba.
Bruce me alentó a hablar de todo, a decir lo que
me gustaba y lo que no. Yo no sabía lo que quería o deseaba en una relación,
porque nunca tuve la oportunidad de descubrirlo. La mayoría de las personas
emerge en un ser sexual. Cuando de niño eres víctima de un abuso sexual, o de
una violación en tu adolescencia, como yo lo fui, tu identidad sexual es
robada. No puedes madurar gradualmente. Cuando la sexualidad de alguien más es
forzada en ti, eso atrofia tu propio crecimiento. Yo pasé toda mi vida adulta
tratando de complacer a un hombre, haciendo todas las cosas que yo creía que
iban a satisfacerlo, pero no tenía idea de lo que me hacía sentir bien a mí.
Bruce no quería eso. Él me dijo que la clave de
nuestra relación era construir y conservar una amistad, que el sexo no
construiría o destruiría una relación. Me enseñó una gran y eterna verdad: la amistad
es primero. Ésa es el alma de la relación, dijo.
Antes de conocer a Bruce, una amiga mía en
rehabilitación había compartido conmigo la creación de nuevas formas de
relacionarse con los hombres, utilizando el texto básico de Alcohólicos Anónimos.
Los escritores tenían un buen sentido del humor, pues los consejos para la vida
sexual empiezan en la página 69. El libro te recomienda hacer un inventario
personal, observar los resentimientos y los temores, pero también echar un
vistazo a la vida sexual, lo que funciona y lo que no. Después te recomienda
crear, junto con Dios, un ideal sensato y sano sobre lo que está bien para ti.
Yo necesitaba confiar en Dios sobre mi
sexualidad. Necesitaba ver el sexo como un regalo que surge de un Dios que me
creó con deseos y anhelos y pasiones. Necesitaba saber y creer que Dios era lo
suficientemente creativo como para diseñar hombres que no abusaran de mí ni me abandonaran.
El sexo debía ser parte de una relación mayor,
más completa. Esta vez lo fue. Antes de que llegáramos a tercera base, nos
sentamos y hablamos durante horas. En algún momento, Bruce señaló su cabeza y
dijo:
—El sexo está aquí.
”No se trata de desempeñar un papel para el
otro. No es tu trabajo complacer a nadie.
”No es que lo importante del sexo sea tener un
orgasmo —dijo—. Ése es el betún. Todos los otros ingredientes hacen el pastel.
Hagamos el pastel.
Y lo hicimos. Una década más tarde, todavía nos
la pasamos muy bien horneando. Nuestra vida sexual nunca ha dependido solamente
de nuestros cuerpos. Eso es bueno, porque llega la edad y los transforma. En mi
caso, el cáncer lo hizo. Después de perder mis pechos por la enfermedad, me
tomó algo de tiempo volver a sentirme sexy. Bruce me dijo que mi cerebro
volvería a programarse. Estaba en lo correcto.
Cuando se trata de sexo, la zona erógena más
importante se encuentra entre tu oreja derecha y tu oreja izquierda.
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